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James Joyce y Bolivia

Homero Carvalho Oliva

A finales de los años setenta, muchos de mis amigos hablaban de Ulises, de James Joyce, como una novela fundamental para entender la literatura moderna; el nombre de la obra y de su autor eran como una fórmula oscura para iniciados. La verdad es que, después de varios intentos, no pude pasar de las primeras veinte páginas; era pesada y densa, así que atendiendo el consejo de Borges de que se debe leer por placer y no por obligación, no persistí y acepté que había fracasado. Décadas después, en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, encontré una edición en la librería de Peter Lewy, la compré y decidí enfrentar de nuevo al monstruo de más de setecientas páginas; esta vez, para sorpresa mía, la leí en cinco días seguidos.

En esta obra, el autor de Retrato del artista adolescente narra un día en la vida de Leopoldo Bloom, Molly, su esposa, y el joven Stephen Dedalus en la ciudad de Dublín, desde la mañana del 15 de junio hasta la madrugada del día 16 de junio de 1904. Recuerdo que cerré el libro con sentimientos encontrados, porque descubrí páginas realmente extraordinarias en las que Joyce trabaja el lenguaje de manera prodigiosa y otras que se pueden obviar sin alterar la narración, en fin… Así son muchas obras maestras de la literatura, me dije, y recordé las charlas de mi juventud y me entró la sospecha de que muchos de ellos no la habían leído siquiera, que, al igual que los clásicos universales como El Quijote, Romeo y Julieta, Hamlet y otros, que muchos aseguran haber leído, en realidad no lo hicieron y repiten de memoria algunas frases, ideas, diálogos apócrifos que han escuchado por ahí. Mi sospecha se fundamenta, entre otras cosas, en un fragmento del Ulises en el que un personaje habla de Bolivia, mención tan curiosa que no hubiera pasado desapercibida para ningún boliviano.

El Ulises y Bolivia

Ahora veamos el diálogo que tanto me llamó la atención. En el capítulo Tres del Ulises, publicada en 1922, un marinero recién llegado a Dublín da cuenta de sus sorprendentes aventuras por los mares del mundo. He aquí fragmentos del diálogo con W. B. Murphy; el marinero da cuenta de sus viajes y de las cosas extrañas que ha visto, pero ninguna tan extraña como la que tiene que ver con nuestro país:

“–Y he visto devoradores de carne humana en el Perú que comen los cadáveres y los hígados de caballo. Miren. Aquí están. Que un amigo mío me mandó.

Rebuscando sacó una tarjeta postal con vistas del bolsillo interior que parecía ser a su manera una especie de almacén y la empujó a lo largo de la mesa. La letra impresa en la misma consignaba: Choza de Indios. Beni, Bolivia.

Todos fijaron su atención en la escena mostrada, un grupo de mujeres salvajes con taparrabos a listas, agachadas, mirando con asombro, amamantando, con el ceño fruncido, durmiendo en medio de un hormiguero de niños (tenía que haber su buena veintena de ellos) delante de unas chozas primitivas de mimbre.

–Mascan coca sin parar, añadió el comunicativo cimarrón. Estómagos como ralladores de pan. Se cortan los pechos cuando no pueden tener más hijos. Ahí las tienen sentadas en pelotas comiéndose el hígado crudo de un caballo muerto.

La tarjeta postal se convirtió en el centro de atención para los señores simplones durante varios minutos, si no más.

– ¿Saben cómo ponerlos a raya? interrogó en general.

Al no ofrecer nadie una respuesta, hizo un guiño, diciendo:

–Anteojos. Los deja de piedra.  Anteojos.”

No deja de ser curioso —y hasta inquietante— cómo la historia del marinero se enreda en sus propias brumas, entre verdades a medias y recuerdos quizás mal contados. Hay contradicciones que saltan como peces fuera del agua: se dice, por ejemplo, que los indígenas del Beni mascaban coca, pero basta escarbar un poco en el tiempo para descubrir que en aquella época tal costumbre no formaba parte de su cotidianidad. Tampoco encajan del todo ciertos detalles sobre su alimentación, como si alguien hubiera condimentado el relato con especias ajenas a la olla.

Lo más llamativo, sin embargo, no son estas licencias narrativas, sino el silencio de quienes aseguran haber leído la novela. Amigos bolivianos, con aire convencido, hablaban de la obra como si la llevaran en la sangre, y sin embargo ninguno, ni uno solo, mencionó aquel pasaje tan revelador. Como si hubieran pasado las páginas sin verlas, o como si las palabras se hubieran disuelto en el aire antes de alcanzar su verdadero peso. Porque leer, de verdad, es también recordar, y callar ese fragmento es como negar haber visto la marea subir.

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