Andrés Canedo / Bolivia.
Mañana fresca en Tartagal. Raro, pues esos lujos no se producen en el infierno. Pero bueno, aquí está y hay que llevar una chamarra ligera. Además, llovizna. Son gotas mínimas, perezosas, que caen suavemente y parecen evaporarse al tocar el cuerpo, porque no lo mojan, ni siquiera el cabello. Y claro, todo está gris: el cielo, la plaza, las construcciones alrededor, la torre de la iglesia que se sumerge en una especie de bruma. Es un panorama que arrastra a la melancolía, a pesar de que mi objetivo era el de estar feliz, en mis primeras vacaciones de la universidad, de aquella tortura cotidiana de libros académicos y nostalgias, de tratar de estirar el tiempo, el cual, sigue transcurriendo indiferente, ajeno a los anhelos de los hombres, a pesar de alguna transitoria alegría que tiene formas de mujer. Y aquí, en la plaza de Tartagal, uno rememora levemente otras mujeres, de los años en que el pueblo y nuestras almas eran más luminosos. Teresa, que se fue o se la llevaron; Nelly, que sí, verdaderamente se fue; Alicia, a quien yo dejé, sumergido en el desencanto, impunemente, aunque tal vez, un día tendré que pagar. De repente, frente a mí se aparece María, antiguo amor de mis amores, con el cabello rubio mal peinado, con su rostro y sus labios siempre maravillosos, hechura de Botticelli; con sus piernas, que más recuerdo que veo, con sus pies, que también intuyo, que se clavaban como dulces garfios en mis pantorillas. Me enfrenta, y simplemente me dice, como algunas veces hace un año o dos: “Hermosa mañana para suicidarse, ¿verdad?” Y yo le respondo, como hace un año o dos: “Hermosa mañana para hacer el amor”.
Silencio, un instante espeso, sus ojos me miran sin alumbrar la alegría, baja levemente la cabeza, sin dejar de mirarme, y ella, María, responde con voz desfalleciente: “Sí, también, hermosa mañana para hacer el amor”. Claro, no es tan simple. Primero hay que tomar un café en El Espinillo, a pocos pasos de donde estamos. Hay que hablar, hay que exponerse a su dialéctica feroz, una hora o más. No ganar, no vencer, cuando mucho hacer tablas. Escuchar, reflexionar, casi aceptar cuando me dice, “Con esa profesión de mierda que estás pretendiendo, vas camino a convertirte en un burgués, también de mierda”. Finalmente decir, casi sin creerlo, “Yo nunca seré un burgués”. Y entonces ver su sonrisa irónica, casi de perdonavidas, sentenciando el resultado de su postulado previo, y agregando, con una fe tampoco muy intensa, tampoco muy creíble: “Por eso yo estudio Literatura”. Finalmente me absuelve, finalmente salimos, finalmente vamos hacia mi casa (la de mis padres) que está vacía; papá en el trabajo, mamá en Bolivia, mis hermanos todos distribuidos en lejanas ciudades.
Caminamos en silencio, como dos desconocidos que, sin embargo, van a enredar sus cuerpos en la búsqueda de un orgasmo, como los de antaño, pero ahora con mayor experticia. El silencio me lleva a pensar en otra mujer silenciosa que conocí en Córdoba, con la cual tuve una leve relación, que casi no decía palabras, que se comunicaba más por gestos y gruñidos de diferentes tonalidades, según su estado de ánimo, y que afirmaba ser una Neandertal. Explicaba, con pocas y entrecortadas palabras, que era descendiente de un grupo de aquellos primeros humanos que había subsistido durante miles de años en la clandestinidad y en el más absoluto de los secretos. Que se había adaptado y mimetizado, que había afinado sus rasgos y su cuerpo, hasta ser esa hembra rotunda, terriblemente bella, que sí hacía el amor con un primitivismo que te desarmaba el cuerpo, que te robaba partes del alma. Y así, a pesar de mis 19 años, me dejó desbaratado, pero feliz. Luego, siguiendo su supuesta vocación de nómada, un día se fue, sin siquiera despedirse.
Ahora, María está conmigo. Hemos llegado a casa. Se desnuda, orgullosa, mostrando sus frutos producto de la genética y de la sabiduría de la naturaleza, en una estética erótica, digna de una súcubo sin serlo, pero siendo maravillosa, deslumbrantemente humana. Su sabiduría es enorme, no obstante sus 19 años; su pasión, más intensa que la de ayer; su entrega, absoluta, incondicional. Todas las maravillas del planeta, todos los gozos, todos los placeres se condensan en aquel reencuentro. Hay el sol del sexo, la brillantez de la ternura y, quizá, algo más, agazapado entre la belleza de los cuerpos enredados, de los espíritus que se manifiestan, en el fragor de la carne. El día, el que al menos vive en nosotros en ese breve tiempo, ha dejado de ser gris. Luego, recuesta la cabeza en mi tórax y, al cabo de unos instantes, yo siento un líquido tibio que me moja el pecho. Me alarmo, le pregunto por qué llora. “Es que te quise tanto”, me responde, y luego agrega, “pero ahora ya no. Ahora sólo puedo desearte por algunos minutos, hasta saciarme en ti, hasta ser yo en ti. Después, todo pasa, vuelvo a ser yo misma. Por eso lloro, por el sentimiento, por el amor que perdí y que ya no existe”. Al rato añade: “Tenía razón cuando dije que era una hermosa mañana para suicidarse”. La abrazo fuerte, la acuno entre mis brazos, y un sollozo brusco, inesperado (aunque tal vez sí), se abre paso en mi garganta viniendo desde el corazón, y cobra su dimensión sonora en la pequeña habitación donde está mi cama y, sobre ella, nosotros dos, desnudos, huérfanos, secretamente enamorados.