Márcia Batista Ramos
La escritora Encarna Morín tiene unos brazos largos que cruzaron el Atlántico y la pampa argentina hasta llegar a la cordillera del Ñuble, en San Fabián de Alico, y allí, entre almendros y cerezos, abrazaron a Jorge Muzan.
Encarna Morín de León nació en 1955, en Haría, Lanzarote. A los once años se trasladó a Las Palmas de Gran Canaria, ciudad en la que cursó estudios de Bachillerato y se diplomó como maestra en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado. En 2012 publicó la novela corta Dolly. También publicó muchos textos en la revista chilena “Plumas Hispanoamericanas”.
Desde muy joven comprendió que la vida en sí misma es poesía, independientemente de si se vive en la serenidad de una aldea o en el bullicio de las grandes ciudades. Apostó entonces, por la literatura como un espacio de introspección y de resistencia íntima. Su obra no se centra en la trama ni en lo argumental, sino en la atmósfera, la emoción y la reflexión poética. Escribe desde la vulnerabilidad consciente, con un tono íntimo que, sin embargo, alcanza resonancia colectiva, porque en su escritura lo personal se abre a la experiencia compartida.
Intuyó la literatura como un lugar para vivir. A través de las palabras hizo del cuerpo un territorio donde los mapas se desdibujan, las fronteras se caen y los ríos —antes impetuosos— se recogen en cauces silenciosos. Sabía que la palabra tiene la capacidad de transformar lo simple en significativo, de tomar un gesto tan pequeño como “soñar despierta” y elevarlo a categoría universal. En ese sentido, su escritura recuerda a autoras como Clarice Lispector o Alejandra Pizarnik, no en la densidad hermética, sino en la búsqueda de dar voz a lo inasible de la experiencia interior.
Encarna Morín se distingue por una prosa poética íntima y reflexiva, en la que lo cotidiano se transfigura en símbolo. No busca artificio ni retórica grandilocuente, confía en imágenes sencillas, pero cargadas de resonancia emocional. Esa riqueza expresiva le otorga honestidad y transparencia, al tiempo que configura un espacio propio. Equilibra la confesión íntima con una densidad simbólica abierta a múltiples interpretaciones. Allí, en esa ambigüedad entre lo personal y lo universal, radica la fuerza de su escritura. Cada lector puede reconocerse en ese gesto de ensoñación que protege, ilumina y expande los límites de lo posible.
Por eso, se comprende el amor de Jorge Muzan por los textos de Encarna Morín. Como Jorge Teillier, Jorge Muzan reconoce y ama a la poesía que emana de un modo de vivir singular: la idea del hogar, del lugar del tiempo perdido, y del afán de recuperarlo a través de las letras. Los textos de Encarna Morín, resuenan en los íconos recurrentes de la memoria: el bombillo que ilumina tenuemente, “el paisaje agrario donde las enfermedades se curaban con hierbas de la abuela”, la bruma que cae al final de la tarde, los caminos de cascajo o los trasgos y fantasmas de la niñez.
Sutil observadora de la condición humana y analista crítica del acontecer político y social, Encarna Morín escribe relatos cortos que se inscriben en la tradición de la prosa poética introspectiva, donde lo íntimo se convierte en símbolo y lo cotidiano en metáfora universal. Su narrativa lírica explora identidad y memoria, con un tono confesional que no teme a la vulnerabilidad, sino que la eleva a materia literaria. Esa vulnerabilidad se convierte en un acto de resistencia frente al olvido, la rutina y la dureza de lo real, mezclando con destreza la suavidad de lo imaginario.
En el conjunto de su obra aparecen constantes temáticas: la soledad como lugar fértil, el silencio como compañía, la memoria como resistencia y la imaginación como horizonte de sentido. Su voz narrativa, con frecuencia en primera persona, reivindica el derecho a habitar su propio universo mental y a transformarlo en palabra.
Empero, “todo fluye, somos y no somos”, nos dijo Heráclito. O, como repetía mi madre, “somos para dejar de ser”. El tiempo, con manos invisibles, borra contornos, apaga destellos, convierte la firmeza en fragilidad, la prisa en lentitud, la certeza en eco. El tiempo es verdugo silencioso: arrebata sin ruido y arrincona con paciencia.
Hoy, Encarna Morín —quien supo crear con las letras un territorio donde la conciencia se permite traspasar límites y habitar lo imposible— se encuentra gravemente enferma. Es la angustia de envejecer, que esta vez se instaló en su piel como huésped indeseado. Por eso, hay un temblor sutil en cada gesto, una demora en la memoria, una ausencia que se multiplica.
Sin embargo, su voz se sostiene en la transparencia, en la sensibilidad y en esa rara capacidad de extraer belleza de lo sencillo. Su obra la consolida como una escritora fundamental de la introspección contemporánea.
La voz de Encarna Morín, nacida en las islas y expandida en la palabra, encontró en Jorge Muzan no solo un lector, sino un cómplice. Así, entre almendros y cerezos del Ñuble, su escritura se vuelve abrazo que trasciende tiempo, fragilidad y distancia.