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Volverte a ver

Álvaro Vásquez

Volverte a ver, hoy daría media vida por volverte a ver, cantaba el salsero nicaragüense. No sé si daría media vida, pero sí sé que la espera ya se adueñó de esa mitad de una existencia —la mía— o casi.

Hace media vida también, o algo más, leía embelesado lo que producía el genio de Robin Wood, famoso historietista paraguayo que escribía desde Argentina en los años 80/90 del siglo pasado. Hoy recordé a uno de sus personajes, Kayan, en un capítulo en especial, en el que Ildiko — el amor de su vida — es raptada por Atila, el líder de los hunos. En algún momento, el gigante persa cae rendido en medio del lodo, ante la imposibilidad de recuperar a su amada, y ahogado por su rabia y sollozos ruega a los dioses poder verla, solo verla, al menos una vez más.

Mi mente adolescente no lograba entender esa súplica, si de pedir a la divinidad se trata, ¿cómo no pedir tocar, acariciar, besar, amar?, ¿por qué conformarse con ver? Media vida luego, alcanzo a entender a ese personaje ficticio que, como toda buena ficción, enseña realidad. El ingenuo enamoramiento quedó en el pasado, el latido de la carne persiste, pero el deseo ya no es amo de nuestro ser, y si no se logró el perdón, al menos los rencores quedaron atrás, junto a los reproches, oscurecidos por el tiempo. ¿Qué queda, entonces, como urgencia?, ¿qué deseo se vuelve necesidad tan imperiosa que interrumpe el sueño en horas aún oscuras? Sí…verla, porque al decir ver digo escuchar (con la respiración detenida por unos instantes, como si el corazón se saltase un latido), digo hablar (al menos unas pocas palabras, esas tan necesarias y prescindibles al mismo tiempo), digo sonreír y abrazar (al menos unos pocos segundos).

¿Hubiese habido algo más? Acaso la vida se habría dignado devolver algo de lo tanto que antes nos robó. Quizás tantas noches usurpadas hubiesen merecido como mínima compensación unas horas de plenitud. O no. Ya no lo sabremos.

Creímos que esta vez podría ser distinto. No lo fue. Maldigo al paraíso que cuando se presenta no dura lo que una estrella fugaz, cantaba Aute, que de alegrías e infelicidades tenía conocimiento largo. Qué triste no haber llegado a conocer el sabor que ahora tendría esa fugacidad, aunque fuese luego maldecida. Qué impotencia sentir que una vez más, los sentimientos y las ganas que antes no supieron vencer a cobardes y envidiosos enemigos, y que poco pudieron contra la pandemia, luego, fueron también insuficientes contra la vida, ahora. Que los deseos son lo que siempre fueron para las relaciones nacidas en hora equivocada: lo opuesto a la realidad. Relaciones marcadas con el sino de la dinastía de los Buendía: No tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

Imagen: Fotograma de la película “Cinema Paradiso”

Imagen: Fotograma de la película “Cinema Paradiso”

¿Qué queda, entonces? Tranquila resignación o resignación rabiosa. Gran diferencia, miserable alternativa. Toca acariciar la imagen feble, virtual, de lo que no se tiene, como el joven Salvatore en Cinema Paradiso, besando en una pared la proyección bidimensional de ese rostro que al tacto es solo frío e inanimado yeso. Toca escuchar una vez más esa triste cadencia, más sentimiento que melodía, que brotara de la inspiración de Ennio Morricone, que no por triste y con promesa de ausencia deja de ser bella.

Y esperar, supongo. Que ya se hizo costumbre.

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