Alfonso Gumucio Dagron
Los senderos de la literatura son curiosos: alrededor de cada obra se tejen otras historias, ancladas en la realidad, aunque a veces pletóricas de fantasía. Las motivaciones de los escritores se conjugan con las de los lectores y trascienden aquello que contiene la obra entre la tapa y la contratapa.
¿Es Jean Cocteau un escritor sobrevalorado? Esa pregunta rondaba mi pensamiento mientras leía “Les enfants terribles” (1929) que nunca había leído antes a pesar de mi larga estadía en Francia durante la década de 1970. O al menos no recuerdo haberla leído. Hay veces que uno olvida los libros que no causan una impresión favorable, puede ser el caso.
Cocteau me interesó más por la manera como construyó su propio personaje, a la manera de Oscar Wilde. Sus excentricidades, las actividades que le permitían estar constantemente en la cresta de la ola vanguardista, sus incursiones en el abanico casi completo de las artes, y su vida privada (pero bastante pública) labraron el personaje del artista inconforme, experimental, surrealista, homosexual, que posaba (como en las fotos) con extravagancia y refinamiento.
Era fundamentalmente poeta, pero no dudó en aventurarse en las artes plásticas, en el cine y en la narrativa, sin dejar de ser poeta. Louis Aragon lo calificó como “poeta-orquesta” por esa capacidad de hacer malabares con diferentes formas de expresión artística.
Me gustan las casualidades y si puedo perseguirlas hasta su desenlace, mejor. Encontré el libro en uno de esos parques de París donde la gente deja ejemplares para que otros los lean, los devuelvan o los cambien por otros libros. De esa manera informal se mantiene el gusto colectivo por la lectura, que es muy fuerte en la sociedad parisina. A nadie se le ocurriría robarse esos libros, como sucedería inmediatamente en Bolivia, una sociedad donde nada se respeta.
Al abrir la primera página decidí leerlo, porque en el primer párrafo, cuando Cocteau se refiere a la cité Monthiers, un pasaje urbano cerca de la Place de Clichy, describe “Estos hotelitos, peraltados por cristaleras con cortinas de fotógrafo, parecen pertenecer a pintores. Podemos imaginarlos llenos de armas, de brocados, de cuadros que figuran gatos en sus cestos, familias de ministros bolivianos y allí mismo vive el maestro, desconocido, ilustre, abrumado de encargos, de recompensas oficiales, protegido contra la inquietud por el silencio de esta cité provinciana”.
Esa mención a los “ministros bolivianos” me pareció tan curiosa que me invitó a leer el libro hasta el final, donde no se menciona nunca más los personajes bolivianos, pero sabemos que muchos se hicieron retratar en París, porque eso le daba más prestigio.
La obra me pareció menor. Un relato de naturaleza cursi no tendría hoy interés y quizás en su época solo lo tuvo por su autor. Es cierto que a través de los personajes de tres adolescentes y otra que se suma después (como en la obra de Dumas), aborda sus temas recurrentes (el amor y la muerte), pero lo hace como un boceto de guion que puede (o no) ser bien aprovechado. De hecho, Jean-Pierre Melville hizo en 1950 un largometraje sobre la obra, aunque los actores parecen mayores que los de la novela. Por una vez, la película es mejor que la novela, y cuenta con la voz en off de Cocteau, el narrador.
La historia es tan simple como inverosímil: Paul, adolescente enamorado de un compañero del colegio recibe de este, en pleno pecho, una bola de nieve con una piedra adentro. Como resultado de ese golpe simbólicamente frío y cercano al corazón, debe guardar reposo indefinidamente, cuidado por su hermana Elisabeth con la que rivaliza constantemente, y de su amigo Gérard, secretamente enamorado de él. La habitación que comparten (sin que aparezcan adultos en la historia) se convierte en un espacio de rencillas, celos, agresiones, actos amorosos, lealtades y deslealtades, que unen a los personajes en un nudo afectivo indisoluble, que solo la muerte puede resolver.
Si bien el argumento permitiría un desarrollo más convincente, Cocteau está más interesado en la escritura, en el lenguaje y la expresión poética, que en la narración. Esa prosa poética hace la riqueza de la obra, no así el argumento, que se convierte en una parábola sobre las relaciones de poder, que podría elevarse en registro simbólico a cualquier esfera de la sociedad. Los hechos más importantes, como la muerte de la madre, el matrimonio con Michael y la muerte casi inmediata de este (en un accidente inspirado en el de Isadora Duncan, ocurrido dos años antes), suceden en pocas líneas, como si no interesaran. Los propios personajes los viven sin pestañear, midiendo solamente los beneficios: independencia y dinero.
Cocteau se solaza en las descripciones de los adolescentes, con frecuencia marcadas por la atracción homosexual. Los juegos a veces peligrosos de estos adolescentes irreverentes y “terribles” trascienden lo anecdótico a través de del lenguaje que convierte lo banal en texto muy estilizado de un narrador externo, no neutro, más bien manipulador de los personajes: Paul (el adolescente enfermo), Gérard (su amigo enamorado), Elisabeth (la hermana un poco mayor motivada por celos enfermizos), y Agathe (la recién llegada que quiebra y reconstruye el trío).
La novela está inspirada en hechos que vivió el propio Cocteau en su adolescencia, cuando estudiaba en el Liceo Condorcet, muy cerca del lugar donde se sitúa la apertura de la novela. El tema del suicidio, recurrente, es una referencia a la muerte del padre de Cocteau, pero también de su amiga Jeanne Bourgoint, quien se suicida en 1929, desencadenando con ese acto la escritura de la novela en muy poco tiempo: apenas 17 días, durante una cura de desintoxicación de Cocteau. Jeanne y Jean Bourgoint, amigos cercanos de Cocteau, son el modelo de Paul y Elisabeth, los personajes centrales de la novela.
Todo lo que Cocteau producía, desde muy joven, era objeto de interés. Sin embargo, él mismo era consciente de que su forma de expresión principal era la poesía, y veía en su obra derivados como la “poesía gráfica”, la “poesía cinematográfica”, o la “poesía pictórica”.
La lectura de esta obra me sirvió de excusa para una buena caminata por los barrios descritos. Estuve en cité Monthiers, que no ha cambiado para nada en todos estos años, y seguí los pasos de Cocteau hasta el Liceo Condorcet, cuya imponente fachada tampoco ha sido alterada por el tiempo.
Generalmente prefiero estas caminatas en París, alejado de los lugares que frecuentan los turistas. Ya tuve mi dosis de lugares comunes durante más de cinco años que viví en la capital francesa, y no menos de treinta estadías después