Homenaje a lo gentil
El nacimiento y la muerte son el alfa y el omega de todo ser humano. Entre estos dos puntos es donde se dirime nuestra existencia, nuestro quehacer y nuestra misión de vida. Como diría Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido. En 2023 el poeta Eduardo Mitre cumplió 80 años, mientras que mi abuela, Betty Peñaranda, cumple 100 este año. Este es un homenaje a ambos.
Desde que tengo uso de conciencia, se repite en mí el constructo “las flores son en vida”, se lo debo a mi madre. Los reconocimientos tardíos, los ramos sobre las tumbas frías, el escribirle o decirle algo a quienes no están, solo nos sirve como un consuelo o como parte de un ritual ancestral para preservar la memoria de los nuestros.
Cuando llegaba a la casa de mis abuelos en La Paz, sentía un ambiente distendido y alegre. Con el tiempo se aprende que la alegría es vital para subsistir; de niño, no sabes sobre la maldad, confías, amas y recibes amor. Betty Peñaranda (La Paz, 1924), la mamá de mi padre, se encargó de construir un nido junto a mi abuelo Alfredo, donde crecieron sus seis hijos: Pedro (+), Verónica, Pablo Alfredo, Ana, Julio (+), y Juan. Mi abuelo viajaba constantemente debido a su trabajo, de manera que mi abuela se las tenía que arreglar para educar a sus hijos. Era rigurosa, disciplinada, y por los testimonios que recogí, entiendo que cuidó a cada uno con ternura y también con mano firme. Con los años, los seis hijos aprendieron a protegerse unos a otros, tal como relata la anécdota; mientras jugaban al fútbol, una señora se había aficionado al menor de los hermanos y decidió llevárselo sin mayor protocolo, a lo cual los otros hermanos reaccionaron increpando a la extraña. Mi abuela se esforzó al máximo en la formación de sus hijos; los varones entraron al colegio San Calixto, que en ese entonces era solo para hombres. Con los años, la familia siguió la tradición y una vez que se volvió mixto, tanto hijos e hijas pasaron por las aulas del colegio jesuita, y así por generaciones.
Mi abuela se centraba en mirarnos a los ojos, escuchaba atenta nuestras historias, en un mundo rico en calor humano. La familia es un círculo que no siempre cierra, no siempre es redondo; a veces tiene fisuras, otras veces remaches, pero el trabajo de mi abuela fue y sigue siendo el mantener ese círculo intacto. Como todos en la vida, cada quien sigue su sendero, unos más cerca que otros, pero ella mantuvo la hornilla encendida, el termo lleno y la palabra gentil. A pesar de haber perdido a dos de sus hijos, Pedro y Julio, y aunque no logró recuperarse de aquel dolor, no dejó de seguir compartiendo su amor. Este año llega al siglo de vida, se dice fácil, cien años en los que ha visto pasar guerras, dictaduras, la llegada de internet y todos los avances de la ciencia, otro siglo en el que también constata que el hombre aún desconoce el valor de vivir en paz. Su legado será el dar, el vivir para dar, la calma y su sonrisa, aunque haya sufrido tan hondas pérdidas. Muchas veces pasamos por encima de la necesidad de preservar los afectos, de cuidar los lazos; la realidad es que “el amor es una especie en extinción” y ahí está su mérito, ese es el legado de mi abuela.
Eduardo Mitre (Oruro, 1943), se trasladó a Cochabamba, haciendo sus primeras armas en dicha ciudad antes de irse a Francia a estudiar Literatura, para obtener años más tarde su doctorado en Letras en la Universidad de Pittsburgh. Es en Nueva York donde se dedicaría a la enseñanza y al ars poético. La primera vez que vi a Eduardo fue en el Palacio Portales de Cochabamba en el año 2000. Jamás olvidaré la textura de su voz, que vibraba en mi ser como un manantial. Él fue quien me confirmó la poesía como forma de vida. Su profundidad, su humanidad, el manejo del lenguaje y la belleza de sus imágenes en sus versos me permitieron estudiarlo con ahínco. Hace poco leía «Mirabilia», una bellísima selección de su poesía publicada por la editorial El País, libro que me envió junto con su afecto. De su amplia obra, elijo «El paraguas de Manhattan», debido a esa otra mirada del migrante que no es más migrante sino parte de un nuevo paraje. La poesía de Mitre radica en la observación, en la asimilación de la lontananza, nutre su trabajo del significante, solo así se comprende el sentido y el significado en su poesía. Su obra es trascendental en el mapa del idioma español. Su aporte trasciende gracias a la membrana elocuente y febril de sus versos que impulsan figuras y dan encuentro a metáforas tan lúdicas como emotivas. Hoy, el mundo necesita como nunca de poesía, para el rojo, así como para la paz mental, para cuidarnos de las lenguas venenosas, de las invasiones, de las guerras y de la venganza. Buena falta nos hace versos como “Del sueño en la Pesadilla” La israelí embarazada / y la suicida palestina / en la siniestra llama…Hasta que por fin las entreveo, / riendo juntas en una plaza, / regateando en árabe y hebreo con el vendedor de naranjas.
80 años los del poeta Eduardo Mitre, 100 los de mi abuela. Sus senderos convergen en lo generoso, lo elevado de dos humanos de mirada profunda, sonrisa serena y palabra gentil.