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Hacer la revolución con la plata de papi

No me animo a hacer análisis sobre la guerra de Gaza. No porque no tenga una posición o porque no resienta las atrocidades que desde el 7 de octubre se vienen produciendo. Es solo que para dar una opinión prudente debería tener un mejor conocimiento de la historia milenaria y de la geopolítica ratzeliana (“la lucha por el espacio vital”).

Lo que sí quiero es referirme a ciertos efectos colaterales –pues eso son, pese a que los más dados al protagonismo los sientan como secuelas directas- que ha traído este conflicto.

Estas semanas han sido noticia las manifestaciones contra la guerra entre Israel y Hamás en varios campus universitarios de Estados Unidos. En la universidad neoyorquina de Columbia, docenas de manifestantes ocuparon uno de sus edificios, colocaron barricadas en los accesos, colgaron banderas palestinas y rebautizaron ese bloque llamado (antes de la irrupción) Hamilton Hall, con el nombre de un niño asesinado en Gaza.

Ver movilizada a la juventud puede provocar sentimientos de ternura y esperanza (las crisálidas se transforman en libres mariposas…). Y a algunos hasta puede retrotraerlos a su etapa revolucionaria, cuando en las calles pegaban con engrudo posters del Che o ensayaban grafitis con frases marcuseanas como “seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Todavía no llego a los cincuenta, de modo que no pertenezco a las generaciones en las que era obligatorio para los universitarios de izquierda participar de las revueltas sin importar qué. Unas revueltas en las que sí se arriesgaba el pellejo; o por lo menos la libertad. Lo más revoltoso que he hecho fue pararme junto a unos pocos descontentos frente a la Corte Electoral allá por 1997, para cantarle a viva voz “Los dinosaurios” de Charly García. Reclamábamos en coro la censura que el tribunal ejerció contra nuestro candidato. Él había utilizado esa canción en su campaña electoral dirigida a Banzer.

De ahí que no sienta afinidad con las agitaciones de estos días en algunas de las universidades de Estados Unidos (la mayoría de las cuales pertenece a la Ivy League, que concentra a las universidades norteamericanas más selectivas y caras), en las que los alumnos, lejos de jugarse la vida por una causa, han optado por montar una obra de teatro en la que internalizan sus papeles, al punto de convertirse en los personajes que interpretan y de atraer al público a las emociones más románticas.    

Como acertaba una activista iraní residente en Londres, “los estudiantes de élite de las escuelas de la Ivy League han glorificado tanto la opresión, que ahora han alcanzado el estatus de juego de roles para satisfacer sus fantasías. Se han apropiado del sufrimiento de los habitantes de Gaza. En su historia estadounidense de fantasía, donde la infraestructura de la Ivy League prepara el escenario, los estudiantes interpretan a los habitantes de Gaza y la administración de la escuela interpreta a Israel. Israel (la escuela) está bloqueando su ‘ayuda humanitaria básica’, y si no la reciben pronto, ‘morirán de sed y hambre’ (adueñándose de las experiencias exactas de los habitantes de Gaza). No se ve esto en escuelas de grado inferior con nenes de nivel socioeconómico más bajo porque estos no están plagados de la culpa del privilegio que están tratando de lavar a través de juegos de rol de sufrimiento fingido en Medio Oriente…”.

A esta puesta en escena, más parecida a una farsa que a un musical, se le escapan fallos en la continuidad de la producción (que parecen responder a la falta de un guion claro y verosímil). Entonces vemos, por ejemplo, escenas en las que “pacifistas” con reminiscencias hippies están sentados en el verde césped del campus de la Universidad de Princeton con guitarra en mano, alrededor de una bandera de Hezbolá; una organización terrorista.

Y en otro acto escuchamos a una dama (que quizás en otro escenario caracteriza a una feminista) envuelta en la bandera palestina negando las violaciones de miembros de Hamás a mujeres en Israel, bajo el grito de: “las judías son demasiado feas para ser violadas”.

Lo cierto es que no me convencen. En general, no encuentro algo auténtico en la lucha de esos muchachos que no sea una búsqueda de algún motivo que los saque del tedio. Los noto, además, aferrados a la consigna juvenil (que todos hemos cumplido) de mostrar independencia frente a unos padres que siguen financiando sus vidas. Y es que eso de hacer la revolución desde un lugar privilegiado, en la que lo único que puede perderse es un par de días de libertad (por romper una ventana) o cinco puntos en una materia, no es del todo heroico. La juventud no siempre es divino tesoro.

Eso sí, estos chicos han conseguido llamar la atención mundial y distraer de lo que verdaderamente merece la mirada y la compasión de todos. Porque no sé a ustedes, pero a mí me desgarran más las mujeres vejadas o secuestradas en Israel y los niños palestinos que mueren de hambre o asesinados en Gaza por la impiedad de Netanyahu, que los estudiantes sacados a la fuerza de sus tiendas de campaña en algún hermoso patio de una elitista universidad estadounidense.  

Aunque quizás toda mi crítica se funde en la envidia que les tengo a esos jóvenes, que pueden jugar a contraculturales desde espacios tan elevados. Pasa que como alguien decía, yo también quería ser hippy, pero mis padres no tenían tanto dinero…

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