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El valor que tiene un libro

Disfruté mucho los días de la Feria. Fue la versión en que más días asistí (seis días), ya porque tenía que dar conferencias, ya por mero disfrute. Y debo reconocer que pienso que fue la mejor edición de todas, pese a la crisis, pese al estado de ánimo de la población boliviana en general, pese a todo. Pese al amargo bicentenario que 20 años de masismo nos obligaron a pasar. Por esto, quisiera aprovechar para enviar a la Cámara Departamental del Libro una felicitación por un evento tan bien organizado en tan difíciles circunstancias. El Campo Ferial se veía lleno de gente que, tal vez por la magia de los libros, olvidaba momentáneamente la crisis económica y el malestar político y social que diariamente acechan los hogares bolivianos. Miles de jóvenes y adultos paseaban curiosos y alegres; se detenían en este o en aquel estand de esta o aquella librería o editorial y comenzaban a ojear y hojear los libros; algunos los devolvían a los estantes y otros los compraban. Cuando un libro es vendido, se abre una pequeña ventana de esperanza, civilización y bien para la humanidad. Ese es el valor que tiene un libro.

Una biblioteca o una librería son siempre lugares de paz, donde lo belicoso, lo vulgar y lo ruin no caben (o mueren). Es como si la presencia conjunta de cientos, miles o millones de libros esparciera un espíritu que aniquila a los demonios de la intolerancia y la irracionalidad. El solo hecho de ver miles de lomos librescos ordenados sobre las baldas de los estantes me provoca tranquilidad y creo que la provoca en todos los amantes de los libros. Ese ambiente sentí en los ambientes del Chuquiago Marka en las jornadas de la feria, y es el ambiente que se siente en todo evento de alta cultura, como una exposición de pinturas, un concierto sinfónico o lírico o una tertulia literaria. El patio de comidas, donde había música no precisamente clásica o instrumental y las familias compartían un momento de disfrute distinto al que habían aprovechado viendo libros, no desentonaba respecto al gran evento cultural ni lo desmerecía.

El 31 asistí a dos presentaciones de libros para hacer entrevistas a sus autores; el sábado 2 de agosto di una conferencia sobre liberalismo, junto con un joven politólogo y abogado; el domingo 3 fui a una conferencia sobre Alcides Arguedas, en la que disertó H.C.F. Mansilla; el 6 de agosto, día del bicentenario, junto con dos especialistas, di una conferencia sobre la poesía de Franz Tamayo; el 8 fui a una conferencia sobre la pintura de Francisco de Goya, dictada por Eynar Rosso; finalmente, el domingo 10, último día de feria, solamente fui a ver libros y despedirme.

Fue también, al menos lo creo, la feria en que más dinero gasté (invertí) en libros. Me hice, por ejemplo, de La muerte de Sócrates, de Robin Waterfield, y de Introducción a la historia contemporánea, de Geoffrey Barraclough (Gredos); de La masacre de Jesús de Machaca, de Roberto Choque, y de El gobierno de Sucre, de William Lofstrom (Biblioteca del Bicentenario de Bolivia); de Tiempo, de Rudiger Sakranski (Tusquets) y de Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), de Octavio Paz (Fondo de Cultura Económica).

Es de esperar que con los años la Feria Internacional del Libro de La Paz vaya creciendo más, para provecho tanto de lectores y amantes del libro como de escritores y editoriales. El impacto cultural de una Feria del Libro es difícil de medir objetivamente, pero no cabe duda de que es grande en tanto la gente la frecuente y compre libros. Creo en aquello que decía el filósofo Antonio Escohotado: una sociedad rica no es aquella que posee recursos naturales, anchas autopistas o modernos rascacielos, una sociedad rica es aquella que tiene individuos cultos, críticos y civilizados, capaces de estar en una permanente labor crítica. Así, no es incoherente pensar que la sociedad vaya emancipándose y transformándose con libros y cultura, mucho más que con lo que puedan hacer los gobiernos o el Estado.

El valor que tiene un libro es inestimable. Vale no solo por lo que contiene en sus páginas, vale también por sus cualidades estéticas como objeto en sí. Tocar las páginas de un libro, sentir su presencia física, oler la tinta recién impresa, son cosas que no se puede hacer con los libros digitales. Ya que los amantes del libro solemos ser fetichistas del libro (lo palpamos, lo tratamos como si fuera un juguete nuevo en manos de un niño, lo hojeamos una y otra vez), lo colocamos como adorno en nuestros hogares, donde nos acompaña en todo momento, sobre todo en los de soledad.

Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social

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