Un médico no es un simple profesional, sino un hombre de Dios que lucha contra la injusticia y el sufrimiento
Rafael Narbona
La posteridad ha sido injusta con el escritor francés de origen belga Maxence Van der Meersch. Sus novelas aún se editan en Francia, pero apenas se leen en otras latitudes, pese a que en su época algunas fueron traducidas a trece idiomas. Hijo de un próspero contable que admiraba a Nietzsche, Maxence perdió a los nueve años a su hermana Sarah, que solo tenía diecinueve. Su madre, Marguerite, se alcoholizó y su padre se entregó a una vida desordenada y poco edificante. Maxence estudió derecho, pero apenas ejerció como abogado. Enamorado de Thérèze Denis, una joven obrera, se casó con ella, provocando la irritación de su padre, que anhelaba una nuera perteneciente a la alta burguesía. La pareja engendró una hija, bautizada con el nombre de Sarah en memoria de la hermana perdida. Maxence conoció el éxito y el reconocimiento como autor. En 1936 fue galardonado con el premio Goncourt por La huella de Dios y en 1943 la Academia Francesa le concedió el Gran Premio por su novela Cuerpos y almas, que cosechó un gran éxito internacional. Después, poco a poco cayó en el olvido. Quizás por su conversión al catolicismo, que le inspiró un hermoso libro sobre Teresa de Lisieux. Su estilo naturalista y su sensibilidad social, muy próxima a la de Zola, se convirtieron en notas disonantes en los años del apogeo del existencialismo, cuando se priorizó la introspección sobre el retrato objetivo del entorno. Nacido en el municipio de Roubaix en 1907, Maxence murió de tuberculosis en Le Touquet-Paris-Plage, con solo cuarenta y tres años.
Cuerpos y almas llegó a mis manos por azar. Rosa y Damián, dos buenos amigos, me regalaron un ejemplar descatalogado publicado por José Janés en la Barcelona de 1956. Después de leerlo, descubrí que mi padre había adquirido un ejemplar de Ediciones GP publicado de 1959 y que yo había relegado a la estantería de las obras cuya lectura aplazo una y otra vez. Cuerpos y almas también puede leerse en la edición de las Obras completas de Plaza y Janés, tres volúmenes aparecidos en 1970. Hay más ediciones en castellano, pero lo cierto es que Maxence Van der Meersch ya forma parte de la fantasmagórica legión de autores semiolvidados. Sucede algo similar con grandes plumas como André Maurois, François Mauriac o George Bernanos, pese a sus trayectorias ejemplares, que incluyeron una vigorosa oposición al fascismo. Los tres cultivaron un estilo clásico y, al igual de Maxence Van der Meersch, Mauriac y Bernanos desplegaron una visión trágica del cristianismo, muy próxima a la de Graham Greene y con ciertas semejanzas al Unamuno más metafísico. Una forma de entender la literatura situada en las antípodas de Sartre, Céline, Duras o Gide. En 2025, el contraste se ha agudizado. El materialismo impera sobre cualquier perspectiva espiritual, pero no es un ateísmo razonado, como el de los existencialistas, sino un ateísmo líquido, banal, casi infantil. El ser humano no ha aceptado la finitud y la fragilidad de su existir. Simplemente, espera que la Ciencia, erigida en Dogma Infalible, consiga en una fecha no muy remota eliminar el envejecimiento y la muerte. Eso sí, se elude la pregunta por el sentido de la existencia. Simplemente, se ambiciona una rutina exenta de complicaciones y sacrificios. Palabras como abnegación, entrega, culpa o expiación solo suscitan indiferencia o desprecio. Por el contrario, Maxence Van der Meersch creía en el sacrificio, la compasión, el desprendimiento, la austeridad y el compromiso.
Fascinado por el médico católico, vegetariano y naturópata Paul Joseph Edmond Carton (1875-1947), Van der Meersch abordó el mundo de la medicina desde una perspectiva humanista. Protagonizado por Michel Doutreval, un joven idealista que renuncia a un brillante futuro profesional para casarse con Evelyne, una tuberculosa de orígenes humildes, Cuerpos y almas muestra con crudeza la deshumanización de la medicina. El primer libro se titula “Encadenado a ti mismo”. Es un encabezado elocuente, pues alude al narcisismo y la megalomanía de médicos como Jean Doutreval, neurólogo y padre de Michel, al que le preocupa más el prestigio y la fama que el sufrimiento de sus pacientes. Su terapia experimental contra la psicosis, basada en investigaciones de colaboradores cuyo nombre omite en sus informes y artículos, provoca un dolor inenarrable en los enfermos y sus resultados son inciertos, pero su descomunal ego sofoca sus problemas de conciencia, empujándole a seguir adelante, pese a varios accidentes letales.
El primer capítulo describe la conducta indigna de los jóvenes estudiantes que diseccionan un cadáver bajo la mirada atenta de sus maestros. Muchos trabajan con un cigarrillo en la boca e intercambian bromas soeces. Los jirones de carne son tratados como despojos. Endurecerse se considera una virtud. No es profesional compadecerse ante el dolor ajeno. Las actitudes groseras y sacrílegas parecen atributos necesarios en corazones que se esfuerzan en inmunizarse ante los estragos de la enfermedad. Algunos médicos aplican esa filosofía a su propia salud, maltratando su cuerpo y su alma. Otros, en cambio, se descomponen ante el más leve indicio de enfermedad. No faltan los desalmados que se divierten arrojando orejas de cadáveres en los puestos callejeros de patatas fritas, regocijándose con el espanto que producirá el hallazgo. Michel está hecho de otra pasta. Cuando lee en Crimen y castigo de Dostoievski, la historia de la joven que se prostituye para dar de comer a sus hermanos pequeños, la emoción le oprime la garganta y le altera la respiración. Su reacción es una hermosa “mezcla de piedad, cólera juvenil y generosa rebeldía”, un sentimiento que no logra explicarse, pero que revela la existencia de una voz interior que llama a su corazón, exigiéndole permanecer abierto y despierto.
Jean Doutreval carece de esa sensibilidad. Solo le preocupan la fama, el dinero y las incomodidades asociadas a su profesión. La mayoría de sus compañeros se parecen a él: hablan a los enfermos con términos médicos que no pueden comprender, no se conmueven con el miedo de los niños sometidos a brutales operaciones de amígdalas, realizan intervenciones en público sin reparar en la angustia y el dolor de los pacientes, se escabullen por una ventana cuando cometen un negligencia fatal para no soportar las miradas de estupor de los familiares. Los estudiantes consideran que el sentimentalismo es un grave defecto en un médico. Solo Michel y algún compañero aislado se afligen ante las miradas de terror y desamparo de los pobres desgraciados afectados por graves dolencias. Géraudin, un famoso cirujano, intenta esconder sus emociones, pero cada vez que muere un niño bajo su bisturí abandona el hospital profundamente trastornado.
Los hospitales solo contribuyen a la deshumanización. Los especialistas han sustituido a los médicos de familia que acudían a los hogares y se esmeraban en crear lazos de cercanía, afecto y complicidad. Los políticos como Guerran no aprovechan su influencia para mejorar las condiciones de médicos y pacientes. Al igual que Jean Doutreval, Guerran solo piensa en su carrera. Los otros solo son un decorado de fondo al que no prestan demasiado atención. Sin embargo, cuando se recogen en sus hogares, advierten que el poder y la gloria no colman los anhelos fundamentales del espíritu humano. A pesar de de sus coches de lujo, sus mansiones y sus amantes, se sienten vacíos. En cambio, Michel encuentra en el cuidado de Evelyne la satisfacción interior que no proporciona una cena suntuosa o un viaje a la Costa Azul. Por el contrario, Jean Doutreval, viudo desde joven y cojo por una herida de guerra, vive hundido en el pesimismo. Piensa que la conciencia es una maldición, pues nos revela que el universo es una vasta celda sin un resquicio de esperanza. Nihilista y vanidoso, no cree en Dios y sus aventuras sexuales solo le dejan una amarga sensación de vacío. Solo sus hijos, Michel, Fabienne y Mariette, le ayudan a sobrellevar su secreta desesperación existencial.
Michel no es inmune al pesimismo. Su padre le ha repetido muchas veces que el ser humano no ha avanzado nada desde sus inicios y cree que tiene razón. Al escuchar ese juicio, el abate Vincent, que acaba de acompañar a un convoy fúnebre a la fosa común, le responde con gravedad: “Señor Doutreval, si ha dejado usted de creer en el proceso de la perfectibilidad humana, despídase al mismo tiempo de la vida. Nada puede existir entonces sobre la tierra. Solo luchar, matar y gozar antes de que le maten a uno. Sería el fin de la humanidad, de la conciencia, del deber, de la moral y de la civilización. Si el hombre no cree que puede salvar a sus hermanos está perdido. Morir o salvar”. Los moribundos que no creen en nada, que piensan que la muerte es el final, sufren doblemente por culpa de su escepticismo: “Miseria de una humanidad que carece de ideal, de esperanza y de luz; que solo cuenta con la vida terrenal y que comprende súbitamente que esta vida les será arrancada”.
La atormentada mente de Jean Doutreval participa de ese desgarro. Por eso insiste una y otra vez en que la inteligencia es una fuente de melancolía. Es mejor ser una hormiga que un hombre. Ambos viven, trabajan, sufren y mueren, pero al menos la hormiga no repara en la esterilidad de su existencia. Michel comenzará a superar el nihilismo mediante su relación con Evelyne. Su ternura, su paciencia, su sentido de la gratitud, su inocencia, le mostrarán que el bien es posible, que el mundo solo se salva por medio del amor desinteresado, que el ser humano no es una criatura indigna, sino un ser capaz de amar, cuidar, redimirse y romper las cadenas del ego. Evelyne le abre los ojos, enciende su corazón adormecido, desaloja ese vacío que le mantenía anclado en la perplejidad y la amargura.
Los médicos que pasan demasiado tiempo en laboratorios y quirófanos a veces desarrollan una notable destreza, pero pierden el sentido de la cordialidad, la confianza y la entrega. Olvidan el factor humano, el hecho de que no tratan con máquinas ni con seres irracionales. No se interesan por los sentimientos de sus enfermos, especialmente si pertenecen a la clase obrera, a la que sitúan en un plano de inferioridad moral y social. Michel aprende junto al doctor Domberlé, antiguo tuberculoso según el cual no se puede tratar el cuerpo y descuidar el alma. Desde su punto de vista, la superación de las enfermedades no pasa por agresivos tratamientos que nunca ofrecen una solución definitiva, sino por un estilo de vida basado en el vegetarianismo, la abstinencia de alcohol, tabaco, carne, alimentos procesados, especias y té. Una higiene natural basada en el ejercicio físico, la hidroterapia y la oración consigue restablecer el equilibrio alterado por los malos hábitos. El verdadero peligro no se encuentra en el bacilo de Koch, la tuberculosis o los procesos oncológicos, sino en el consumo de azúcar, carne, alcohol, café, tabaco y alimentos tratados químicamente. Una dieta a base de cereales, frutas y legumbres pondrían fin al “suicidio alimenticio de la raza blanca”, víctima de la gula y la falta de humanidad.
Durante un tiempo, Fabienne, la hija menor de Doutreval, trabaja de enfermera y no tarda en advertir que un simple gesto de afecto y delicadeza atenúa el sufrimiento más allá de lo imaginable. El éxito en la medicina no surge de la ambición, sino del amor a la profesión y a los enfermos. El viejo e incomprendido Domberlé sostiene que “medicina y religión hacen en realidad la más armoniosa síntesis, apoyándose la una en la otra en lugar de oponerse mutuamente”. En la misma línea, Fabienne descubre que las diferencias entre las clases sociales son un mero barniz, una finísima capa que se resquebraja con la irrupción del sufrimiento. La enfermedad deja las almas al desnudo, mostrando que son “semejantes en sus bajezas y en sus cobardías y hasta, muy rara vez, en su grandeza”. El materialismo es el peor enemigo de la grandeza, pues conduce a la melancolía, la frustración y el desencanto. Solo espera recompensas terrenales y siempre le parecen insuficientes. “Quien solo cree en la vida, que equivale a no creer en nada, no tiene casi nunca ocasiones de sonreír”. Los materialistas ejercen un apostolado invertido. Utilizan toda clase de argumentos para destruir las distintas formas de esperanza y arrastrar a los otros al abismo por el que deambulan. Su dios se llama Nada y es el Moloch al que entregan sus vidas, pensando que no hay otro destino posible. Su concepto de la felicidad es sumamente endeble, pues piensan que la dicha que solo es un sentimiento frágil y efímero. Nada dura en un universo donde reina la Muerte.
Cuando Mariette y su hijo mueren durante una cesárea, la presencia de un crucifijo sobre una puerta sacude a Jean Doutreval con la fuerza de una descarga eléctrica. Insensible, despreocupado, indiferente ante el sufrimiento de sus pacientes, la sospecha de haber escogido la actitud equivocada le muestra la inutilidad de su existencia. Su ambición solo es un triste tributo a la vanidad que no puede aliviar el dolor de perder a una hija muy querida. No creer en nada, pensar que después de la muerte solo hay podredumbre, condena al ser humano a vivir abrumado por la horrible sospecha de ser una mota insignificante en un cosmos vasto, frío e impersonal. Jean Doutreval cae de hinojos sobre una alfombra cuando recuerda los primeros pasos de Mariette, reducida por la muerte a materia en descomposición.
La segunda parte de Cuerpos y almas se titula “Amar al prójimo es amar a Dios”. En este tramo, acontece la redención de los personajes. Domberlé no culpabiliza a los individuos de la corrupción moral y social, sino a los políticos y a la prensa, cuyo trabajo consiste en defender los intereses de los grandes consorcios industriales. Aunque Maxence Van der Meersch no alude al socialismo, su postura crítica se aproxima bastante a la utopía de una sociedad donde cada uno aporte según su capacidad y reciba conforme a su necesidad. Domberlé es un ejemplo de grandeza moral. Sus contemporáneos no aprecian su trabajo, pero él no está dispuesto a renunciar a su misión en favor de la humanidad. A pesar de su maltrecha salud y su avanzada edad, su optimismo, tenacidad y voluntad no declinan. Capaz de sacar fuerzas de la flaqueza, su labor es la perfecta encarnación de la sentencia paulina: “Me complazco en mi debilidad porque cuando soy débil es precisamente cuando soy fuerte”. Domberlé sabe que está solo. Salvo Michel y algún otro médico, ningún colega le apoya, pero no se desanima, porque piensa que su obra es sólida y que “cuando uno está solo, tiene a Dios a su lado”. Cuando Michel se separa de Domberlé para trabajar como médico rural y cuidar a Evelyne, su maestro le aconseja que no se desanime y que nunca renuncie a sus principios: “no reniegue, no sirva a dos amos, sea a su vez lo que yo he querido ser a rajatabla: el perro guardián de la verdad. Será usted infamado, vilipendiado, escarnecido y traicionado. En las horas de prueba recibirá usted inexplicables y prodigiosos socorros y se verá usted milagrosamente reconfortado, aliviado y apoyado. No lo olvide”.
En su nuevo trabajo, Michel conocerá la incomprensión y la ingratitud, pero comprenderá que el sufrimiento también puede ser enriquecedor. Sin fe, el dolor parece inútil, pero con ella se transforma en “algo infinitamente precioso”. Su padre, Jean, piensa lo mismo, si bien no comprende por qué le rondan esas ideas por la cabeza. No entiende la fuerza de la vida, un impulso ciego que se perpetúa de forma irracional. Piensa que algún día desaparecerá el hombre y, con él, el último vestigio de lucidez sobre la Tierra, pero las libélulas y otras criaturas proseguirán en su insensato empeño de sobrevivir y reproducirse.
Maxence Van der Meersch se hace eco de las ideas de Schopenhauer, que no advierte en el ciclo de la vida más que una voluntad oscura y cruel, una energía sin fin que vibra sin descanso para producir una melodía estrepitosa e inane. Al igual que el filósofo alemán, Jean Doutreval aventura que solo un dios perverso puede haber creado un universo saturado de maldad, donde los débiles son exterminados por los fuertes y las enfermedades se ensañan con los inocentes, pero al mismo tiempo se resiste a aceptar que la muerte haya reducido a su hija a simple materia: “Aquella abnegación, aquel amor, aquel don de sí misma, aquel esfuerzo hacia el bien que irradiaba en Mariette, ¿era aquello la nada, pura nada?”. Jean, que se desprecia a sí mismo, sí acepta para sí ese fin indigno, pero no puede admitir que la ternura, la bondad, el sentimiento del deber y la rectitud de su hija se disuelvan sin dejar más que una leve huella en la memoria de sus seres queridos. La ciencia despoja al hombre de su dignidad, reduciendo su existir a un evento irrelevante en la historia del cosmos. El reino de la ciencia ha inaugurado una era glaciar en la historia de la humanidad. Como escribe Jean Rostand, la razón ha sumido a la conciencia en un páramo maldito. Por otra parte, ¿qué sería de la naturaleza, de las montañas, los bosques y los lagos, sin que el ojo humano los contemplara y apreciara su belleza? La inteligencia que ha aparecido en nuestra especie no solo ha posibilitado la comprensión de las cosas. Además, ha creado los sentimientos de ternura y apego, dos emociones que aportan a la vez sufrimiento y trascendencia.
Jean Doutreval es incapaz de acabar con la vida de un perro al que iba a diseccionar porque le lame su mano poco antes de ser sacrificado. La muerte de Mariette ha puesto su mundo patas arriba. Ya nada tiene sentido. Infeliz en su matrimonio, el ministro Guerran se plantea preguntas similares: “En el fondo, para emprender cualquier cosa, es preciso tener fe, fe, a mi parecer, en algo que no existe en este mundo. Pues entonces, uno acepta la vanidad de todo porque espera otra cosa, puesto que no es aquél el objetivo, puesto que se tiene un propósito, un fin al margen de esta vida… Y a mí, que no puedo creer, me ha perseguido siempre esa idea, ese perpetuo ‘¿por qué?’, esa obsesión esterilizadora de la formidable inutilidad de todo”. Michel no se libra de estas dudas. Mal pagado y, en ocasiones, injustamente tratado por sus pacientes, se pregunta si no se ha equivocado al casarse con Evelyne y dedicar su talento a atender a familias de escasos recursos, pero solo necesita contemplar la bondad y dulzura de su mujer para entender que la verdadera satisfacción interior solo se alcanza al obrar con amor y desprendimiento. De no haber conocido a Evelyne, sería un hombre como su padre, atormentado por la sensación de vivir en un mundo sin sentido. Un escéptico que intentaría colmar sus vacíos mediante el éxito profesional, los viajes y los bienes materiales. Un hombre hueco, sin alma ni conciencia. En cambio, el amor de Evelyne le ha proporcionado la certeza de avanzar por la senda de la verdad y le ha aportado “una alegría extraña, pura, suprema, inexplicable”. Su existencia está justificada. La fe, que es amor a la vida y al ser humano, le ha salvado y salva al mundo. Al igual que Cristo, ha arrojado sobre sus espaldas el dolor de los otros y ha descubierto que es un yugo dulce y suave.
El trauma de perder a su hija Mariette, repudiar a Michel por su boda con una muchacha obrera y descubrir que Fabienne es la amante de Guerran, su protector, desata una tormenta en el interior de Jean Doutreval, que abandona sus experimentos poco éticos con enfermos mentales y decide trabajar en una región humilde como simple médico de familia. Ha comprendido que el ateísmo ha reemplazado a Dios por el culto al Yo, un ídolo feroz e insaciable. Ese ídolo está destruyendo todo lo verdaderamente importante: el amor a los semejantes, la capacidad de sacrificio, el altruismo, la humildad, la compasión. Se ha deificado el egoísmo y el bienestar material. Solo existen dos amores. El amor a Dios, que siempre se realiza mediante el cuidado del otro, y el amor a uno mismo. El triunfo del segundo sobre el primero ha llevado a Europa a una nueva guerra. Un médico no es un simple profesional, sino un hombre de Dios que lucha contra la injusticia y el sufrimiento. Al igual que un sacerdote, acompaña a los moribundos, haciendo todo lo posible por aplacar su miedo y su dolor. Sin vocación de servicio, un médico solo es un instrumento, un bisturí frío y anónimo. El papel del médico no es ese, sino “hacerse cargo de todas las miserias y todas las culpas”, soportando esa tarea con alegría. Su misión es curar y consolar. Su obligación es transitar por la senda del amor y la verdad. Gracias a Evelyne y Domberlé, Michel “ha aprendido a amar a sus semejantes por encima de sus miserias, bajezas y ruindades”.
Domberlé ha vivido como un místico y ha aceptado el insensato papel de cargar con la cruz para expiar el pecado de los hombres. Michel, más lejos de la santidad, ha necesitado la mediación del afecto de su mujer y su maestro para conocer un nuevo amor, “purificado, triunfante, indestructible, liberado de la servidumbre del egoísmo”. Ha tenido que renunciar al mundo para hallar el esplendor de la verdad y la paz interior.
Jean y Michel se reconcilian en un hospital de campaña. La guerra se avecina y los dos han sido movilizados para atender a los heridos. Jean es otro hombre. Admite que había perdido el sentido del bien y el mal. La Ciencia solo es orgullo cuando no está al servicio de la humanidad. Fabienne ha engendrado un hijo fuera del matrimonio, pero ese nieto, lejos de avergonzarle, ha destruido definitivamente su orgullo. Ha aprendido que solo hay un camino: el amor. Todo lo demás es vanidad y necedad.
Cuerpos y almas es una gran clásico. Quizás ya no se lea por sus ideas intempestivas. ¿Qué novelista se atreve a decir hoy en día que “amar y hacer don de uno mismo son las palabras claves de la vida”? En nuestra época cínica y descreída, solo suscita rechazo leer que “Dios, ahuyentado del cielo y la tierra, encuentra su inviolable refugio en el corazón del hombre”. Michel y Jean han comprendido que detrás del amor generoso de Evelyne y el nieto recién nacido “está el amor divino”. Amar es un acto de fe, pues Dios es amor, no un ídolo al que se adora con temor y temblor. El siglo XXI necesita novelas como Cuerpos y almas, obras que nos ayuden a comprender el sentido de la vida y a neutralizar ese nihilismo que no reconoce nada más allá de la incertidumbre, el miedo y la desesperanza.
RAFAEL NARBONA