De: Patxi Irurzun / Inmediaciones
Ella se levanta media hora antes que yo y deja la luz del pasillo encendida, para no despertarme. Cuando se va a la ducha yo me giro en la cama y ocupo su hueco en el colchón, como si necesitara acumular su calor, apropiarme de su olor, hasta que volvamos a vernos por la noche. A veces me quedo dormido completamente y no la oigo volver del baño, pero casi siempre suelo permanecer en una plácida duermevela y mirarla mientras se viste, sin que ella se dé cuenta. Nunca se lo digo, pero me siento afortunado de tenerla a mi lado. Cuando se va a la cocina la oigo hablar con mi hijo, darle las últimas instrucciones, antes de que este baje a coger el autobús para el instituto (y a él responder con la insolencia adolescente del que cree saber ya todo sobre la vida). Poco después suena por primera vez la alarma de mi móvil. Iron Lion Zion, de Bob Marley. Siempre intento poner canciones que me den la fuerza necesaria para afrontar el día, pero siempre acabo aborreciéndolas.
La segunda alarma suele coincidir con el ruido de la puerta cerrándose por segunda vez, que sume la casa en un extraño silencio, solo roto por los portazos de otros pisos, como carraspeos del edificio, desperezándose también. En la habitación de al lado oigo a mi hija pequeña suspirar o cambiarse de postura en la cama, y me agrada saber que todavía no me he quedado solo. Me levanto con el tercer aviso del móvil. Me estiro durante dos o tres minutos. La noche es el territorio en el que el paso del tiempo coge ventaja e intenta hacernos desparecer, reducirnos. Por eso nos estiramos cada mañana. A pesar de todo, cada mañana sueño con un día, solo uno, en el que pueda quedarme hasta el mediodía en la cama, durmiendo un poco más, leyendo los libros atrasados, viendo la lluvia caer a través de la ventana…
En el baño, antes de entrar a la ducha, veo en el espejo a un señor mayor que me mira extrañado. Pienso que llevo ya demasiados días sin afeitarme, sin sacudirme la ceniza de la barba. Pero me da pereza. Es extraño afeitarse. Acuchillarse cada día la cara para parecer civilizados. Giro el grifo del agua caliente, buscando la temperatura adecuada, vuelvo a girarlo una vez dentro de la ducha dos o tres veces más, hasta que el agua me quema en la piel. Algunas mañanas recuerdo un cuento que escribí, en el que el protagonista desaparecía bajo el agua caliente, convertido en una lágrima de vapor sobre los azulejos; otras en una campaña del gobierno brasileño que recomendaba mear en la ducha para ahorrar agua.
Me visto. Miro mis botas mientras me calzo. Mis botas conocen cómo huele el suelo. Podría reconstruir mi vida, volver sobre mis pasos, si pudiera ver todas las botas que he tenido. Preparo el desayuno. Despierto a mi hija. Me gusta hacerlo. Ser la primera persona que ella ve cada mañana. Sentir que todavía permanecen en su aliento y en su pelo el mismo olor que cuando era un bebé. Desayunamos juntos. Limpiamos nuestras gafas con el faldón de mi camiseta. Vamos juntos al cole. Llegamos al patio cuando suena la música de entrada. Siempre es una música alegre, para afrontar el día con fuerza, una música que, al contrario que la del móvil, no llego aborrecer, tal vez porque mientras la oigo me despido cada día de mi hija con un beso.
Vuelvo a casa. Mientras camino pienso qué tal le irá hoy a mi hijo en el instituto. Y a ella en el trabajo. Oigo también, mientras camino, a mis huesos viejos y cansados gritarme, a mi corazón pedir auxilio. Tengo ya casi cincuenta años y por primera vez en mi vida siento miedo de la muerte, de la enfermedad, tal vez porque, es extraño, por primera vez en mi vida también, soy relativamente feliz. Subo a casa por las escaleras. Me engaño a mí mismo creyendo que así espanto ese miedo. Después, entro a casa, enciendo el ordenador y, como cada día —tengo tres horas, antes de empezar a cocinar y volver a por mi hija al cole— intento escribir algo.