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El Brindis

Márcia Batista Ramos

Cuando estalló la guerra todos los hombres fueran al frente, hasta el cura Maximiliano que, dijo que sería más útil allá, que en el pueblo. Pero don Antonio, no fue a la guerra porque era tuerto, no podría disparar y también, era cojo, la marcha sería muy pesada para él. Se quedó arando tierras, yendo al pueblo vecino para traer la correspondencia que llegaba por el tren, cuidando animales y faenando cuando se daba el caso.

La hermana mayor de mi bisabuela era la tía Estelamaris, mujer soltera y huesuda, siempre estaba con Dios en la boca. Miraba al horizonte, como si esperara la llegada de alguien. Sus ojos claros parecían que iban a derramarse a cualquier instante, pero ella nunca lloraba: – Ya secaron mis lágrimas –decía, después miraba al horizonte, otra vez.

Las manzanas verdes, siempre eran grandes, parecían hinchadas en el frutero de cristal que reposaba sobre el mantel blanco. Nadie sabía quién había tejido los días tan lentos en aquellos tiempos de guerra. Las horas se arrastraban desde el almuerzo hasta la cena, mientras las moscas, que posaban en el muro de atrás, donde daba el sol, desaparecían una a una antes de la oración, sin dejar el menor rastro de su paradero.

En la casa, las mujeres rezaban el Ángelus a las seis de la mañana, a las doce del mediodía y a la oración, o sea a las seis de la tarde, todos los días, excepto durante la pascua.

La guerra llevó a mi bisabuelo, a su hermano, a su cuñado y a sus hijos para pelear en otras bandas y las mujeres se quedaron en la casa con el ojo clavado en el techo la noche entera, murmurando:  –Infunde, Señor, tu gracia en nuestras almas

Las noches eran más largas, así mismo, no alcanzaban para dormir y ellas, preocupadas, rezaban despacito en sus almohadas con la seguridad de que Dios y la Virgen escucharían sus plegarias.  

Cuando, por fin, el primer gallo cantaba, ellas corrían al oratorio, despeinadas, con sus camisones blancos y sus mantillas de lana negra y empezaban a rezar en voz alta, para así, juntas, llegar a Dios: –El ángel del Señor anunció a María…

El huerto, no representaba una distracción, era apenas, una cuestión de sobrevivencia. Ellas carpían, cuando tenían que hacerlo, aporcaban, si era el momento, deshierbaban, como hormigas disciplinadas… En fin, sacaban el sustento de la tierra, mientras los hombres en el frente, preferían matar a los enemigos con el machete, para no gastar pólvora.

Si alguna de ellas suspiraba, otra respondía: –Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios…

Ellas sufrían en silencio. Lo peor, era cuando llegaba don Antonio, el cartero del pueblo, ellas, prácticamente, dejaban de respirar y con gran amargura agarraban la correspondencia, lo despedían rápidamente, para poder leer las misivas llegadas del campo de batalla.

Luego, con gran alivio, tomaban el té con sonrisas y dando gracias a Dios y a la Virgen.

Un día terminó la guerra, porque un día todas las guerras terminan. Los veteranos regresaron, pero, gracias a Dios, en la casa no faltaba ninguno. Todos volvieron gracias a Dios y a la Virgen.  

A la hora de la cena, todos estaban felices brindando con vino viejo, pero la tía Estelamaris, mujer soltera y huesuda, se sintió mal en plena cena y mi bisabuela fue con ella a su dormitorio para atenderla, enseguida las otras mujeres de la casa corrieron para acudir a sus gritos.

De repente hubo silencio en el cuarto de la tía Estelamaris, los hombres en el comedor también se callaron, empero, el llanto de un niño se hizo escuchar por toda la casa. En ese momento, ante las miradas sorprendidas en la mesa, mi bisabuelo, alzó su copa de vino y dijo: – ¡Brindo, por el único tuerto de la parroquia!

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