No es lo mismo leer un libro digital que leer un libro físico. Y no me refiero, que también, a la experiencia de acumular libros físicos y visualizar sus lomos en los estantes. Para empezar, leer en un teléfono tiene efectos adversos por la luz de las pantallas: el destello luminoso daña el ojo y lo cansa mucho más que la visualización de una hoja de papel. Por otra parte, el nivel de inmersión en el tema de la obra —que puede ser una novela, un poemario o un ensayo— también es diferente; las notificaciones o llamadas que llegan al teléfono pueden distraerlo, al igual que la tentación de cerrar la lectura y abrir por un momento (que puede ser largo, tanto como para ya no regresar al texto) Instagram, X o el adictivo TikTok… No digo que con los libros físicos el lector sea inmune a la distracción, pero ciertamente esta se ve más restringida.
Hace unos días, El País de Madrid publicó una nota en la que se explora el asunto de la lectura en nuestra época, marcada por el creciente uso de las redes sociales para diversas actividades y la presión económica y laboral, dos fenómenos, dicho sea de paso, alienantes y que no son precisamente nuevos. Sin embargo, cabe decir que la voluble actitud del ser humano frente a las cosas y los fenómenos es tan antigua como la humanidad misma; algunos filósofos antiguos eran escépticos de los libros, en el siglo XIX había una especie de temor por la lectura desenfrenada de novelas, pues estas podían “corromper” a la juventud, y durante siglos la lectura de algunos libros (sobre todo científicos) podía ser poco menos que una herejía. Así, la apreciación positiva de la lectura es un hecho relativamente nuevo.
Según la nota de El País, algunos estudios indican que leer puede ser beneficioso para la salud, primero porque aleja a los lectores de los artefactos luminosos —perniciosos por muchas razones— que nos acompañan a cada minuto, y segundo porque leer ficción haría que el lector esté más alegre o feliz. Pero más allá de esto, leer es como llevar al cerebro al gimnasio. Ya que este órgano es un músculo y los buenos textos tienen vacíos que deben ser llenados con la imaginación o el sentido crítico, el cerebro activa conexiones neuronales porque debe decodificar el lenguaje, comprender significados y activar la memoria. Luego, como el brazo que levantó pesas, sale exhausto, pero fortificado.
Por eso un devorador de películas y series no se compara con un lector de novelas y cuentos. Porque mientras aquel tiene casi todo masticado, al segundo le espera masticar la dura pero sabrosa comida desde cero. Hay estudios que indican que leer nos hace más sociables y empáticos, pero habría que dudar de eso, pues los lectores solitarios y misántropos abundan; no obstante, de lo que no cabe duda es de que leer nos ilustra y hace conocer un poco más el mundo. Tampoco de que constituye un disfrute sin parangón. Como decía Vargas Llosa, el buen lector lee, antes que por ser más culto, porque leer lo deleita, lo extasía. Y hacer ciertas cosas que nos deleitan y extasían es saludable, como lo es comer poca azúcar o ingerir mucha agua. Y tampoco hay duda de que ver leer a alguien en el metro, en el colectivo o en una plaza resulta, para un lector, atractivo sexualmente.
Para construir pensamientos complejos se necesita un amplio vocabulario, pues los límites de nuestro espectro de palabras almacenadas son los límites de lo que podemos pensar (Wittgenstein) o crear; así, como los libros contienen más palabras que una película, una serie o, por supuesto, un video de TikTok, leer es una escuela de pensamiento y creación. Hay, entonces, una correlación directa entre la capacidad de pensar y crear y la lectura.
¿Necesitamos más pruebas de que la lectura es una de las mejores actividades a la que uno puede dedicar tiempo? ¿O de que, en este mundo acelerado y dominado por la compra rápida de bienes, servicios y experiencias, acudir a ella puede ser un remanso de salud? Es posible que en la modernidad tardía los casos de patologías de histeria o depresión sean más abundantes, proporcionalmente hablando, que hasta hace un par de décadas. Cabe preguntarse cómo serán las personas de aquí a unas décadas o siglos, cuando las IA y los artefactos virtuales dominen la vida y hayan cobrado un protagonismo tal vez más importante que el del propio ser humano… ¿Dónde estarán los libros? ¿Arrumbados en bibliotecas consultadas solo por eruditos o raros ermitaños? Por el momento, el libro de papel sigue vivo y lo más probable -o deseable- es que lo siga mientras el mundo dure como tal. Lo que no es infinito es nuestra existencia. Por tanto, aprovechémosla para leer.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social