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Jorge Suárez – Sonata aymara

Si al alba, entre ladridos, de vuelta de una farra, a esa hora en que un suave resplandor revela el perfil del laberinto, encuentras un cadáver, no te dejes llevar, te digo, por las apariencias. El sol, que es el ojo del Illimani, sabe lo que ha sucedido. Sube con blancas y raudas alas desde La Florida, pero cuando llega a los callejones del Puente Negro se detiene: Ha encontrado ese cuerpo. Lentamente, amorosamente, recortando su luz en un muro, se acerca hasta ese cuerpo que yace, sobre el piso del callejón, como el tronco de un árbol. Lame primero los pies. Luego, a la altura de la pantorrilla, comienza a enjugar y secar harapos. Se entretiene largo rato jugando un misterioso ajedrez de alpacas, llamas y vicuñas en los remiendos de un pantalón y una casaca. Y, de repente, se deja de miramientos y esculpe una cabeza.  Talla con cincel de fuego un rostro que es, a esa hora del día, igual al rostro de tu padre.

No le creas al Illimani: ¡Miente!

Larga calle. Culebreante calle Sagárnaga; trepadora entre sombras hasta la calle Maximiliano Paredes, y de allí, torciendo el rumbo a la derecha, y por la empedrada cuesta de la calle Antonio Gallardo, hasta la iglesia del Gran Poder, donde quiere, quiere llegar Lucas, pero bruscas ráfagas, roncos acordes que descienden de la Ceja del Alto, le obligan a quedarse en la calle Illampu, junto a la vendedora de ponches. Tres hombres, que han apoyado sus fusiles en el muro, beben ponche en torno al brasero.

—Qué ha pasado, pues, señora, dime.

Pregunta Lucas en aymara.

—Cómo qué ha pasado. Dónde estabas tú, tata. Dónde. Ha pasado la Revolución. Eso ha pasado. ¡Aura todo va a ser nuestro!

—Las casas — Dice el primer hombre, que enciende un cigarrillo ahuecando las manos, para impedir que el viento apague su débil fósforo.

—Las tierras —dice el segundo hombre, que usa anteojos y viste una chamarra de cuero.

—Las minas —dice el tercer hombre, que lleva puesto hasta el borde de las cejas un casco de minero.

— ¡Todo! —reitera la mujer, que alza un cucharón y deja caer en la olla un vaporoso chorro de ponche. Difunde el viento el suave olor de la canela. Lucas se acerca hasta el resplandor de las brasas.

—Por la Revolución —la mujer le alcanza una taza—, servite este ponche.

Dios pagar, mama, Dios pagar mama. Lucas se aleja del brasero. Busca un pretil. Se apoya en él. Diosito, gracias. Sopla el ponche y escucha, distante, el aullido de una ambulancia. Llega de pronto, desde la calle Sagárnaga, el traquido de un camión que sube hacia la calle Illampu. Y se sienten voces; bronco rumor que el viento entrevera con lejanos y secos estampidos de fusil. Lucas corre hasta un portal y se esconde. Solo su lazo, tosca rúbrica de su oficio, delata al ras del muro su presencia. El camión se detiene frente al puesto de la mujer.

¡A la Ceja del Alto!

Se oye un grito. A la Ceja del Alto, de donde desciende, por un intrincado laberinto de calles y callejuelas, el fragor del combate.

¡Ala Ceja del Alto!

¡Muera la Rosca!

Cruje, entre los gritos, la carrocería del camión, que reanuda su marcha atronando la noche. El ruido del motor se aleja hasta convertirse en un leve susurro. Lucas sale del portal. Ahora el cielo, sobre los límites del alba, se comba sobre la calle, como si se pudiera lamer su enjoyada luz.

Diosito. Gracias, Diosito. Se acerca al fuego. Tú me has visto.

Vio Diosito, desde los mil ojos de la noche, el cuerpo inmóvil del soldado. Vio a Lucas arrastrándose sobre el basural hacia su casita. Vio el momento en que Lucas retiró la gorra. Detrás de la gorra, como frente a un espejo, estaba el rostro del soldado. Y en esa breve eternidad, en que se vio, o creyó verse, reflejado en esos ojos, Diosito vio el terror de Lucas. Lo vio ponerse de pie y correr, escapar de ese encuentro. Diosito, solo él, puso esa gorra en su camino. Arrojó la gorra y corrió. No debió hacerlo. No, Diosito. Debió regresar y apagar esos ojos. Solo tú sabes, solo tú. Subió reptando por los muros, entre el aullido de las ambulancias, hasta la calle Murillo. Hurtando su presencia a las patrullas de civiles que recorrían la ciudad, llegó hasta la calle Sagárnaga, de umbral en umbral. Cuando se aprestaba a cruzar la calle Illampu, junto a la vendedora de ponches, resurgió el estruendo de la batalla. Iba hacia él, hacia Diosito. No importaba si la Iglesia del Gran Poder hubiese estado cerrada. Se arrodillaría bajo el pórtico y rezaría por el alma del soldadito; para que sea él quien le baje los párpados. La gorra, tú lo sabes, se quedó tirada ahí, sobre el basural. Tú me estás viendo. Tú.

—Qué estás hablando sólito, tata. Trai tu tacita, te voy a dar otro ponche.

Declina a lo lejos el rumor del combate.

Se ilumina una ventana.

Y otra.

Y otra.

Misteriosas ráfagas de música empiezan a esparcirse por las calles. El ponche baja, al fin, hasta los entumecidos pies de Lucas. Se va alejando la noche. Se ve aclarando en la secreta profundidad del cielo. Y se va iluminando porque alguien ha encendido una fogata en medio de la calzada. Baila el naciente fuego. Baila al son de una cueca que brota de un receptor instalado sobre el alféizar de una ventana. La mujer comienza a publicar su ponche dejando caer en la olla más y más chorros de blanca espuma. Se abren puertas. Rechinantes puertas que en un santiamén inundan la calle de enchalinados, emponchados y abrigados caballeros. Del corazón de Lucas se va el miedo, definitivamente. Se acerca a la fogata, donde una mujer reparte alcohol en copitas.

—Salud, compañero.

—Salud.

—Salud joven.

—Salud.

—Salud ¡Jesús! Cómo hiede este indio. Ten nomás el vasito, tata. Ándate más allicito, a esa gradita.

De improviso, un gigantesco tableteo saluda, desde el amoratado cordón de cerros que rodea la ciudad, la llegada del alba. La Revolución ha triunfado, y hacia los Obrajes, más allá de Calacoto, sobre un petrificado batallón de ánimas, surge el Illimani, erguida entre celajes la triple vela de sus cumbres.

¡Todo va ser nuestro! ¡Todo! Desde la gradita donde bebe su alcohol Lucas contempla la transformación de la calle. Ahora son varios los receptores que difunden, concertados en el dial, la misma música. Salen a flamear pañuelos. Se universaliza el redoble de la cueca. ¡Todo va a ser nuestro! Las casas, las tierras, las minas. La tenue luz del alba destaca los rasgos de la vendedora de ponches. Entre la suave niebla que sale de la olla, la mujer sonríe. Y siente Lucas que una profunda risa trepa hasta su pecho. Risa que no florece en sus labios, pero que empapa sus ojos. Lanza un minero un cachorro de dinamita que estalla en el aire. La formidable explosión astilla ventanales. Nadie se espanta. Crece, por el contrario, la alegría. Solo Lucas, que estaba a punto de reír, se asusta. ¡Diosito! Se persigna. Y a su corazón regresa el miedo, la oscura sensación de que ese júbilo no es el suyo. ¡Todo va a ser nuestro! Y piensa en los cultivos de la hacienda, allá en Huatajata, madurando entre pirkas de piedra. Pirkas que se levantan no solo para impedir el paso de las heladas; para que se sepa, para que todos sepan, que esos cultivos son ajenos. Piensa en los bien encarpados camiones que los choferes dejan, a veces, en la soledad de los caminos: su sola presencia irradia un vago temor. Piensa en los ladrillos nuevos, apilados sobre la calle en hileras uniformes: por mucho que no haya quien cuide de ellos, se sabe que tienen dueño. Y Lucas, dueño del basural, dueño de los objetos sin dueño, no alcanza a comprender cómo se producirá ese cambio. ¿Quién será el dueño, entonces? ¿Quién? ¿Esos caballeros bien abrigados y bien enchalinados que ahora, cuando la Revolución ha triunfado, bailan cueca en la calle? Lucas recuerda a los hombres que esa madrugada, reunidos en torno al brasero, subieron al camión y partieron a combatir a la Ceja del Alto. ¿Serán ellos los dueños? Desconfía. Desconfía desde atrás, desde sus antiguas hambres junto a la mazorca. Sin embargo, ese alborozo, los soldados que viocaminar con el brazo en alto, sin fusiles, las patrullas de obreros que ahora recorren la ciudad, traslucen una realidad distinta. ¡Todo va ser nuestro! Se alegra otra vez. Y desde el Puente Negro, desde el Gran Poder, llega un fragor de voces, un rumor que crece como una vasta marea. Lucas sale del umbral y ve asomarse, en la calle que se ensancha, un estandarte.

Bulliciosa calle Sagárnaga por la que Lucas desciende ahora, enrolado en una columna de manifestantes, por los trechos que el sol de la mañana ha comenzado a entibiar. Y cuando llega a San Francisco, desde cada una de las arterias que desembocan en esa enorme plaza, se descuelgan, en tempestuosos ríos, más y más hombres. Perdido en la multitud, vagamente asustado por la percusión de los cartuchos de dinamita, se une con débil voz al júbilo de la muchedumbre. ¡Muera la rosca! Y sus labios, como si estuvieran musitando una plegaria, repiten: muera.

Marcha junto a los muros, donde se puede advertir menos su presencia. Temeroso de una imprevista reanudación del combate, se demora en los portones. Decide por momentos regresar sobre sus pasos, pero la muchedumbre lo arrastra irrevocablemente hacia la Plaza de Armas; ahora, encajonada en la estrecha calle Comercio, se mueve con lentitud. Arrecia, en cambio, el vocerío. Lucas pierde el miedo y avanza también; pero cuando la manifestación entra en la Plaza Murillo, se refugia en el umbral de una puerta y escucha, aterrado, las salvas de fusilería.

La multitud, repletando la plaza, se ondula suavemente, como el oleaje de un lago. De pronto, se alza en coro. Un formidable coro que se prolonga en gritos y aplausos. Surge entonces, solitaria, una voz diferente. Una profunda voz que prevalece y organiza el coro.

El sol, clavado en el centro de la ciudad como un eje invisible, hace girar la plaza.

Se oyen nuevas voces. Gira la plaza, se ensancha y se desborda. La manifestación comienza a desconcentrarse. Lucas ve pasar sus restos, en raídas hilachas que ya no vociferan. La calle ostenta ahora, bajo el radiante fulgor, una extraña quietud.

Lucas deja el umbral y avanza hacia la plaza.

Destellan todavía, alejándose del Palacio de Gobierno, los cascos amarillos de algunos mineros. Y entra en la plaza, junto con miles y miles de palomas que retornan también, en fragoroso vuelo, a espigar vanamente sobre los adoquines.

Lucas contempla desde el umbral el paso de la gente y recobra, entre los últimos manifestantes, su perdida soledad.

Lucas se sienta en un banco de la Plaza Murillo para jugar, en silencio, su juego. Extrae de su chuspa un puñadito de hojas y acullica. Contempla la fachada del Palacio de Gobierno. De un largo ventanal, cuelga una bandera. Desplómanse en la luz las viejas casas. No hay un vidrio sano. Los saltados revoques, mordidos por la metralla, dejan al descubierto la memoria del adobe. El Palacio Legislativo está abierto de par en par. La catedral, con su torre única, juega en su imaginación como el campanario de una pequeña Iglesia, pastoreando la aldea. Y Lucas siente que esa plaza comienza a ser suya.

Gracias, Diosito, suspira.

Y desde esa plaza, ahora vacía y bruñida por el sol, se traslada en un lento vuelo hasta Huatajata. Y de Huatajata, por el sendero del Khehuiñal, hasta el lago Titicaca, hasta aquel día, eterno día, en que viocruzar navegando sobre el cielo, en perfecta formación, una bandada de chokas. La bandada se perdió en dirección de La Paz, donde estaba, Diosito, la Satusa, trabajando quién sabe dónde. La Satusa regresó, es cierto. Después de un año de ausencia regresó, pero ya no quiso bailar con él en la Fiesta de la Virgen.

Solo tú sabes, Diosito, solo tú.

Regresó la Satusa y se sentó al borde del camino, hila que hila, a la espera de un sargento que jamás llegó a buscarla. Pero no sería el sargento quien regrese a buscar a la Satusa. Sería él que ahora, sentado en esa plaza, que ya es suya, va por el camino de Huatajata con un fusil en alto, se acerca a la orgullosa imilla y le dice: ¡Soy yo, el Lucas! Tu sargento está muerto en el basural. ¡Este es su fusil! Y dos carabineros que se le han acercado en silencio, se materializan de pronto ante sus ojos y le ordenan despejar la plaza. «Es orden del Palacio», le dicen.

Y trota. Va de regreso por la calle Comercio, cruza otra vez la inmensa soledad de la plaza San Francisco, sube por la calle Sagárnaga y llega al Gran Poder, pero está cerrada la casa de Diosito. Se sienta bajo el pórtico, extrae de su chuspa las últimas hojas que le quedan y acullica. Mezcla el tiempo sus recuerdos. Detrás de cada calle, que mira con lentos ojos, está el sendero de las khehuiñas. Detrás de cada muro está el lago, espejeando azul en lo más profundo de su memoria. Y regresa al día en que llegó a La Paz y vio La Paz desde El Alto.

Lucas partió de Huatajata al atardecer y llegó a La Paz de noche. Desde El Alto, desde la carrocería del camión, viode improviso, reverberando en el fondo del valle, otro cielo. Y entre esos dos cielos se hundió Lucas hacia la noche estrellada donde había vivido la Satusa. El ruido del camión, descendiendo a la ciudad, arrulla su sueño. El camión se detiene. Lucas salta de la carrocería y ayuda, esa misma noche, a bajar la carga.

Desde su altar, en la Iglesia del Gran Poder, Diosito ve llegar a Lucas. Camina tímidamente, con el lazo al hombro. Se arrodilla. Se persigna y se encomienda a Diosito, porque solo Diosito podrá ampararlo en ese incierto laberinto al que ha llegado la noche anterior. Después de rezar, camina hacia un costado de la nave. Diosito sigue sus pasos, girando en el cuadro. Clava la ofrenda de una velita y camina hacia el lado opuesto. Diosito se desdobla y lo acompaña en sus pasos. Se persigna y sale del templo. Piensa en la Satusa: sentada al borde del camino. Acaricia su lazo. La Satusa se levanta y hace flamear al viento sus polleras. Destellan al sol sus negras trenzas.

Trota. Asume el desafío de las calles. Se mete sin miedo en ese amontonamiento de casas que se entreveran, chocan, muerden los cerros, otean abismos y se alzan, hacia el centro de la ciudad, en torres. Trota. Va en pos del destino. Pero se siente extraño, ajeno a esa realidad insólita. Piensa en la Satusa. Y al dar vuelta una esquina se encuentra, cara a cara, con el Illimani. Y tiene la sensación de que el Illimani, viejo tramposo, ha viajado con él desde el lago. Si, el Illimani, lo ha seguido hasta La Paz. Y ahora, sin nubes, viejo hermoso, preside la cuenca y asiste al desigual combate que empieza a librar con la ciudad. Acarrea agua. Descarga fruta. Palea cascajo. Traslada muebles. Saca basura. Trota. Y siente, por vez primera, que se le va la fuerza. Se sienta bajo un umbral y acullica. Juega al leve influjo de la coca su juego y regresa a Huatajata, donde está la Satusa, sentada al borde del camino.

«¡Qué estás haciendo aquí, tata. Es casa privada!»

Trota. Baja desde la fría luz de cada nuevo amanecer y se lo ve merodeando por los mercados, tras el humeante café, tras el api. Discurre entre hileras de camiones. Se hunde en sombríos zaguanes doblado en dos por el peso de un costal de papa. Cruza las frías madrugadas, muerto de hambre, con enormes canastos de pan en la espalda. Y al mediodía, de pie, al abrigo de un alero, come en silencio. Llega hasta el crepúsculo. Camina hacia la noche. Reaparece en el alba. Desciende hasta el cénit. Atraviesa el cansancio y busca gradas, altas aceras, bancos desiertos, muros a medio construir. Se sienta y vuelve a su juego.

«Tienes que circular, tata. Está prohibido sentarse aquí.

Trota. Va sobre tierra, sobre empedrado, sobre adoquines, sobre pavimento, día tras día, mes tras mes, año tras año. Diosito tiene ahora dos iglesias, y cuando llega la Fiesta del Gran Poder va Lucas, entre los bailarines, buscando el rostro de la Satusa. Trota. Y el tiempo, que es la calle por donde se desplaza, lo conduce, por uno de sus misteriosos pasadizos, hasta la Estación Central. Se sitúa en el último puesto de una hilera de hombres como él y llega, al fin, tras silenciosa espera, hasta la oscuridad de unas gafas que miden, desde un viejo mesón, su fuerza. Y empieza a trasladar, a partir de ese día, bolsas y bolsas de mineral, desde la plataforma de un camión que se repite hasta el infinito hasta la plataforma del tren. Al atardecer, cansado, se sienta en un banco de la Estación Central, juega su juego, está en los pastizales de Chúa pastoreando un rebaño, aparece la Satusa y se le acerca un guardia.

«Estos asientos son para el público, búscate otro sitio.

Trota. Y un día alguien invisible lo llama desde el aire. Se da vuelta y no hay nadie. Siente que algo toca sus hombros. Nadie hay y gruñe. Escupe. Ahora, ese alguien marcha con él y bate, en la profundidad del cielo, un tambor. Es como un pájaro. Si, como un pájaro que ha presentido su cansancio. Como un pájaro que se posa en sus hombros y marcha con él, impasible. Se va acostumbrando a su presencia. Se sienta y acullica. Mira, receloso, en las dos direcciones de la calle. Emerge del fondo una chola, un carabinero, un señor.  Se levanta y sigue su camino. El tambor va con él, gobernando sus pasos. Se acerca, poco a poco, a la evidencia del dolor. Y acepta, finalmente, que el dolor le duela. Se sienta y acullica.

“¡Fuera de aquí, indio bruto!»

Trota. Y el dolor está ya, definitivamente, dentro de él. Le duele y le gira una broca por los huesos y se le chorrea desde los hombros hasta la punta de los pies. Se sienta y acullica. Cuando se acerca al camión, alisa el lazo y se demora. Descarga la bolsa lentamente. Maldice. Escupe. Castiga su dolor levantando más y más bolsas. Llega el sábado. Regresa a la fila de cargadores y aguarda su turno. Desde sus impenetrables gafas, mide el patrón los restos de su fuerza y le dice que ya no vuelva el lunes. Que se busque otro trabajo.

Ahora Lucas, ya atardece, está en el andén de la Estación Central, sentado. Pasa y repasa entre sus dedos trémulos los viejos nudos de su cuerda. Varias veces la cebada amarilleó en los surcos y son innumerables las lunas que cruzaron por el cielo. Mete la mano, trémula araña entre harapos, y busca su otro dolor, el rastro ardiente de la cuerda que enrolla en el hombro mientras descansa. Está ahí, en su sitio, y corresponde al esfuerzo que realiza para trasladar las bolsas de mineral desde la plataforma del camión hasta la plataforma del tren. Cuando Lucas apareció en el andén, espectro con hambre, vino ya acompañado de ese dolor. Podría decirse que este es un dolor antiguo, un dolor que arranca de los lejanos crepúsculos de la montaña y se prolonga hasta los callejones de hoy. Sentado en el andén, Lucas se siente atrapado. Acorralado entre sus dos dolores: los lejanos días del campo que se resumen en la huella ardiente que cruza su pecho y el lazo que vino con él, trenzado en la remota hacienda. Y el dolor nuevo, que se le ha estirado y lo ata ahora con invisibles garfios a las bolsas de mineral, al camión y al tren. Son como dos muros paralelos, entre los cuales Lucas devino ebrio hasta esta infinita desolación que junta en un solo dolor sus dos dolores. Entonces Lucas se levanta. Su dolor se levanta. Y trepan juntos la tarde hasta la noche, hasta el alcohol, en una pobre tienda que alumbra con luz débil la calle. Deja una moneda y el aguardiente corre. Llena el vasito de lata para que el dolor se vaya. Y el dolor se va. Otra moneda y el chorlito de aguardiente para que el lazo se esfume. Pero el lazo no se esfuma y permanece enrollado en su hombro. Lo que al siguiente día se ve, como un perro muerto tirado sobre el piso, no es Lucas. Es el dolor. Basta verlo.

Basta si ver, en la difusa claridad del alba, emerger su cuerpo hacia el día. Bajar de sus labios un verdinegro hilo de espuma que se encharca, entre moscas, sobre el piso del callejón. Abrir los ojos. Y ver cómo el sol cauteriza sus retinas, tintas en sangre, con dos fulgurantes rayos. Recostarse en la pared. Recostarse, exactamente, sobre el tibio sol de la pared. Erguirse con lentitud, como levantando un invisible saco de papas. Y descender, por último, en una deshilvanada marcha, camino de la vida.

Y entonces el Illimani, viejo astuto y tramposo, se ríe. Con su millón de dientes, con su millón de cueros de oveja, con su millón de quijadas de burro se ríe y Lucas, ebrio de luz, llega al basural y construye, apilando piedras, una casita.

Acullica.

Se deja llevar, tiempo arriba, por el rumor del Choqueyapu y sabe que ahora nadie, nadie espantará sus sueños; porque esta vez, Lucas, pies descalzos, ha llegado desde Huatajata, desde la tierra que no tuvo, al sitio que Diosito le asignó en el mundo.

Amanece.

Se escucha el ruido de un camión que se aleja. Lucas mira hacia el camino que corona el barranco. Cuando la última volqueta deja caer su carga de basura, empieza su cosecha. Botellas y mueve los labios: Diosito, gracias Diosito; porque las botellas, si están intactas, son fáciles de vender. Envases de lata y, si no están corroídos, se alegra; porque regresarán, transformados en jarros y cafeteras, de las hojalaterías de la calle Murillo. Viejas tablas, y analiza juiciosamente su incierta utilidad en las carpinterías del cementerio. De pronto, se interna resueltamente en el basural: ha percibido el destello de un espejo. Y sabe Lucas que los espejos, por rotos que estén, renacen como ojos en las máscaras de carnaval. Acumula bajo un plástico cuanto papel encuentra y venderá más adelante a la Fábrica de Cartón. Nada escapa al juicio de sus ojos. Todo, sabe, regresa en el tiempo. Trapos, tuercas, tornillos. Se sienta en la entrada de su casita y acullica. Debe resolver qué objetos llevará hoy al Thanta Khatu. Porque si todo regresa en el tiempo, ese regreso está condicionado por misteriosas circunstancias que están más allá de su control. Debe elegir bien. Si se equivoca, la consecuencia es el hambre.

Duda.

El Illimani es un viejo tramposo. Tramposo y ladino. Fuma nieblas el viejo. Se saca las nieblas. No estaba fumando, te dice. Estaba, simplemente, soñando. Aquí, te señala, arrancándose un hilo del poncho, y hace sonar bajo sus dientes una zampona. Aquí, relumbra. Miras. Solo era el sol reflejándose en sus rocas. Aquí, bate un tambor. Escuchas. Solo era nieve desplomándose por sus laderas. No le creas al viejo. Como un poncho raído se saca las nieblas y regresa inocente, viejo niño, al principio del mundo. Tarde, demasiado tarde te das cuenta que el viejo estaba ahí jugando con tus ojos, y a sus pies tendidas, chupando sol, sus mantas.

—Mama, tengo botellitas.

—A ver, tata —Los expertos ojos de la mujer escudriñan el más leve desportillo—. Ésta está rota. Y ésta también. Fijáte, tata. Cuánto pides.

Lucas se derrumba. Iba a pedir ocho y baja el precio a la mitad:

—Cuatro pesos.

—Un peso te voy a dar.

—Dos dame, siquiera.

—Está bien, tata. Vas a traer espejitos.

—Te los voy a traer, mama.

Nieblas y nieblas.

Así, alerta al viento, que de pronto gira en remolinos esparciendo la basura; al sol, que en los días sin nubes se posa sobre el barranco como un arco iris maloliente; o al monótono descenso de las lluvias, Lucas transcurre en paz sus días. Por las noches, con sus últimos centavos, busca aguardiente. Y como los dos pesos se le acaban pronto, discute en su tenue embriaguez con la mujer del Thanta Khatu: cuatro pesos te he dicho mama y dos nomás me has dado. Se hunde en los monólogos de la tristeza y regresa al basural. Acullica entre las sombras de su casita. Baila con la Satusa, antes de su viaje a La Paz. Se arrulla con el chapoteo de los remos de su padre, lago adentro en busca de bogas. Ve bajar del cielo, como una lluvia de sombrillas, miles y miles de garzas. Y le pide a Diosito que no llueva. Que haga un buen sol y que le mande, si puede, espejitos.

Nieblas y nieblas.

Tú, en tu casita, durmiendo. Y el viejo, bajo su poncho de estrellas, soñando. Tú, lejos del mundo, hundiéndote en la noche. Y de repente, saca el viejo sus bombos. Saca también sus zampoñas. Rompe el cuero y te anuncia:

Mañana, Lucas, llevaré mis rebaños hasta el basural y dejaré a tu cuidado mi vicuña de oro.

Mañana, tenderé bajo el sol mis mantas. Llévate las que quieras. Las que tú quieras, Lucas.

Mañana, Lucas, voy a estrenar un huayño. Un huayño que he compuesto para ti, para que lo bailes tú, Lucas, en la Fiesta de la Virgen, con la Satusa.

Y sopla el viejo sus zamponas. Su millón de zampoñas bajo su millón de dientes. Baila la Satusa en tu sueño como un tronco multicolor. Te despiertas. Sales de tu casita y no está el viejo. Solo nieblas. Nieblas y nieblas. Viejo bandido que se fue, seguro, a los Yungas mientras dormías y ahora, viejo bailarín, está haciendo girar su poto de piedra con los morenos. Ya saldrá Diosito, ya saldrá.

Ya son dos días, viejo fiestero, y tienes que volver. Sales de tu casita y no está el viejo. Solo nieblas. Ya son tres días, viejo borracho que ahora, terminada la fiesta, se ha puesto a llorar y está furioso. Está de regreso de su farra porque se alumbra por detrás, desde los montes, con relámpagos. Está llorando también, pero no le creas. Llora y llora. Sales de tu casita y ahí está el viejo, pavoneándose bajo el sol, ensombrerado de nubes. Y el que lloraba eras tú. Tú por creer en sus promesas.

¡Viejo mañudo!

Y ya el viejo, sin que lo hayas advertido, se ha sacado el sombrero. Ya lo ha lanzado a la inmensidad. Ya su sombrero ha vuelto a ser lo que era antes: sucia lana de oveja escarmenada por el viento. Ya te está mirando con su gran ojo de fuego. Ahora, si, vas a ajustar cuentas con él. Vas a enfrentarlo cara a cara y le vas a decir lo que piensas. Ahora sí, pero ya no está el ojo. Ya se ha hecho pleno día y no puedes verlo. Solo entonces recuerdas que ese ojo escarlata era, en realidad, el ojo de un cóndor. Por ver el ojo, no viste sus azules y anchas alas recostadas sobre sus hombros de nieve Remontó el vuelo en el preciso instante en que ibas a descubrir su secreto. Y en el horizonte solo está el viejo, fumando nieblas y nieblas, preparándote más trampas y haciéndote ver, en lo que ves, lo que no debes ver.

Lucas mira hacia el basural. Mira hacia el camino. Mira hacia los lados. Y lo que ve en el basural le obliga, otra vez, a escudriñar el contorno. Piensa, tal es su desconcierto, en escapar. Escapar río arriba hacia los laberintos de la ciudad; pero ese basural, ese basural sobre el que ha construido su casita, es todo lo que tiene. Y se queda.

Mira hacia los lados. Avanza entre los escombros a contemplar de cerca la sorpresiva y extraña imagen que el sol, ojo del viejo, trama en silencio ante sus ojos.

Son cajones.

Cajones que han amanecido sobre el basural. Cajones nuevos. Algunos se han roto al caer y muestran por sus roturas, destellantes envases. Tienen por fuera un dibujo, una forma alongada que remata en punta, que recuerda haber visto en algún sitio. No es posible, en efecto, que se trate de simple basura, pero tampoco puede explicarse por qué han sido arrojados allí. Deduce que tantos cajones, repletos de latas, tienen que tener, necesariamente, dueño. Y se queda en medio del basural, que el sol quiebra en planos de claridad y sombra, a la espera (tiene la seguridad de que ello sucederá en cualquier momento) de la llegada de los dueños. Y si los dueños llegan y lo encuentran en medio de los cajones, lo acusarán de robo.

Lucas mira hacia el camino y piensa, una vez más, en escapar. Pero el basural es suyo, suyo. Nadie jamás, desde el día en que arribó a él, le ha disputado ese territorio. Sale del basural y se sienta en la entrada de su casita. Acullica. No hay prisa para él. Piensa que el área de su casita, porque en ella vive, es sagrada. Piensa que si los dueños lo encuentran a una prudente distancia del basural no se enfadarán con él y hasta es posible, Diosito, que le gratifiquen por haber cuidado, gracias, de su propiedad.

Y lame el sol, que ya crece, los cajones. Destaca sus aristas. Fulgura en las letras rojas que están impresas en sus costados. Destella en las latas que se ven por sus huecos. Y con el sol que crece, crecen también sus viejas hambres. Le preocupa aquella forma oval que ha visto antes en algún sitio. Remata en punta y comienza en dos aletas abiertas y triangulares. La resonancia del río se hace más honda. Ahora sí lo sabe. Una súbita secreción de saliva ablanda su coca. Los cajones se esparcen desde la parte superior del barranco hasta el mismo río. No. No pueden ser basura. Pero están ahí, sobre la basura, en completo desorden, como si fueran, también, basura.

Y refrena un creciente impulso de ir hacia el basural y comer una sola, una sola latita, de las miles de latas de sardinas que están ahí frente a sus ojos, al alcance de sus manos.

Ya vendrán los dueños, ya vendrán.

Y ahora el sol, atornillado en mitad del cielo, reaviva su hambre. Lentamente, sigilosamente, Lucas siente que los cajones se van volviendo suyos, como todo lo que hay allí. Sabe que los dueños vendrán y escupe el bolón de coca. Forma otro nuevo, seleccionando, una tras otra, las mejores hojas de su chuspa. Nadie llega, sin embargo. Se ahonda el rumor del río. Y piensa, por vez primera, cuando el sol declina del cénit hacia la tarde, que tal vez los dueños no lleguen.

Se levanta.

Mira hacia el camino. Mira hacia los lados.

Camina hasta el basural y extrae de uno de los cajones rotos una lata. La examina atentamente. Deposita la lata en el piso, como si la hubiera recogido de allí. Va hasta la orilla del río y busca una piedra, una piedra filuda. Deshace uno de los cajones y hace rodar las latas barranco abajo, hacia el río, como si el cajón se hubiese roto accidentalmente. Alza dos latas. Se dirige a su casita. Entra en ella. Retira la vieja arpillera que cubre el piso. Cava un hueco. Deposita en él las dos latas. Rellena el hueco. Extiende la arpillera. Regresa al basural. Y ahora casi, casi está seguro de que no llegarán los dueños.

O, quien sabe, Diosito, esos cajones no tienen dueño, y por eso están ahí, sobre el basural, como basura. Y son, por consiguiente, suyos.

Ya ha atardecido y el sol desciende hacia el crepúsculo. Sentado en la puerta de su casita, Lucas come sus sardinas. Solo deja de comer cuando se le aproxima algún perro y lo mira con delirante ansiedad en demanda de una parte del botín. Lo espanta arrojándole una piedra. Sobre el basural, los cajones se alargan proyectándose en una angulosa perspectiva de sombras triangulares. El estruendo del Choqueyapu apaga cualquier ruido extraño.

Mientras come, Lucas acuña otros argumentos para su defensa: en el tambo suele acarrear agua para las vendedoras de comida; éstas, en justa retribución, le dan un plato de comida gratis. Cuando ayuda a descargar naranja de los camiones, se gana el derecho de comer algunas de ellas. Es verdad que ahora no había llegado a ningún trato con los dueños de las sardinas, pero él no era responsable de tal omisión, puesto que los esperó la mañana entera y no llegaron. Había soportado el ardor del mediodía, y tampoco llegaron. Por último, Lucas estaba en su territorio y todo cuanto había en ese territorio era de él.  Naturalmente, los cajones habían pasado a ser suyos. Eran suyos y de nadie más. Tú me estás viendo, Diosito, me estás viendo.

— ¡Tata! ¡Qué estás comiendo! ¡Veneno es, tata!

Aletargado por el fluyente rumor del agua, Lucas no había advertido la llegada de los carabineros. El oficial que está frente a él le ordena vomitar.

— ¡Arroja, tata!  ¡Veneno has comido!

Lucas se arrodilla.

—Una latita nomás he comido. Perdón, niñito. Perdón tatita.

Los carabineros, con sus fusiles en alto, toman posesión de las salientes del barranco. Y esta imagen, de extraordinaria intensidad, le hace comprender a Lucas su osadía, su tremenda osadía.

¡Una latita nomás he comido! ¡Una latita nomás he comido! Repite Lucas mientras dos carabineros lo conducen a rastras, barranco arriba, hasta el camino. Lo meten a empellones en un coche celular. Parte el automóvil haciendo resonar su sirena. Atraviesa el parque infantil de Miraflores. Llega, por una avenida arbolada, hasta un edificio blanco. Se detiene. Lucas baja del coche. Intenta arrodillarse, pero los carabineros le ordenan ingresar en el edificio. Cruza una puerta de hierro. Un hombre de gorra y mandil lo conduce ahora por un largo pasillo hasta una habitación de resplandecientes paredes azules. Cuando entra, siente que las paredes se desplazan, pero ahora regresan a su lugar. El hombre de gorra y mandil comienza a desnudarlo. Lucas cae de rodillas. Me van a matar, piensa. Se tiende sobre el piso, boca arriba. Del cielo raso, hondo y blanco, comienza descender, de pronto, una lluvia helada. Trata de incorporarse. Siente un vago deseo de dormir; de caer en la oscuridad del sueño y permanecer para siempre en esa oscuridad. Se derrumba con suavidad, como un pájaro de trapo. Recobra momentáneamente la lucidez. Se desmaya y regresa a la noche en que sintió, dormido en su casita, el viento.

No. No era el viento… El viento silba y permanece Y este viento llegó, hizo volar un cartón del techo y dejó al descubierto el cielo, morado a esa hora del amanecer. Se perdió tronando río abajo por el zanjón del Choqueyapu y reapareció en la otra punta de la ciudad. Habrá sido entonces —se explica Lucas en la oscuridad de su casita, un relámpago. Y escudriña por el hueco del techo el firmamento: las estrellas resplandecen con quieta luz. Y cuando sopla el viento entre relámpagos no se ve el cielo. Los relámpagos corren sobre las nubes desatando la lluvia. Y este relámpago, si lo era, se arrastró por el río hacia Obrajes. Renació, en su imaginación, en Churubamba.

Habrá sido un temblor. Eso habrá sido, Diosito. Y recuerda el día en que tembló Huatajata.

Estaba Lucas en el sendero del khehuiñal y cantó el gallo. Poco antes sintió llegar, como una gran recua de mulas trotando al revés del suelo, un vasto ruido. Luego, la tierra se onduló, como el lago. El lago se retiró hacia atrás y dejó al aire sus totorales. Se levantó del campo una generalizada polvareda y se cubrió el horizonte.

Eso era, Diosito. Eso era: un temblor

Retira el tablón que cierra la entrada de su casita. Sale afuera. Nada, aparentemente, ha turbado el orden del basural. La noche, rodeada en la distancia por el aullido coral de los perros, es una copa de silencio. Siente un rumor de voces. Sobre el camino, en la parte superior del barranco, hay soldados. Se destacan, en la claridad del alba, sus gorras y sus fusiles.   ¡Diosito! Empieza a correr.  Le llega una voz de alto y cerca, muy cerca de él, resuena un estampido. Busca su ausente lazo. Un segundo estampido cruza silbando por sus piernas y se pierde en la resonancia del río. Lucas alcanza la boca de una alcantarilla que escurre sus aguas en el Choqueyapu. Se mete por ella, afirmándose en pies y manos. Avanza algunos metros. De pronto, la alcantarilla, bloqueada por rejas, cancela su fuga.

¡Diosito! ¡Me van a matar, Diosito! Sacude furiosamente los barrotes.

Cuando comprende la inutilidad de su esfuerzo, gira cuidadosamente y se arrodilla, la cabeza gacha. Teme mirar hacia la boca del tubo. Se persigna. Aguarda entre rezos la aparición de los soldados. En contraste con la oscuridad que reina dentro, la entrada de la alcantarilla se recorta ahora en un círculo de creciente luz: Ya amanece. Ya se puede ver, discurriendo apaciblemente entre las piedras del río, un hilo de agua. Diosito, gracias. Y él hilo de agua chispea con el sol.

Bombos. Lejanos bombos. Inmensos bombos se aproximan desde la misteriosa profundidad del alba.

Por el sendero de las khehuiñas, Lucas llegó hasta la orilla del lago.

Bombos y fuegos de artificio, como una comparsa de morenos acercándose a la Iglesia del Gran Poder.

Lucas disparó su honda.

Bombos.

Una bandada de palomas voló desde el embarcadero de balsas.

Bombos.

La bandada de palomas se refugió en la copa de un eucalipto.

Y ya no le es posible a Lucas escapar de la realidad. Bombos: dinamita. Fuegos de artificio: ametralladoras. Secos estampidos: fusiles.

¡Diosito, Jesús! ¡Qué está pasando! Se persigna en la oscuridad del tubo. Clava sus ojos en el hilo de agua. Girando entre los bombos, rechinantes matracas de hierro irrumpen bruscamente en las calles.

Ajeno al drama, el hilo de agua sigue su interminable curso entre las piedras.

Los abanicos del fragor se abren ahora sobre toda la ciudad. Resonantes aluviones de roca desplómanse de los cerros. Burbujas de silencio, apenas perceptibles en medio del estrépito, se llenan de inmediato de ruido. Chirriantes y largos silbidos, en la penumbra del tubo, Lucas repite en español viejas oraciones aprendidas en Huatajata. Nombre Padre, nombre Hijo, nombre Espíritu Santo. Se persigna.

El estruendo se ha condensado en un chirrido único que el Choqueyapu chupa de la ciudad y proyecta hacia el Illimani. Retumba, de improviso, un descomunal redoble que baja por el río, se mete en la alcantarilla y sale de ella como un tren de carga atravesando un túnel. Sobreviene una extraordinaria quietud. La ausencia del fragor resulta, sin embargo, más aterradora. Resplandece el hilo de agua. ¡Bombos! ¡Súbitos bombos! ¡Repentinas matracas! ¡Raudos silbidos! Del momentáneo silencio regresa el estrépito. El redoblar monstruoso acompasa el combate.

Inútil, el hilo de agua destella bajo un sol que empieza a perder brillo y se hacen más hondos los pozos del silencio.

Algo así como una lluvia de cascajo cae sobre el basural, resonando en cartones y latas. ¡Súbitas ráfagas de metralla brotan de los dos lados del río! Lucas recuerda a los soldados que, esa misma madrugada, intentaron matarlo. Y escucha, o cree escuchar, en medio del tableteo, voces y gritos. Comprende que la batalla ha llegado a su territorio. Desde su puesto, en la alcantarilla, se incorpora a la lucha: ¡Mierdas! ¡Mierdas! Masculla. Hace girar su honda. Lanza piedras. Escupe. Un rechinante silbido baja desde el cielo y culmina en una honda explosión. Piensa en los soldados. Se escuchan todavía decrecientes disparos de fusil. Poco a poco, la calma regresa al basural.

Ya atardece. Solo una débil franja de sol persevera sobre la parte superior del círculo. El hilo de agua repta entre sombras. Se aleja el combate. Se va hacia los cerros. Más lejos aún, hacia el altiplano, hacia Huatajata, donde está Lucas, parado en el sendero de las khehuiñas. Dispara su honda; la bandada de palomas vuela de la copa del eucalipto y se pierde en el azul del cielo.

Lucas regresa de la alcantarilla. Avanza un trecho. Se detiene y escucha. Cuando constata que efectivamente ha cesado el combate, avanza un nuevo trecho. Espera otra vez. Está ahora a punto de salir. Indaga en la oscuridad. Sale. Se tiende sobre el piso. Mira hacia el camino. Se arrastra, procurando no hacer ruido. La noche, clara, le permite distinguir el techo de su casita. Sigue avanzando, siempre a rastras. Sube ahora por el basural. Alarga una mano y descubre, esa es la impresión que tiene, un zapato. Intenta moverlo, pero el zapato no responde a su esfuerzo. Estira el brazo. Sus dedos corren sobre la caña de una bota. Retira la mano. Levanta cuidadosamente la cabeza. Reconoce la vaga silueta de un soldado que yace sobre el basural. Se asusta. Permanece inmóvil. Este es, —piensa—, el soldado que intentó matarme. Le aterra la posibilidad de que el soldado esté vivo. Solitarios y distantes disparos de fusil parecen encender las estrellas. El soleado no da el menor indicio de vida. Lucas, sin embargo, no se levanta. Tras larga espera, se arrastra otra vez. Va su cuerpo paralelo al cuerpo del soldado. Encuentra ahora una gorra. Coge la gorra y descubre, frente a sus ojos, los ojos del soldado. Arroja la gorra. Se pone de pie y escapa. Los muertos ojos del soldado lo han visto. Lo han visto. Corre hasta su casita. Entra y sale de ella, con su lazo y su chuspa. Piensa, mientras corre, que debe volver y cerrar los ojos del muerto. Llega hasta el camino, sin volver la mirada. El temible poder de los muertos lo persigue. El aullido de una ambulancia electriza la noche.

Abre los ojos.

Ahí están sus manos, apoyadas en la nieve de las sábanas, como dos símbolos de la realidad. Y el sol sobre los mosaicos, revelando la trama de sus cédulas de color. Se ve a través de una ventana la copa de un árbol. Y más allá cables corriendo sobre un tejado rojo; un poste de luz y el cielo, azul, radiante. Las paredes, de un simple verde acuoso, parecen transportarlo, en un juego de luces, por el lago. Lucas se siente navegar. Trata de incorporarse y sus codos se hunden en un suave espesor.

Tiene sed.

Junto a su lecho, en una mesita blanca, hay una jarra con agua. Un rayo de sol que atraviesa el vidrio de la jarra se cristaliza sobre el muro en un prisma de luz. El agua de la jarra es definitivamente un agua inasible. Un agua que aviva su sed, es cierto, pero que al mismo tiempo se le antoja distante, como todas las cosas que están ahí. Aspira con fuerza. El aire, levemente impregnado de alcohol, llega hasta sus pulmones como un viento frío. Expulsa el aire pausadamente, cortando el hálito. Retira las manos de las sábanas, temeroso de mancharlas con su agrietada oscuridad. Solo el árbol, que se mueve en la ventana, y el techo de tejas sobre el cual acaba de posarse una paloma lo sitúan en una realidad que, sin embargo, no puede ser, no debe ser real.

¡Diosito, dónde estoy, Diosito! Dónde.

Lucas busca en la habitación su lazo. Recuerda al hombre de gorra y mandil. Vuelve a poner las manos sobre las sábanas. Y regresan a su memoria la sirena del automóvil, el portón de hierro y la habitación azul donde el hombre de gorra y mandil lo desnudó y empujó a una lluvia helada. ¡Las sardinas! Las sardinas que se comió en el basural. Las sardinas que ingenuamente pensó que eran suyas, solo porque alguien, tal vez un ladrón, las arrojó por la noche en su territorio. Escondió dos latas en su casita. Solo dos latas, Diosito. Teme que esas dos latas hubieran sido descubiertas, su casita desmantelada y ahora, cuando salga de aquí, de esta casa, no tendrá dónde ir.

¿Dónde estoy? No puede explicarse porqué amaneció sobre esa cama que se hunde bajo su cuerpo. Vuela del techo la paloma y se pregunta por qué esa ventana carece de barrotes. No hay ningún ruido ni voces que pudieran indicar la presencia de carabineros. No está, por lo tanto, en la policía. El hombre de gorra y mandil le había dicho: «No tengas miedo, tata, nada te vamos a hacer», cuando empezó a despojarlo de su ropa.

¡Diosito, dónde estoy, Diosito! Dónde.

Vio Diosito crecer la ciudad. Vio el río cuando el río, en el principio del mundo, corría entre las piedras como un manso arroyuelo. Sobre los pastizales, que bajaban de los cerros en suaves mantos de luz, convivían en paz hombres y bestias. Fue entonces cuando el viento estrenó en un risco del Illimani su primer huayño. Vio el plateado relumbre de las vetas. Vio al hombre cazar y tomar del río el pez que necesitaba. Tiempo sin tiempo que en la memoria de Diosito es apenas un destello, vio al río entretejer, bajo la arena, un tapiz de oro. (¿Estaba ya en sus previsiones la imagen del basural?). Vio a Lucas levantar pirkas, trenzar paja, domesticar torrentes, construir terrazas. Testigo de ese afanoso quehacer fue el ojo ausente de la chinchilla. ¿Qué dulces coloquios, qué temibles augurios, qué amores, qué guerras no habrá contemplado, desde su inmensa soledad, Diosito? Partícula a partícula, el oro fue deslizándose por los granos de la arena. Y allí permaneció, escondido; porque de allí habría de regresar en cálices, copones, custodias y crucifijos.

Sobre el borde azul del altiplano se recortó el perfil del primer jinete. Dio un respingo el Illimani. Viejo dormilón que había asistido indiferente a las invisibles transformaciones del valle, dio un respingo. Rajó sus bóvedas de cobalto. Descendió la caravana. Y no la sangre de juegos celebrados en honor de la vida, la sangre de la ambición sin límites tiñó el Choqueyapu. Cayó la pirka. Voló el techo. La milenaria aldea se transformó en villa. Villa de villanos. Y nació la ciudad. Torcido el acueducto, el agua no empapó más la siembra. Cambió de oficio y aprendió a decantar el oro. La torre de la Iglesia instituyó el imperio del tañido. Creció el hambre. Apareció la horca. Y del yunga, que el viejo escondió celosamente, vino la magia de la coca. La papa se hizo coca. El maíz coca. La quinua coca. El targüi coca. Y un día cualquiera, en la esquina más pobre del caserío, apareció una indiecita frente a un tendido multicolor. Sobre el tendido, diez papas, como diez nacientes puños, anunciaron el advenimiento del nuevo oficio de la ciudad.

Vio Diosito agotarse el oro y surgir del horizonte caravanas de arrieros que hicieron de La Paz su pascana, punto de cruce entre Lima y Potosí. La chata dimensión del adobe mordía ya los cerros y Lucas había esculpido en la fachada de San Francisco la imagen del sol. El rencor, como espuma, se iba hacia los bordes de la ciudad. Retumbó el arcabuz contra el arcabucero y, por un instante, sin nubes, heroico, relumbró el viejo. Pronto, sin embargo, la libertad, como prestada lámpara traída al solo efecto de anunciar la parodia, se fue de las calles. Y aquí, mi general, aquí, mi coronel, no cambió nada, salvo el amo. Crece la sombra en nuevos y más largos zaguanes, el poderío en piedra labrada y aparece al fin del empedrado, finisecular y pomposo, el adoquín.

Nace el nuevo siglo.

Calle trotona que repica el paso de carruajes cada vez más ostentosos, vuela el tafetán sobre el olor del estiércol. Titila, en su primer cielo, la luz del alumbrado. Sustenta el basalto sus primeras torres. Diosito tiene ya una catedral entre cuyas naves, todavía no concluidas, duerme Lucas. ¿Y el río? Fluye entre muros, turbio y rencoroso. Corre bajo edificios y en los días de tormenta, como un corcel encabritado, intenta romper las tapas de las alcantarillas y rescatar su antiguo valle. Cumple el hambre cuatro siglos. Sopla La Paz sus primeras cuatro velitas. Y de sus intrincados parapetos, entrelazados sobre su arrogancia como una corona de fuego, desciende la insurrección. Asalta la multitud comisarías, captura arsenales y establece un nuevo orden. ¿Vio Diosito a Lucas combatiendo en la oscuridad de la alcantarilla? Pero la ciudad es ya un monstruo cibernético, ajena al destino común. Sigue creciendo. La arenga se vuelve impostura; el sueño, frustración. Se les hace creer a los Lucas que son libres. Que, al fin, son libres. Y sobre esa vana ilusión nacen los rascacielos. Van los harapientos en ojotas y la autopista se llena de automóviles. Parpadea el neón sobre el harapo. Todo está en venta. La misma ciudad es ahora un colosal tendido donde se vende todo: el aire, la sopa, la luz, el ministro, el color de la retama, la guaripolera en el desfile escolar, la botella usada. Lucas, dueño de los objetos sin dueño, tiene su propio bazar de desperdicios. Todo está en venta y nada es propio. Un vago olor a narcótico empieza a brotar de la ciudad y se expande por todo el planeta. Lucas acullica y el jetset sorbe clorhidrato. Al fondo, entre nieblas, celebra el viejo el sarcasmo.

Y vio Diosito llegar entre las sombras, al filo de la madrugada, como un lento escarabajo, a un camión que se detiene al borde del basural de Lucas. Arroja en medio de su sueño su mortal detritus. Y vio, al siguiente día, la sorpresa de un ejecutivo que rezonga:

¡Imbéciles; yo les dije que destruyeran ese cargamento, no que lo arrojaran al río! Pero destrucción y río son, para entonces, en la conciencia de la ciudad, la misma palabra. Saltan los carabineros, se posesionan de las salientes del barranco y encuentran a un pobre aparapita que come en paz unas sardinas. Y vio después los bien urdidos recuadros del Departamento de Relaciones Públicas de la Empresa que ha decidido, en un golpe publicitario, salvar su imagen indemnizando a Lucas. La empresa aportará el dinero y Lucas su cara feliz de indio pobre.

Dónde estoy, Diosito. Dónde.

Suena la cerradura y se abre una puerta. Lucas cierra los ojos; pero su intento de fugar hacia la apariencia del sueño resulta inútil. La luz del sol se filtra por sus párpados. Abre los ojos y ve, sobre su rostro, el rostro de una mujer que lo mira apaciblemente. La mujer le habla. Lucas no entiende lo que le dice. Entonces, la mujer sonríe. Lucas mira hacia la jarra de agua. La mujer interpreta el gesto; le sirve un vaso. Le ayuda a incorporarse en la cama. Lucas bebe largamente. Es un agua dulce, limpia. La mujer viste de blanco. Sale de la habitación. Ahora Lucas está seguro de que esa habitación con mosaicos, esas paredes que lo regresan a las navegaciones de la pesca, esa ventana que deja ver el cielo, son parte de una realidad diferente. No está, en efecto, en la policía. Cuando los carabineros lo sorprendieron en el basural, no lo habían golpeado. Tal vez, piensa, los dueños de las sardinas, que ya habrían contado sus cajones, comprendieron que no había hecho otra cosa que resguardar su propiedad. Agradecidos, lo llevaron a esa casa, dejaron que durmiera en esa cama y ahora, probablemente, vendrán a buscarlo.

Se abre la puerta y entra el hombre de gorra y mandil, con un paquete en la mano.

—Tata, te tienes que vestir. Aquí está tu ropita. Tu otra ropita la hemos quemado. — Pone el paquete en la cama, despliega una ancha sonrisa, arruga los párpados y baja la voz. — Unos caballeros te han venido a recoger.

Y, mientras se viste, cubriéndose el torso con una camisa cuyas mangas aprisionan sus manos, ciñéndose el pantalón con la corbata, calzando sus pies con zapatos, Lucas está convencido de que esa casa, esa casa tan hermosa, es, por supuesto (¿Cómo no lo había pensado antes?), la casa de los dueños de las sardinas. Sin embargo, detrás de esos extraordinarios hechos que le había tocado vivir: el espectacular despliegue de los carabineros; su despertar en esa cama, suave como las nubes, había algo extraño. Lo bañaron, lo vistieron y ahora, el hombre de gorra y mandil lo conduce hasta la calle, donde lo espera un automóvil.

Qué ha pasado, pues, Diosito, dime.

Escoltado por verdes árboles, avanza el automóvil por una soleada avenida. La gente, en las aceras, se mueve sin prisa. En las ventanillas, los edificios parecen desplazarse a mayor velocidad. Lucas tiene la sensación de que su vida ingresa también en una dimensión diferente. El hombre que conduce el automóvil, un hombre de rostro oscuro, de un vago rostro familiar, maneja en silencio. Lucas piensa en el basural; en el extraño aluvión de cajones que amanecieron sobre él; en las dos latas que escondió en su casita. Comió una, una sola latita de las miles de latas de sardina que se encontraban allí. ¡Qué zonzo soy! Se ríe de sí mismo. Y se compadece. ¡Pobrecito! ¡Pobrecito! Y se inunda de gratitud. Al subir al automóvil, ese silencioso hombre, vestido como los caballeros, le había dicho susurrante en el oído: «No tengas miedo, tata. Te van a regalar platita. Eso nomás te va a pasar». Y el automóvil se detiene frente al pórtico de un enorme edificio.

Relumbrante salón revestido de mármol. Espejeante y negro mármol que se alza hasta un artesonado del cual pende, como un racimo, una lámpara de bronce y cristal. Es el hall del edificio de la empresa. Cuando Lucas ingresa en él, precedido por el hombre que lo acompañó en el automóvil, siente miedo. En contraste con la oscuridad de los muros, blancos escalones se proyectan hacia el fondo, en una larga perspectiva que conduce hasta una puerta inmensa, como la puerta de una iglesia. Rechina la puerta al abrirse. Temeroso de resbalar en la flamante superficie de sus zapatos. Lucas entra por ella. Un largo pasillo, iluminado desde el cielo raso por una sucesión de lunas rectangulares, se perfila ante sus ojos. Desde las paredes, severas imágenes de hombres que jamás había conocido, siguen sus pasos hasta otra puerta que se abre también y lo deja ante un vasto salón, atravesado por una mesa. El vago temor de estar profanando un templo se acrecienta en la conciencia de Lucas. Junto a la mesa están algunos jóvenes. El hombre de rostro oscuro le ordena entrar en el salón. Lucas avanza y se detiene. Ve, desde la penumbra, la cabeza de un hombre viejo, iluminada por detrás con una lámpara. Es una cabeza blanca, como el Illimani al amanecer. Es, piensa, el Dueño de las Sardinas. Destellan, azules, sus ojos. El Dueño de las Sardinas se pone de pie. Abandona su escritorio y se acerca a Lucas. Le alarga una mano. Lucas permanece inmóvil. El hombre de rostro oscuro le ordena: «‘Saluda al caballero. No tengas miedo, te está saludando nomás». Lucas le extiende la mano. La habitación se inunda de resplandores súbitos. Los jóvenes habían disparado sus máquinas fotográficas cuando el Dueño de las Sardinas estrechó su insegura y lacia mano. Ahora se para junto a él y le cruza un brazo sobre los hombros. Levanta un paquete que está sobre su escritorio y se lo entrega. La habitación se llena de luz. El hombre de rostro oscuro le ordena a Lucas que abra el paquete. Lucas obedece. Es dinero. Rojos billetes de cien pesos, ordenados en fajos y amarrados con una cuerda. No es posible que ese dinero, tanto dinero, sea suyo. Pone el paquete en el escritorio. El hombre de rostro oscuro alza el paquete y se lo devuelve. «Es tuyo este dinero, tata. Tuyo. Es un regalo de la empresa. Este caballero, — trata de explicarle, — te está dando platita, porque te has comido sus sardinas». Lucas acepta el dinero. Resplandece el salón varias veces con el flash de los fotógrafos. Lucas baja la cabeza. Un repentino surtidor de llanto sube hasta sus ojos cuando el Dueño de las Sardinas le extiende nuevamente la mano. Cae de rodillas. «Dios pagar tata, Dios pagar tata». Besa sus manos.

¡Diosito, gracias Diosito!

Ancha avenida. Luminosa avenida Camacho por la que ahora va Lucas rumbo a la Iglesia del Gran Poder. La ciudad se abre ante sus ojos como un bullicioso abanico que, al fin, interpreta. Sin nieblas, en la profundidad del valle, resplandece el Illimani. Va Lucas, el paquete de dinero firmemente asido en la mano derecha, de retorno a Huatajata.

Lentos colores, formando tranquilas serranías de tela, se arrugan sobre el piso de los escaparates. Telas que, si así lo quisiera Lucas, podría ahora mismo asir con las manos. Desde muros translúcidos, faros inmóviles perfilan su imagen en la fugitiva imagen de la calle. Ausente como estaba en la preterida región del basural, nadie lógicamente reparó en su existencia.

Pobrecito de mí.  Se compadece. Y piensa en la Satusa, sentada al borde del camino. Aferra el paquete de dinero y deja volar sus ojos hacia una vitrina donde una mujer levanta, como una hostia azul, una lata de crema Nivea.

¡Diosito, gracias Diosito!

Pobrecito de Lucas que se estuvo solo en el río oyendo la estruendosa canción del Choqueyapu, sin que nadie, nadie nunca, se acordara de él. Pobrecito; cuando la lluvia descargaba sobre su casita la interminable furia de sus aguas. Pobrecito; cuando el sol se levantaba del basural en oleadas y oleadas de moscas y Lucas, escarbando en los escombros, no hallaba nada, ni siquiera una botellita, que recoger y llevar al Thanta Khatu. Se compadece y se lamenta, por incrédulo, por no haber creído en que alguna vez su suerte tenía que cambiar. ¡Solo en el río, solo, nadie se acordó de él!

¡Yo que no creía y había sido verdad!

¡Escuadrones de sombreros! ¡Ejércitos de zapatos que avanzan hacia la calzada desde intangibles escaños de cristal! Va Lucas con cuidado para no resbalar y perder su paquete. Sin trampas, sin secretos, el viejo extiende bajo sus pies el milagro de otra avenida. Torres de ollas ahora. Serruchos. Martillos. Lampas. Picos. Arados. Cruza por un mercado. Pirámides que entreveran la oferta roja, amarilla y verde de los frutos que Lucas descargó de cientos y cientos de camiones. Desde cada pirámide, mujeres que lo miran pasar, sonrientes. ¡Buenas señoras que, a cambio de acarrear latas de agua, le dieron de comer cuando llegó a La Paz! Llega a la Plaza San Francisco. El vasto rumor de la multitud descendiendo en tempestuosos ríos hacia la calle Comercio se reanuda en sus oídos.

¡Me haré balsero!

Entra en la calle Sagárnaga. Culebreante calle Sagárnaga por la que sube Lucas desde la noche en que el soldado capturó su imagen en la inmovilidad de sus retinas. Piensa en el soldado y se ríe. Piensa en ese soldado que a través del tiempo se convirtió en el sargento de la Satusa. Disparó contra él y fue Lucas quién lo abatió, de un certero hondazo, desde el interior de la alcantarilla. Trepa la cuesta. Llega hasta la esquina donde se encontró con la vendedora de ponches, y se va de largo hacia Diosito. Hacia Diosito que escuchó, al fin, sus súplicas. Tuerce por la Maximiliano Paredes y sube por la calle Antonio Gallardo. La casa de Diosito está abierta. Entra en ella. Desde el altar, Diosito gira sobre ras varillas de cristal de cuadro y le revela, al fin, el misterio de sus tres rostros. Se arrodilla. Clava en el tablón la chisporroteante gratitud de una velita y vuelve sobre sus pasos. Se sienta bajo el pórtico y se descalza. Sobre la loza, sus pies se le antojan distantes. Son y no son suyos. Ya atardece y siente hambre.

¿Y las sardinas?

Ancha, tumultuosa avenida Santa Cruz por la que Lucas camina ahora de regreso al basural. Suena el río a su izquierda y el viejo, nuevamente ensombrerado, fuma nieblas y nieblas. La avenida se desliza bajo la ubre superficie de sus talones como una cinta fresca. Prueba el viejo sus zamponas. Prueba también sus bombos. Viejo ladino que se irá esta noche, seguro, a bailar con los morenos de los Yungas. Enciende el cielo sus primeras estrellas. Llega al puente de donde sale el camino que va al basural. Hay claridad de luna. No se ve la luna, pero su suave radiación perfila los objetos. Y va Lucas por el camino de tierra del basural, donde pasará la noche para viajar mañana, mañana mismo, a Huatajata. Siente, o cree sentir, una bandada de chokas que atraviesa el cielo de regreso al lago. ¡Satusa, soy yo! Piensa en la Satusa, que se pondrá de pie cuando lo vea llegar por el camino y no podrá reconocerlo.

Imilla zonza, soy yo. ¿En quién estabas pensando? Sargentos nunca cumplen promesa.

Y le muestra el paquete de dinero. Ahora está frente al basural, sereno bajo la débil luna. Reconoce el perfil de su casita. No están los cajones de sardinas y comprende Lucas que no estén ahí, porque esos cajones, piensa, ya no son para él. Entra en su casita. Enciende su mechero de lata. Ahí están su lazo, su chuspa y su colchón de paja. Se sienta a descansar. Tiene hambre. Retira la vieja arpillera que cubre el piso. Abre el hueco donde escondió las dos latas de sardinas. Saca una de las latas. Ensancha el hueco y mete allí el paquete de dinero. Busca una piedra para abrir la lata. Empieza a golpear y quisiera, en ese momento, subir hasta la calle Illampu, encontrar a la vendedora de ponches, que ya debe estar en su esquina encendiendo su anafe, y decirle:

¡Verdad había sido, señora. Verdad que todo iba a ser nuestro!

Abre la lata y se pone a comer.

(De la Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, compilación realizada por Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

Jorge Suárez (La Paz, 1932—1998) Narrador, poeta y periodista, fue un gran formador de escritores, a través de talleres literarios en las ciudades de Santa Cruz de la Sierra y Sucre. Podemos afirmar que sus poemas son musicales, algunos están compuestos al ritmo de tonadas folclóricas nacionales. Suárez fue también uno de los grandes narradores del país; El otro gallo, novela corta está incluida entre las quince novelas fundamentales de Bolivia. Obra literaria:Poesía: Elegía a un recién nacido (1964), Sonetos con infinito (1976), Serenata (1990); en narrativa: Rapsodia del cuarto, cuentos.  Una novela póstuma: La realidad y los símbolos (2001).

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