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El catoblepas almirón

Oscar Seidel Morales

La obsesión de comerse a sí mismo empezó desde aquel día. Sometido al matoneo en la escuela por ser cabezón como un cerdo, hizo que el gordo Almirón encubara esa idea en el cerebro. El profesor le decía que sus perniles estarían buenos para un emparedado; el compañero flacuchento lo mortificaba por sus costillas aduciendo que serían muy ricas tenerlas en un plato de fritanga; y no faltó la sátira del bibliotecario, que lo molestaba por sus obesos dedos de la mano que, servirían para un bife chorizo. La única arma que tenía para repelerlos era fijando sus furiosos ojos en los de ellos, que los hacía huir del lugar de manera fulminante.

El escarnio que sufrió el gordo Almirón hizo que desistiera de ir a la escuela. Sus padres, preocupados por el comportamiento, lo llevaron donde el psiquiatra, quien después de largas pruebas informó que el paciente experimentaba insomnio y tenía tendencias suicidas.

La obsesión del joven obeso no cambió. Acudieron de nuevo donde el psiquiatra, quien después de charlar con el joven, concluyó que muchas veces hemos escuchado acerca de los efectos nocivos de la falta de sueño y sin embargo no le ponemos atención. Explicó el psiquiatra que una nueva consecuencia de este poco recomendado hábito había sido divulgada en una revista científica, la cual determinó que la privación de sueño estimulaba la actividad de los astrocitos, células que generalmente devoran las otras consideradas como inútiles, lo que conlleva a la destrucción de otras conexiones en el cerebro.

Cuando el muchacho cocinó su dedo del pie en un sartén, lo aderezó con cebolla y pimentón, y se lo comió, al finalizar se sintió eufórico. Había dado comienzo a su auto canibalismo, que le seguiría gustando, y que le haría cortar más partes de su cuerpo.

Los padres, quedaron muy desconcertados con el diagnostico dado que no entendieron nada, y optaron por dejar a la suerte la vida de su hijo; de todas maneras, al cerebro se lo iba a devorar la falta de sueño, o el joven se iba a auto tragar por el complejo que padecía. Fue entonces, cuando tomaron la decisión de acudir donde el bibliotecario, para que consultara en los libros que hacer con su rollizo hijo.

Pasados siete días, el bibliotecario informo a los padres que lo único que había encontrado parecido a la enfermedad de su hijo era la similitud con el Catoblepas. Dijo que, el historiador romano Plinio “El Viejo” había contado que, en los confines de Etiopía, no lejos de las fuentes del rio Nilo, habitaba el Catoblepas, fiera de tamaño mediano y de andar perezoso. La cabeza era notablemente pesada y al animal le daba mucho trabajo llevarla; siempre se inclinaba hacia la tierra. Si no fuera por esta circunstancia, el Catoblepas acabaría con el género humano, porque todo hombre que le viera los ojos caería muerto. Con las mandíbulas entreabiertas, arrancaba con la lengua las hierbas venenosas humedecidas por su aliento. Una vez, se devoró las patas sin advertirlo.

Los padres, al oír la narración se desmayaron. Cuando despertaron, hicieron un pacto con el bibliotecario para que nadie en el pueblo conociera la historia. Decidieron enviar a su hijo a una finca cercana, en donde estuviese alejado de la gente, y bajo el cuidado del tío ermitaño. 

Al mes, fueron a visitarlo, y tamaña sorpresa se llevaron al ver a su hijo arrastrándose en el fango. Se había atragantado con la comida de sus dos piernas completas, sin que su tío hubiese podido impedirlo. A la sexta semana, se había devorado los brazos, las manos y las orejas. Lo penúltimo que le quedaba, el cerebro, fue engullido por los astrocitos. Al no poder morder los ojos, arrancó de un solo tajo la cabeza.

Todos lo dieron por muerto, y sus padres acongojados le hicieron el velorio con un ataúd sellado. En el pueblo, sólo quedan un par de ojos parecidos a una dupla de pulgas saltarinas que ahuyentan a todo el mundo. Ya han matado con la mirada a todos los que ofendieron al joven. Desde entonces, nadie se arriesga a rondar la casa de sus padres, por temor de morir al ver los ojos asesinos.

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