Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Colgaban como nidos de pájaros tropicales, largos, enmarañados. Hombres negros suspendidos de los árboles en el camino de subida hacia la colina de los búhos. Noche alrededor. En este instante sobre el vidrio de la mesa se refleja volando un cuervo. Mientras escribo.
Las formas de los árboles indicaban ancestro asesino, no porque ellos decidieran inventar sus ramas sino que las circunstancias los enfrentaron con hombres. Escucho canciones folklóricas norteamericanas de fines de los años veinte y percibo, sin quererlo, automáticamente, que detrás incluso de la belleza hay turbas de gente, hoces, tridentes y picos, enloquecidas por la sangre, ideosas de que el fuego purifica cuando es grasa ajena la que se consume. Pogroms en Estonia, en Ucrania, Ruanda desmembrada de forma literal en la carne de sus hijos.
Una lechuza china atraviesa el cielo cargando un ratón. Fragilidad del segundo. Desaparece entre los aspens, fuera de vista incluso de los enormes tristes ojos de los ciervos. Los faros de mi automóvil apenas reflejan dos líneas que ficcionalizan, decoran, gratifican un universo inexistente. A un paso de los haces de luz, la vida cambia. Billie Holiday entona una canción para hacer dormir a los linchados. ¿Cómo dormir si están muertos? Mentirles que duermen, que el dolor pesadilla es.
Había una iglesia metodista a orillas del gran árbol. No está más. Las máquinas del dinero poco se preocupan de destruir crucifijos. Me detengo, de noche tengo el don no solo de ser ubicuo sino de ser dueño. Ya ni policías quedan en esta ciudad del centro oeste. Aquí los zorros y yo, atojs míticos trasladados, alguna solitaria águila conmigo. El motor del Mazda 6 suena suave, las mofetas se mueven rápido entre un arbusto y otro. Del macizo vegetal cuelgan cosas, horribles como muertos, bellas como nidos. Balance, péndulo, romanas que reparten una cuartilla de papa runa, media libra de harina. Selecciono con ánimo cirujano el color de los ajíes. Un plato, o una salsa picante deben guardar cualidades de pintura. La naturaleza se define a sí misma renacentista. El maestro Sanzio elige conmigo los comeruchos, este naranja quedará bien con el jaspeado; el marrón se amoldará al suave gualda.
Desde el año 2018 me he sentado en este café de Poltava, esquina de calle de nombre impronunciable. Después de treinta años de trepar la colina de los búhos, de hacer de la vida linealidad infranqueable, protectora. Pasó, de allí a entonces saboreo esta infusión que jamás se acaba. Nunca pierde su calor, ni el aroma muere con la acidez de los malsanos efluvios de las bombas. Casi como Marat acuchillado en su baño de tina con carta a medio leer. Incólume escultura. Instantánea de la historia, de las horas de cada uno. Charlotte Corday se ha esfumado de los cuadros, apenas resta el gran inquisidor de la revolución recostado de lado, frágil pero a su manera eterno. Así sorbo el café con la especial inercia de aquel fatídico retrato, no con una herida en el pecho sino con una hoja de acero sólido guardada para cuando atraviese Putin la calzada; nunca llegará a Poltava, vale decirlo.
Conversé anoche acerca de los días en Odesa. Respondí con soltura el por qué amaba tanto la ciudad. Evalúo en el mapa las líneas de tren y de autobús. A partir de Lyon hay cielo abierto. Imaginé que los meses serían interminables y me doy cuenta de mi error. En Roma ya pensaba en ella, Odesa, igual a una pareja inalcanzable. Desde la terraza del hotel miré la ciudad somnolienta, edificios que parecían deshacerse. Ruinas de lo hermoso hacen hermosas ruinas. Cerca del Hotel Bristol, bajo la sombra de Iván Franko, leo un libro del que no me acuerdo. Otras distracciones cubrieron la memoria, la penumbra ortodoxa, el velo encima del cabello de las fieles, ostras con queso derretido. En mi nicho de persona apátrida contemplo el mar sin tapujos. Crimea, Capadocia… lo posible y lo que no.
Diría, al verme en el espejo, que canas crecieron eliminando ébano. Mis ojeras van de arriba abajo igual a las de un guiñol. Estoy en la antesala de la remembranza, de andar de nuevo caminos ya trillados. Caliento el carro en la frescura de primavera amanecida. Me ilusiono con vagones restaurantes que no existen sino en recuerdo. Me encantaba almorzar mirando el paisaje, si obviaba por supuesto la gresca verba de los milicos bolivianos. Fuera en el ferrobús o en el tren de pasajeros con el pueblo acurrucado en la hediondera que causa la pobreza. Tal vez halle un tren similar entre Wrocław y los montes Tatra. O acercándome a Vilna por sus bosques, haciendo el esfuerzo de escuchar los gritos de los partisanos hebreos con los que se fotografió Ehrenburg, corresponsal de guerra.
He soñado con Castilla y también con un cuerpo que olía a flores, joven y desnudo sobre mí, así fuese mi mortaja. Desperté al cuac cuac de los cuervos, a palos vivos sin hojarasca. Aguardo un par de horas por algún almuerzo para el cual no tengo apetito. Sé que en el tocadiscos del coche está puesto un compacto de León Gieco. Sin embargo no deseo hoy cánticos inocentes de gente buena. Me inclino por algo más sufriente, real, romántico a su modo en la tragedia. He de leer una obra convencional en la tarde; al anochecer caminaré entre estantes de viejas chucherías y contestaré misivas de amistad, amor y otras legales, aburridas y necesarias. Un engranaje gira en derredor que no podemos obviar. Somos parte de él, volandas de casi inútil importancia. Cierro los ojos y sueño. Los abro y ante mí cuerpos atormentados, físicos flotando al azar del viento, oropéndolas sin plumas ni colores, acuarelas desvaídas.
Tocan las once y un cuarto, campanas ausentes, vecinos que no transitan las escasas veredas de ciudades antisociales, vaya paradoja. Necesito naturalezas vivas, mangos y frutas de la pasión. Me apetece observar las de Cézanne pero no obtendré de él olor ni rugosidad de cáscaras. Me he acostumbrado tanto a la cercanía de las frutas, al alivio del pintor al no saberse abandonado. Al carmesí de las frutillas y el masivo glauco de las guanábanas, duetos que me hacen olvidar lo visto aunque no lo oído.
Con suavidad, aquella mujer negra les canta arrorró a sus muertos y estos parecen mecerse apacibles, lejanos, ensoñados con el horizonte abierto en sus vacías pupilas.