Día a día el desarrollo de la técnica nos va sorprendiendo más. Y yo me sorprendo de mí mismo también: cada vez le voy dando más cabida a la IA en mis quehaceres profesionales y aún para algunos no tan profesionales ni laborales, aun cuando pienso que aquella es una especie de intrusa, o incluso un mal. La veo con algo de miedo, pero aun así acudo a ella; me cuesta confiar en la ciencia y la técnica, pero incluso así las utilizo para hacer mi vida más “eficiente”.
Hace unos años, Fernando Savater dio una conferencia sobre la cuestión del progreso titulada “La decadencia del progreso”, en la cual, en un tono crítico, puso en duda aquellos postulados que llevaron a gran parte de la humanidad a pensar que la felicidad estaría a su alcance por medio del desarrollo de la ciencia y la técnica. El pensador español dijo que los seres humanos nunca solemos preguntarnos qué pasará después, sino qué vamos a hacer ahora mismo.
Durante muchos siglos, el ser humano confió solo en la Providencia Divina para satisfacer sus necesidades y deseos; en algún momento, sin embargo, la idea de Dios comenzó a mermar en la conciencia colectiva, abriéndose paso a la idea del Progreso, cuyo padre es posiblemente Condorcet, aprendiz del Voltaire. Condorcet era un devoto de la ciencia y, en particular, de las matemáticas. No es raro, por ende, que quisiera llevar su campo al campo en el que, por las circunstancias históricas que le tocó vivir, intervino: la política y la Revolución francesa.
En el Boceto para un cuadro histórico del progreso de la mente humana, Condorcet propuso la progresión del progreso, idea que proponía que la vida sería cada vez mejor: más vivible, más duradera, más racional, y ese concepto duró todo el siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. No obstante, en algún momento de la historia (alrededor de la Segunda Guerra Mundial) los seres humanos se dieron cuenta de que ese progreso había sido el mismo que había originado los campos de concentración, la banalización de la cultura y la sexualidad humana y la bomba atómica, y de que si se lo continuaba siguiendo al pie de la letra no podían esperarse buenas cosas en el futuro.
Algunos filósofos del siglo XX, como Karl Popper, pensaron todavía que la modernidad presentaba una serie de características que podían hacer de ella la más próspera época; otros pensadores, como Octavio Paz, por su parte, creían que los tiempos pasados eran superiores a los nuestros en varios aspectos. Es muy complicado, sin embargo, saber realmente qué tiempos son mejores que los otros; en primer lugar, porque para saber si el ayer fue mejor o peor habría que conocerlo mucho más de lo que se lo conoce hoy por los testimonios de la historia, saber detalladamente cómo fue, conocer sus entresijos; por otro lado, porque lo que es mejor para unos segmentos de la sociedad puede ser peor para otros.
Que hay un progreso de la ciencia y la técnica es sencillamente indudable, pero que lo haya en el campo de las costumbres, la civilización y la moral está muy en duda. De hecho, el afán de lucro en el ámbito de la empresa y las finanzas y la corrupción en el campo de la política nos dicen todo lo contrario. Hoy existen millones de obesos que pueden morir debido a su gordura, pero también millones de desnutridos a punto de perecer por desnutrición; hay millones de personas que viven en mansiones, pero también millones de personas sin vivienda. Así las cosas, eso de la conquista del progreso, del integral y completo progreso, se vuelve una temática cuando menos discutible.
La realidad es que cada día vemos más factores que nos inquietan o que por lo menos nos causan sospecha, y no son factores externos, sino que vienen de la misma humanidad: ¿qué hombre prudente puede decir, por ejemplo, que la IA ofrece solamente una perspectiva positiva y razonable? Sin embargo, incluso los prudentes acuden a ella. El mundo se sigue desarrollando, pero eso nos asusta, nos pone perplejos, y no felices ni seguros. Pero ¿no debería el progreso darnos la sensación de que vamos hacia un lugar seguro o relativamente estable? Como decía Bauman, lejos de augurar paz y seguridad, el progreso ahora encarna la amenaza de un cambio hacia la crisis que no dejará un momento para el respiro. Es como un vehículo en marcha que no dejará de acelerarse y que se nos está escapando de las manos. ¿Por qué, sin embargo, el ser humano sigue doblegándose a él?
Es importante asumir distancia crítica respecto al mundo que nos tocó vivir, no vivir en piloto automático, e implementar pequeños cambios, aunque sean a nivel individual, para convertir la existencia en algo más razonable.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social