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Crónicas del desierto I

Hace tiempo que la emotividad ha desaparecido de mis viajes. Creo que planearlos con un semestre de antelación me va poniendo en situación, quitándole cierta parte emocional.  No ocurre lo mismo con este, que apareció de rebote hace poco menos de un mes. Una oportunidad, nos dijeron, para poder entrar en otros lugares. A Arabia Saudí no se llega sino es con invitación. Es esa concepción del turismo como invasión bárbara -que lo es- un foco de desestabilización y puesta en peligro de los sacrosantos valores tradicionales. Mezclar culturas crea culturas nuevas. Aunque eso, parece que también quieren cambiarlo.

Dicen que se están preparando para el 2030, cuando comience el declive del petróleo, que es el momento de la modernización, de publicitar la occidentalización controlada, pero me han regalado tres abayas – túnicas escondedoras de formas corporales-, no vaya a ser que olvide que soy ese oscuro objeto del deseo, y un largo listado de sugerencias de comportamiento: los noes. No hablar con hombres, no salir sola, no ver fijamente a los ojos, no sonreír en exceso, no tocar ni besar, no canturrear, no bailar … así hasta 28 infracciones por las que, los veladores de la moral y el miedo, podrían sancionarme. Pero, lo importantísimo, lo imposible de olvidar es llevar la funda del edredón puesta. Parece que Jefe, sólo ha tenido que verme leer:

Quizás sería más prudente que no fueses. Enviar un grupo compuesto de  hombres y evitarte incomodidades.

Pues sí,  puedo ahorrar saliva  dejando que hablen mis fosas nasales mientras relleno los papelitos del visado donde, por supuesto, tengo que tener alguna religión. ¿Torero servirá?¿Abrazadora de árboles? ¿Testigo para jorobar?. Cristiana, por la gracia de dios y la patria, no vaya a ser que no me dejen entrar por chorras.

Por fín, la temperatura, ha puesto de acuerdo a las ciudades y puedo llenar las maletas sin por si acasos. Comienzan a oler los campos y el polen revolotea sin obstáculos hasta mi nariz. El termómetro marca 17º a las 10 de la mañana, hora en que los coches vienen a llevarnos al aeropuerto.

Abro la ventanilla para que me dé el aire, el mariposeo del estómago se hace más y más grande a medida que nos acercamos al aeropuerto. Hacía mucho que no tenía esta sensación de alegría e inquietud y tras facturar el equipaje, ni lectura ni conversación la aplacan.

Te cuidaremos, tranquila. Pase lo que pase, nosotros estaremos de tu parte.

Lo único que me preocupa, de verdad, es terminar delante del juez por olvidar desaparecer. Que nuestro guía/espía, sea un cabeza cuadrada y en vez de ayudar, se chive. Por lo demás, el reto me resulta apetecible y enriquecedor. Reencontrarme con los fantasmas y, ahora, ser uno de ellos, es algo más que una aventura. Me apetece escucharlas, saber que muchas han vuelto de Londres, París, Nueva York, Berlín… para que las cosas cambien fuera y dentro de casa, porque estoy convencida que por ahí llegan, también, los mejores cambios. Que el poder teme lo que no controla y las sombras son difíciles de agarrar. Por suerte, no tendré que ponerme velo ni taparme la cara. Ya veremos, quizás termine comprando un niqab (velo que tan sólo deja los ojos libres) y una abaya totalmente negra – las que me han regalado tienen grises, granates y beige- No nos alojaremos en hoteles, sino que nos han cedido varios compounds -urbanizaciones privadas para extranjeros o espacios libres de normas- y, aunque el tiempo en Riad, Jeddah o Medina será corto, hay que aprovecharlo todo. Pero, lo que realmente espero es que el desierto y sus colores sean mayores y más importantes que mi persona.

El avión despega con puntualidad británica y durante las 7 horas que dura el trayecto, intento familiarizarme con el paisaje, releo normas, planing de citas -que tendremos que cambiar teniendo en cuenta las 5 llamadas al culto – y fantaseamos en cómo saltarnos las reglas sin que se note demasiado. Cualquier historia termina conmigo encarcelada.

Llegamos anochecido (19,10) y el piloto nos advierte que debemos prepararnos para la oración. Los pasajeros van saliendo en tropel mientras nosotros seguimos en nuestros asientos, sin entender nada. La sorpresa se desvanece a los 10 minutos, cuando llega el sonido de la mezquita a través de una radio. Caminamos hasta la recogida del equipaje y, el hervidero que hay en un aeropuerto internacional, se convierte en un mannequin challenge. Media hora más tarde, pasamos por aduana en una cola unitaria -me advirtieron que podría haber filas segregadas por sexos- y, al salir, encontramos a Ahmad, nuestra sombra oficial saudí que me recuerda la necesidad de ponerme la abaya. Ya empezamos.

Ha llovido en Riad o, por lo menos, el suelo está mojado. Ahmad hace una primera visita turística a la ciudad, lo que agradecemos y es entonces, cuando me doy cuenta que estoy al otro lado del mundo. No hay gente, sólo coches a toda la velocidad que dejan los atascos. Nos adelantan por la izquierda, la derecha, el centro, el hueco que quedó entre la acera y nosotros. Hacemos una parada en un establecimiento de comida rápida: tres ensaladas, tres bocatas y tres zumos de naranja para llevar, que cuando lleguemos a casa, no habrá nada para comer. Hace calor en Europa, pero llueve en el desierto. Las luces de la ciudad se reflejan en el asfalto: verdes, azules, rosas, amarillos… las del monumento con forma de sacacorchos y se extiende como una nebulosa por todo el paisaje, reverbera de la misma manera que lo hace una aurora boreal, pero con turbante. Yo creí que era Australia y no Arabia, quien tenía los pies en la cabeza y la cabeza en los pies. Me equivocaba. Rodeamos una muralla con alambre de espino en su parte superior, al llegar a la entrada, una tanqueta y una garita protegen la barrera de acceso. Ahmed nos pide las tarjetas de identificación que entrega al guardia. Tras una rápida comprobación, nos adentramos en la muralla.

¿Es un palacio? pregunto.

No, es vuestra casa.

Me he saltado una norma y no ha pasado nada. ¡Bien, por Ahmed! Ni en sueños imaginaría un lugar así. Una urbanización de palacetes ajardinados. Una ciudad dentro de la ciudad. Una cárcel en la que se vive mejor que fuera. Hay supermercado, colegio, gimnasio, cine (prohibido fuera), restaurantes, piscina. La casa donde viviremos los próximos 5 días, consta de dos pisos, ascensor, salón en dos alturas con comodidades desconocidas para nuestras ignorantes mentes, 9 habitaciones, 7 baños, 2 yakuzzi, gimnasio propio y zona de spa. Piscina climatizada y servicio propio: cocinera y limpiadora que llegarán mañana, para prepararnos el desayuno.

Todavía no se me ha quitado la sonrisa de la boca. Tras concertar la hora en que Ahmed nos recogerá mañana, nos lanzamos a tomar posesión de la habitación ¿Cuál está mejor iluminada? ¿Cuál orientada hacia la Meca? ¡¡Bah. Paparruchadas!! La más alta, que también es la más grande, con baño propio y vistas al jardín y, si se ponen tontos, los escaldo con aceite hirviendo que, aquí, soy la princesita.

Tras probar la piscina, el spa, husmear en la cocina e intentar descifrar qué y para qué sirven algunos aparatos, cenamos y decidimos descansar para el día que nos espera mañana. Aunque me apetezca, no puedo salir a caminar por la ciudad y la urbanización no me parece tan apetecible como lo que hay aquí dentro. De eso se trata, creo. Pero, a pesar de saber que todo esto es el mayor escaparate del mundo, que la nada se solventa con cosas, ahora mismo no puedo decir nada más que: ¡¡VIVAN LOS PETRODÓLARES Y EL MINISTERIO DE DEFENSA!! Ya llegará mañana para cambiar de opinión. Por cierto, se me ocurre que igual hago una “abuela”, es decir, portar la abaya sin bragas y a lo loco.

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