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Dos poemas de las sílabas del tiempo

Santos Domínguez Ramos

CREPÚSCULO ESPAÑOL DE CASANOVA

Cae la tarde amarilla, se va precipitando

la sombra tras las copas espesas de los pinos.

Y estos paisajes hondos, este otoño de viñas

me hablan muy lentamente del final de la hoguera,

de estas brasas que huelen a una dulce tristeza.

Me consuela la calma que tiene el campo ahora.

Me miro en el silencio interior del crepúsculo

y en el agua del río,

en el agua que corre somera y transitoria

oigo hablar a los muertos que fueron mis amigos.

El final de la tarde, con esta luz serena,

con esta mansedumbre de las convalecencias,

me entrega su piedad a la hora del espanto.

A esta edad la Fortuna ya no mira a los hombres:

mi equipaje es un hueco, un baúl de extravío,

lo que saldan las horas, un bagaje de humo

que pesa más ahora que cuando estaba lleno.

Mira otra vez. Quizá

solo es esto la vida:

Un túmulo de arena al sur de la ventisca,

la estatua indiferente en donde posa un pájaro

su frágil tiempo de aire,

la sombra del caballo contra un muro de agua.

Sí. Quizá los minutos, como las caracolas,

son huellas de cristal sobre la nube,

el péndulo marino que duerme en las campanas.

Tal vez la vida sea más un lugar que un tiempo.

Un lugar que confunde la máscara y la piedra,

la vigilia y la lluvia, los días y los nombres

en la hora de la esfinge y las inundaciones.

Tal vez la vida es esto:

la voluntad de nieve que hay en las pesadillas,

el espíritu áspero de una emulsión de lodo,

un incendio que sube por el acantilado,

cenizas y pavesas sobre las olas verdes,

la confusa blancura de las constelaciones.

Quizá sólo sea eso lo que la vida quiere:

fluir y atravesarte

como un inconsistente apócrifo del viento.

Mis ojos sólo miran el lugar de su ausencia.

Santos Domínguez Ramos

CERCANO COMO UN PÁJARO

Y donde hay un almendro hay un poquito de luz que es un temblor.

(José Antonio Muñoz Rojas)

El viento trae de pronto,

de un tiempo que no es suyo,

esta luz de equinocio que viene del futuro

a calentar el aire en la tarde de enero.

Un aire en el que crecen las raíces del pájaro

que cantará secreto en las frondas de mayo

desde la transparente prehistoria de su vuelo.

Y el aire iluminado

en el limpio cristal del horizonte,

el aire aún transitado por la estirpe del buitre,

herido todavía con un hielo de grullas

y de frutos leñosos de los bosques de invierno,

presagia ya otras tardes en la piel de la roca.

Tardes para la jara, con su dolor blanquísimo,

o el cárabo en el tibio tronco, en la conjetura

que no contiene el día, en el aire que agita

la silueta veñoz de la abubilla en vuelo

y el color encendido de los abejarucos.

Y en donde acaba el aire, el lugar de la mantis,

su acecho camuflado entre la hierba,

el sitio del reptil y de los ciervos jóvenes

que ven crecer la muerte en su mirada púber.

El final del paisaje es la luz habitada

por el tímido sol de esta tarde de enero

donde deja su huella caliente la mirada.

Esta tarde la vida se parece a este gato

que duerme ajeno al tiempo detrás de la ventana,

consciente de sus límites, tranquilo en su frontera.

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