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¿Sería legítimo criminalizar el bloqueo de carreteras?

Un camión pretende abrirse paso entre una turba de enajenados disconformes (aunque normalmente la mayoría no sabe con qué). El vehículo contiene varios tubos de oxígeno que, en días de la pandemia, se hicieron artículo de primaria necesidad. Muchos morían porque habían contraído covid. Finalmente, el camión no logra trasponer esa nutrida valla humana, cuya furia es la diferencia entre la vida y la muerte. Del otro lado, a muchos kilómetros, la insuficiencia pulmonar hace estragos en desvalidos pacientes: finalmente dejan de respirar y todo acabó para ellos.

Ese es un caso de ficción, pero algo de eso pasó, por lo que eventos parecidos y aún peores no son simples coincidencias con la realidad, pues en Bolivia impunemente se acaban vidas gracias al inhumano recurso del bloqueo de caminos, de calles u otros espacios públicos.

Pero bien, la protesta social es un elemento esencial para la existencia y consolidación de sociedades democráticas, y en tal virtud su protección está amparada en una serie de normas que van desde la más alta, que en el caso nuestro es la Constitución Política del Estado, hasta normas de inferior categoría. En cualquier caso, el bloqueo al tránsito libre de vehículos es un atentado al ejercicio irrestricto que tienen los habitantes de este sufrido país; y si alguna vez se pretendió penalizar tal actitud ante la gravedad de las consecuencias, se forzó atribuir a ella otros tipos penales que no se ajustan a esas conductas, y la mayor parte de las veces se procedió a la detención de algunos cabecillas para, después de unas negociaciones, poner en libertad a esos criminales de la sociedad.

Nadie que se precie de demócrata puede negar que el derecho a la protesta está fuertemente vinculado a las actividades de defensa de los derechos humanos, y en consecuencia, no solo acá, sino en varios países de la región, se recurre a las protestas para reaccionar ante hechos puntuales de violencia, principalmente cuestiones laborales, constituyendo una vía por la cual se logra la reivindicación de derechos fundamentales. En definitiva, la protesta está estrechamente ligada a la promoción y defensa de la propia democracia. De ahí que la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos reconozca que, ante la ruptura del orden institucional democrático, la protesta debe ser entendida no solo en el marco del ejercicio de un derecho, sino como el cumplimiento del deber de defender la democracia, jugando un papel fundamental en el desarrollo y el fortalecimiento de los derechos civiles, políticos, sociales y culturales.

Y bajo esos parámetros, el Estado tiene obligación de respetar, proteger y garantizar los derechos humanos; por tanto, ante situaciones de protesta, los órganos de seguridad deben responder proporcionadamente, de tal manera que los agentes encargados de la seguridad no cometan excesos, ni los huelguistas tengan carta blanca para generar violencia.

Pero en nuestro país, como sucedió hace poco, se ha trastocado el espíritu de las protestas, al haberse normalizado la interrupción de carreteras o arterias con el consiguiente daño al patrimonio fiscal, a la propiedad privada, a la salud, a la alimentación y a la propia vida de los ciudadanos. Acá está tan enraizada la cultura del bloqueo que un tema tan trivial como dónde depositar la basura puede —como sucedió— ocasionar muerte y luto en las familias bolivianas. Digo trivial, porque frente a los grandes problemas que pueden generarse en el Estado, como la vigencia irrestricta de los derechos fundamentales, resulta una ridiculez que haya gente dispuesta a sacrificar vidas por desperdicios sólidos y su depósito final.

El país tiene una larga tradición de bloquear caminos, y ante tal costumbre de obtener vindicación de derechos, que normalmente ni se los tiene, se impone la penalización de tan criminal conducta, y no únicamente la tipificación precisa en una norma legal, sino la implementación de mecanismos que hagan efectiva la sanción, en vista del debilitamiento de nuestras instituciones, que hasta hace poco han servido para defenestrar autoridades, condenar inocentes y enriquecer gobernantes.

El proyecto de ley, a iniciativa de un diputado de la alianza Unidad, es un instrumento cuya vigencia ya no puede esperar más, pues hacer uso del legítimo derecho a la protesta no tiene nada que ver con la criminal privación que un grupo de veinte o mil personas inflige contra millones de seres que tienen el derecho de transitar libremente por las calles y carreteras del país.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor

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