Pensando en Odessa. Antes de irme tengo que ir. Bajar la escalinata. Yo soy el bebé en el coche. Al fin está el negro mar que he visto, y Catalina emperatriz, iluminada por las estrellas y el parque griego. Pienso en Odessa, pienso en ti. En ostras con queso derretido.
Pasó la hora en que se alista una pasta, a las diez de la noche. Chopin, Purcell, a todo volumen Purcell, los coros femeninos, la celebración, mientras bajo por la calle 8. Muevo los dedos, director fantasma de coro espectral. Soy solo el mago de Kharkiv, no el de Lublín, y peco como Onán. Y pienso que no vi el bosque de la frontera polaca, y me pregunto qué fue de mi vida. Virgen de la Macarena en el cd. De noche, cuando me acuesto, le pido a la virgen de la Macarena, o algo así. ¿A quién pido yo? Madre, padre, no me olviden que la noche me rodea y van quemándose los focos.
Raspo un parmesano. Córdoba, Argentina, en el abasto, con las hormas negras de queso hasta el techo, cinco metros de queso. Y bolas largas de provolone. Era la Argentina de la muerte, los setentas. Lo sabía y seguía yendo al cine: Tarkowski, Wajda, Las señoritas de Willco, Stalker, la Zona. Mientras la gente huía y los automóviles andaban con luces internas encendidas, no fuese que los confundiesen, o acribillaran, y los volaran por encima del lago de San Roque para tirarlos con peso, desventrados, a las aguas calmas.
Qué lejos aquello. Cantatas, arias de Vivaldi. De no creer que volaban aviones cargados de cuerpos, apilados como reses para satisfacer el canibalismo nuestro de cada día, la sangre diaria, la carne, el excremento. El domingo pasó entre lluvia y granizo. Hojas mojadas, pastos húmedos. Odessa, claro, pienso en ella y pienso en ti. Me preguntas si te matrimoniaré, si quiero tener hijos pelirrojos que digan de la ciudad del mar oscuro casa, de la antigua tierra que cultivaban los argivos para llevar a la lejana Troya, donde los héroes morían. Pero también comían y fornicaban.
Voy decidiendo. El tiempo del llanto se ha sentado a descansar y piensa. Miro, por la falta de peso, que debajo de las tetillas crecieron un par de arrugas. Espalda curvada, bíceps de trabajo, el cuello de toro de los Ferrufino, el deseo. Los potros Ferrufino, decía mi padre, y ese hombre caminaba como un soldado japonés a sus ochenta años. Cerró los ojos y se fue yendo, escuchándome. La muerte de Gengis Khan. La estepa llora, los pastos se han hecho grises. Mi cabello encegueció y las manos se aclararon. Nunca más, es frase ambigua, porque cada vez que me veo está él, el caballo salvaje de los años cincuenta, el paso vivo del día antes de morir. Lo he visto, yo apoyado en una columna de la catedral, cruzar la plaza principal sin mirar a nadie. Nadie se le acercaba, era hosco; estaba consigo y bastaba. Lustrarse los zapatos. Comprar el periódico y sonreír. Duro hombre de bella sonrisa.
Cortado chico y agua sin gas, por favor. Que cortés fue, y valiente. Sonríe, Joaco, el Joaco de Alicia, que por ahí andan los dos guardando mi casa, consolando, lavando mis pañuelos que ya no se mojan.
Murió Joao Gilberto. Le gustaba a mi ex, lo cantaba. Hoy, manejando, aprendí que la bossa nova es un samba lento y pausado. No lo sabía. Lo escuché, dos horas, por la tarde. Lo comprendí al fin; no diré más que es una mierda. Todo tiene antecedente y posterior. Nada se inventa de la nada. Cristina me escribe si tengo inconveniente con el color de sus cabellos. Tus hombros son los mismos, respondo, el color del agua que los moje será bienvenido. Anunciamos el encuentro con tambores, si se da, y nada desafinará entre nosotros, ni el púrpura ni la arruga, que la belleza flota y el aire huele a cedrón. Yo necesito saber si quieres ser mi amante, cantaba Camilo Sesto. Pues lo necesito, dímelo, antes de que la lluvia deslave las huellas y sobre la tierra no queden rastros.
Tus ojos… tus ojos cántaros de miel…
Paso vivo, el soldado japonés camina 30 kilómetros por día. ¿Cuántos caminaste hoy, papá? Más japonés que los japoneses, más Mishima que los suicidas. Dragón, botas fuego por la boca. Dragón, vuelas.