Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Sería 1993, o 1994. Los bosnios ya estaban asentados. Denver había recibido una gran cantidad de refugiados de la guerra de los Balcanes. También los rusos, que llegaron en masa luego de la Perestroika. Muchísimos de ellos de origen judío. Israel se llenó y el resto se vino. Esos años, entonces, en el inmenso warehouse del Denver Post, conversaba con una pareja de georgianos, artistas, universitarios, que habían emigrado. Su historia se ligó a la de mi amigo Karolyan Seferyan, de quien he hablado y posiblemente lo haga más, del círculo mafioso que creó en el lugar aprovechándose del grupo inmigrante que comenzaba otra vida.
Conversábamos, decía, de Sergei Parajanov (o Paradjanov), el soberbio director de cine nacido en Georgia. Por supuesto de la ya mítica película El color de las granadas, pero específicamente de La leyenda de la fortaleza Suram, sobre la cual la mujer detallaba aspectos geográficos e históricos, míticos, de esa minúscula región del mundo de imposible belleza. Desde aquella época no he vuelto a ver cine de Parajanov, ni tengo ninguna de sus obras conmigo. Se quedaron por doquier en la diáspora del amor.
Con Linceo a proa, mirando más lejos de lo que el destino podía ver, la nave de los Argonautas ingresó al cauce de las aguas georgianas donde todavía se afirma está el Vellocino de Oro. Me acordé de ellos ante las monumentales esculturas de los Dióscuros en la noche paseada de Roma en compañía de Marcela Filippi. Cástor y Pólux formaban parte de los marinos de Jasón, como varios otros héroes griegos en la odisea colectiva de una cultura mayor. Hermanos de Helena de Troya y de Clitemnestra, sujetos a un arduo debate acerca de su paternidad siendo Leda la madre. Quiero recordar que los hallé, de pie, en la subida de las gradas que llevaban al jinete Marco Aurelio. Puedo equivocarme y no importa. Incluso me tomé un par de fotos en la entrada del Vaticano en donde dormía el demonio Bergoglio, sagaz Mefistófeles engañador del mundo.
Hago un alto para regar las cincuenta cactáceas de mi ventana. Sedona, el desierto de Arizona, el de Sonora, trasladados a casa, la sequedad del valle alto cochabambino, las soledades de Tilcara y Humahuaca. La flota de la memoria avanza entre la polvareda, polvadera la llaman en el norte argentino. Un alto para beber vino en jarra, de aluminio.
Clitemnestra “ojos de vaca”, “mirada sombría”, mata a su esposo Agamenón y ahí se liga conmigo para siempre, porque nunca he podido olvidar la oda homérica y la constante presencia del rey de Micenas. De la mayor de mis obsesiones, imperiosa necesidad de ver aunque no quede nada, de sentir en el cauce de un posible ya seco lecho del Escamandro, de buscar Pérgamo con el énfasis mismo para Ilión. No Europa, cierto, pero casi, casi, a un palmo de lo que hoy se considera un lado y el otro. Me quedo con el mundo antiguo, que era uno y solo, con límites que se extendían hacia Escitia y el Indo. Por eso me encanta leer a Claudio Magris y a Robert Kaplan, entre otros cronistas con las mismas manías.
En tales búsquedas tropiezo en una librería de viejo con un pequeño libro: Ordzhonikidse, héroe del Cáucaso, obra de ficción de dos oscuros autores soviéticos (V. Sablin y Z. Fazin). No se debe a un prurito personal por indagar acerca de las vidas de caudillos bolcheviques; mejor sería olvidarlos, sin ser posible. Este líder georgiano siempre atrajo mi atención, de hirsuta melena y bigotes agresivos. Víctima, sin duda, de los enfermizos celos del pequeño cojo: Stalin, a pesar de que todavía se anota su muerte como suicidio. Que le hacía sombra al “hombre del timón” (Barbusse), pues claro, y que se agrandaría esa mácula capaz de terminar con el tirano. Más fácil suicidarlo. He abierto el libro y seguido algunos diálogos. Me interesa; por ahí aparece Bujarin, pero en especial luchas tribales de los montañeses, su repudio y forzosa aceptación del régimen comunista, detalles de la guerra civil en las regiones del Don, Kuban y el Terek, donde había nacido él. Una digresión del recuerdo: el personaje El cosaco de Robin Wood, dentro de su genial galería de caracteres varios y diversos, provenía de allí, de las sotnias que todavía están, de una contemporaneidad trágica hoy en que cosacos ucranianos enfrentan a cosacos rusos en la “operación” militar de otro tirano físicamente enano. Miro fotos de lo que fue la república del Terek y estoy pasmado del bello y brutal panorama. Me urge leerlo, así valga literariamente poco. Creo que Arthur Koestler habló de Ordzhonikidze en sus memorias, a ratos se pierde el recuento de lo que fue y no. Difusa y divina interacción entre realidad y fantasía. Tanto en lo que quisiera creer, tanto que olvido.
Alcancé la medianoche mirando, en polaco (que no entiendo), el filme Piłsudski (Michal Rosa, 2019). Énfasis en los años que van de 1901 a 1914, la formación de la rebelión polaca que devolvería la soberanía al país en la figura de Józef Piłsudski, antiguo terrorista y futuro líder supremo de Polonia. Fascinante. Apenas una mirada a la entrada triunfante del mariscal en la Varsovia de 1918. Luego vendría la guerra con la nueva república de los soviets, período que produjo uno de los libros más hermosos de la literatura: Caballería roja, de Isaak Bábel. Tragedia eterna de los pueblos eslavos. En E. H. Carr recuerdo la preparación del viaje de Mijail Bakunin a reforzar la insurrección polaca de 1863. No se cumplió. Aleksandr Herzen, Richard Wagner, la mencionaron, fue un hito revolucionario, otro, ahogado apenas parido.
Algo reducida mi visita al “este de Europa”, solo un guiño a la pasión que despierta en mí. Me presto la melancolía de Mircea Cărtărescu, Olga Tokarczuk, Herta Müller, el paseo onírico de Oscar de Lubicz Milosz por la fantasiosa Lituania, la apacible liturgia no religiosa de Aguas primaverales de Iván Turgueniev. Ciclo que para mí no ha terminado, que recién empieza siendo optimista.
Comencé con Sergo Parajanov, a quien debo ver de nuevo, su riqueza surreal y también barroca como en los versos de Else Lasker-Schüler, al onírico azulino ambiente. “Y la nube de la noche se bebe mi profundo sueño de cedro”.
Al fondo del crepúsculo cabalgan los salvajes potros azules de Franz Marc. Después, la oscuridad, fugitivos espectros de las peores pesadillas. Muros de la fortaleza de Suram, historia estrellada, seca sangre. Cantan los remeros del Argo, lo hace Orfeo; el oro corre como finísima arena y se detiene en los bucles de lana de sacrificados corderos.