Daniel Averanga Montiel
¿Qué habrá pasado por la mente de aquella madre (Jessy Paola Moreno Cruz, 32) que decidió arrojarse de un puente con su hijo (10), en Colombia, hace algunos días? Recuerdo que el francés Victor Hugo, en “Los miserables”, había descrito la agonía de Fantine al no tener más dinero para mantener a su hija Cossette, dinero que debía de mandar a los Thenardier para dicho fin (dado que aquella familia cuidaba a Cossette, en otra ciudad); ella vende primero su cabello, luego sus dientes y por último a sí misma en una tortura (quizá) igual de lenta y desesperada a la de recibir amenazas diarias por parte de prestamistas “gota a gota”.
No puedo comprender esto. En aquella novela Hugo hace todo lo posible para que entremos en la situación de Fantine y, aún así, sobra espacio para la especulación y el análisis. La literatura pretende imitar la realidad, pero no alcanzan las páginas para llenar todo lo que debió sentir Fantine cuando hizo todo lo que hizo por su hija. Pero esa es ficción. En nuestra realidad, Jessy Paola se suicidó y se llevó a su hijo con ella.
Las redes sociales estallaron por semejante noticia y, para colmo de males, muchos varones comenzaron a emitir sus opiniones sobre lo injusta que fue la decisión de aquella madre; me recordaron a tipos supuestamente feministas que tienen ese discurso de apoyar causas pero que recuerdan su pasado (y a la mujer de su pasado) con resentimiento: “Una madre de verdad no hace eso”, “Fue cobarde”, “Su hijo no se merecía eso”. Algunos la tildaron de egoísta, otros de hipócrita, victimista, mientras que algunas mujeres se limitaron a decir que no podían creer que una madre decidiera semejante destino, que era inconcebible matarse y matar a quien más “debía amar”: su hijo.
Por cierto, muchas personas decidieron no juzgar el acto, sino lamentar los resultados de aquel suceso. Y sí, no faltaron los mala-mentes que hicieron funestas publicaciones sobre el asunto y todo lo vieron desde una perspectiva irónica, por no decir estúpida.
Nadie sabe lo que pasa por el alma de una persona enfrentada a la soledad y a la desesperación; pocos se pueden poner en plan de “soy empático”, ya que todos tienen el derecho a opinar y creen que su opinión vale lo suficiente.
Ninguna opinión vale lo suficiente. Lo que sí valen son las acciones.
Hay un montón de gente hipócrita en las redes sociales. Gente falsa y que, sin embargo, busca que no se le vea así; siempre con hambre de “reacciones” de los demás ante sus publicaciones; al parecer, volvimos a la época donde lo único que importa es el “qué dirán”, el cómo nos juzgarán, el qué obtenemos en la vida real y cómo lo compartimos en las redes sociales.
A mi mente vienen las conversaciones con Jaime Nisttahuz y todo, absolutamente todo, cobra sentido, incluso un sentido macabro, pero a la vez cierto: Visualiza un paseo por algunos de los teleféricos de La Paz, o asoma la mirada a través de la ventanita de un avión imaginario que atraviese por lo bajo tu ciudad: recuerda, estás imaginando esto, y lo que imagines es una metáfora, ¿ves las casas, los edificios? Ahora enfócate en las ventanas de cada casa, de cada tienda, de cada edificio y de cada auto que pasa por sus avenidas y calles. Cada ventana equivale a tres personas. Cada una de ellas, en una suma entera, hace nuestra población. Ahora haz el cálculo. Multiplica el número de ventanas por tres y elévalo a la décima potencia, porque no has visto solo una hilera de ventanas, sino solo una muestra de un conjunto mayor de ventanas que no se ven pero que están más abajo de las que contaste. ¿Tienes algún número en tu mente? Esa gente tendrá hijos y sus hijos tendrán a otros. Y todos querrán ser felices.
Ser feliz es una lucha. Hay afortunados y los que no lo son tanto. Hay gente que se desespera por bailar en una entrada y gente que solo quiere a alguien que le sepa abrazar con amor y sin juzgarle.
Pero el detalle es ese: volvamos al número de ventanas multiplicadas por tres y luego por diez: todos queremos ser felices, por más amargados o feos o bonitos que seamos: todos lo deseamos y para ello buscamos algo de tranquilidad.
No podemos juzgar un acto solo como el acto en sí mismo. Hay un montón de porqués, de razones, para que un suicidio se vuelva a su vez homicidio.
Afrontar el vacío es igual a luchar contra la idea de que la vida es solo esto. Estamos en 2019. Pronto será 2020 y estaremos a cinco años del bicentenario. Increíble. Según Thomas Ligotti, todo tiene que ver con lo químico y esto determina, por ende, las emociones, tan inexactas al final, como peligrosas: “vivir falsamente como peones del afecto, o vivir deprimidos”.
¿Cómo afrontar el vacío de una vida? ¿Qué hacer con esto? No somos el personaje de “La náusea”, ni tampoco Matilda de Roald Dahl o el muchacho obsceno de “Fantasmas asesinos” de Urrelo para buscar una finalidad, un destino, a nuestra existencia; somos gente que siente, que se deja influir por los estímulos y, de hecho, hace que estos determinen nuestro “emocionalismo”: nos hacen vulnerables a los juicios de los demás y a nuestros propios juicios.
¿Qué hacer para resolver esto? En los colegios siguen haciendo leer novelas románticas, casi sagas, donde los personajes tienen aire a lo Nikelodeon y al parecer nunca trabajan porque no es necesario resaltar esto: para ellos no es problema conseguir para comer; como decía, en las escuelas se enseña el romanticismo como pilar, para que, luego, empujen a los estudiantes a emitir juicios de valor, como si nuestra opinión importara pesadamente, basados en el mero hecho de “saber sentir” y no “saber convivir” (y eso, señores, eso, tú que me lees, sí es egoísta); en las universidades no se presta atención a los legados de las profesiones, solo se busca el prestigio individual, casi pragmático; todos quieren ganar dinero y casi todos lo quieren primero para alcanzar una estabilidad económica necesaria, antes de conseguir lo que se ha dado llamar felicidad, y sí, acepto que eso es en cierta medida necesario, pero ¿y luego de alcanzar la estabilidad, vendrá necesariamente la felicidad? ¿La felicidad, acaso, existe como un todo posible, o su paradójica naturaleza consiste en ser imposible de alcanzar del todo?
Llenar el vacío, afrontarlo, reflexionar sobre un par de muertos. Culpar a los hombres, justificar el sacrificio como un acto femenino no malicioso o juzgar a las mujeres sin saber la situación, son más de tres elementos enfermos que he leído estos días, por las redes sociales. ¿Es necesario detenerse a juzgar, catalogar, o es mejor reflexionar y tratar de evitar una réplica futura?
Nos
falta mucho como humanidad. Si el personaje de “Ultimátum a la tierra”, Klaatu,
viniera a preguntarnos por qué no debiéramos extinguirnos, de seguro nos
extinguirían antes de escuchar nuestra respuesta por completo.
Danel Averanga es Alteño-orureño, escritor y educador.