Márcia Batista Ramos
Se sabe que su existencia, un rumor tan fútil como la posibilidad de un infinito geométrico, es negada por aquellos que confían solo en el registro electrónico; pero el olvido, más que una ausencia, es una entidad. Sin embargo, yo que he visto el nacimiento del verde sobre la primera arena y he presenciado la caída final de los pájaros, soy el depositario de esa voz. Ella camina ahora entre los ríos que fueron y los cielos que solo son una astilla en el recuerdo.
Dicen —los que aún escuchan el temblor antiguo de las hojas— que las hadas viven donde la memoria abre una rendija y el mundo se filtra sin pedir permiso. Yo no sé si es cierto. Pero a veces, cuando la tarde se inclina sobre las piedras y el viento decide hablar en voz baja, siento el aliento helado de algo diminuto rozar el aire. Sin embargo, respira al margen de los días.
Quizás, viven en el silencio que queda después de una palabra verdadera, cuando la lengua se detiene para no herir, y en esa pausa vibra un destello. Tal vez, habiten en la grieta de las casas viejas, en el olor de la madera que guarda historias sin fecha, o en la sombra azul que se refugia debajo de los mantos de la lluvia.
He sospechado que también se esconden en los gestos que nadie nota: un niño recogiendo una pluma caída, una anciana que ordena el mantel como si fuera un territorio sagrado, un perro que vigila los sueños de su gente. Allí, donde lo mínimo adquiere la forma de lo sagrado, suele brotar un brillo que no es de este mundo.
Pero, si alguien me preguntara en serio dónde viven las hadas, yo respondería sin temblor: viven donde la ternura se atreve a caminar descalza, donde el tiempo se abre para que pase un instante perfecto, donde todo lo frágil vence sin hacer ruido. Viven en el aire que se enciende cuando un corazón decide creer, aunque sea por un segundo, que todavía es posible la maravilla.
Porque, al final, las hadas habitan exactamente allí donde las vemos por primera vez: mezcladas con las mariposas.
