Si, en ese orden, pues a raíz de los últimos acontecimientos, está claro que al menos para una parte de la administración de justicia boliviana primero se condena y luego se “construye” el delito, sea para justificar la sanción o para brindar una engañosa sensación de eficacia entregando “culpables” a una opinión pública ávida de justicia, entre otras cosas. Ya a estas alturas ha quedado claro que la gravedad del problema ha rebasado los límites de lo tolerable, pasando de una crisis de actores (jueces y personal de apoyo jurisdiccional) a una crisis general que afecta al sistema judicial en su integridad (incluyendo a las instancias para-judiciales), asediado por factores negativos tanto externos (presión política, de grupos de poder, redes de interés, etc.) como internos, todo confirmado de la manera más grotesca y dolorosa con el bullado caso de un bebé muerto que hasta hoy no encuentra justicia y un médico condenado por un horrendo crimen bajo un pesado manto de dudas y oscuridad.
Pasada la dura primera impresión, corresponde escudriñar serenamente en los recónditos vericuetos del aparato judicial a efectos de determinar las causas estructurales de lo ocurrido en este y, me imagino, que también en muchos otros casos, tanto en materia penal –la más sensible– como en las demás. Para ello, y a efectos de no dejar demasiados cabos sueltos, me permito ahora inaugurar una serie de columnas dedicadas al tema, proponiendo abordarlo individualizando los principales factores que hacen a esta compleja la problemática, siendo necesario comenzar, como no podía ser de otra manera, por los jueces, cuya existencia y accionar se constituye, sin duda, en un indicador importante de la salud moral y democrática de una determinada sociedad, funcionarios encargados de garantizar a nombre del Estado y la colectividad la estabilidad del sistema social mediante el control jurisdiccional a los posibles excesos del poder y a través de la gestión técnica de los conflictos interpersonales, canalizándolos por cauces pacíficos y justos, apegados a norma y en el marco de los principios y derechos constitucionalmente reconocidos.
De ahí que se entienda que la delicada labor de decidir con poder coactivo sobre vidas, egos y haciendas no puede ser delegada a cualquier sujeto, el cargo exige que el destinatario de semejante responsabilidad sea evidentemente un profesional con un conocimiento profundo del Derecho, pero también de su entorno y de la naturaleza humana, en otras palabras, debe gozar de un cierto grado de cultura que, superando el folklorismo, sea suficiente para entender los problemas sometidos a su arbitrio, analizarlos en el marco de la lógica y el sentido común, para finalmente resolverlos sin dejar del todo de lado las emociones, con fallos justos y humanos, siendo además necesario que quien detente semejante prerrogativa sea consciente de la pesada carga que se autoimpone al aceptarlo, desarrollando un elevado nivel de autocontrol que lo aleje de la tentación de abusar de él, sea para beneficio propio o para obtener la gracia de los poderosos, algo imposible sin una buena dosis de vocación de servicio y la predisposición para llevar adelante con ética y solvencia técnica una función altamente impopular que al generar perdedores y ganadores, provoca llantos y risas. El que busque popularidad, lisonjas y dádivas que se dedique a otro oficio.
¿Qué vivo en el país de Alicia al buscar un Juez Hércules en un mundo de gentes de formación limitada y espíritu y moralidad liliputienses? Es posible, pero no necesariamente cierto, démonos el beneficio de la duda, quizás nos sorprendamos y encontremos oro entre las rocas, pero eso sí, a lo que me niego rotundamente es a caer en el extremo contrario, en el que a partir de un supuesto realismo y una mal enfocada democratización de la función pública en general y judicial en particular, se llega justificar sin sonrojos la designación de los peores en los cargos más sensibles y exigentes.
En este contexto, ya es hora de que las entidades competentes, entre ellas el Consejo de la Magistratura, se cualifiquen primero a sí mismas, dotándose de los mejores profesionales y adecuando sus estructuras y procedimientos al desafío de instaurar de una vez por todas un eficiente sistema de carrera, optimizando en primer término los procesos de selección de jueces y personal jurisdiccional bajo los altos estándares axiológicos que informan a la función pública (art. 232 de la CPE), acompañándolos además de un eficiente sistema de evaluación periódica del desempeño, bajo parámetros objetivos, tarea sin duda ardua y altamente técnica, sometida a fuertes presiones externas y tremendas resistencias internas, pero hoy más que nunca necesaria para inaugurar, esta vez en serio, las tan ansiadas reformas que la sociedad clama para su cuerpo de jueces. Que la triste muerte de un bebé, que en las circunstancias actuales corres el riesgo de no ser esclarecida, y la condena en extremo dudosa de un joven médico sirvan para espabilarnos de esta suerte de insano letargo colectivo en el que parecemos estar sumidos.