El 10 de mayo se celebró el Día del Periodista Boliviano. Algunos colegas escribieron en las redes: “no hay nada que celebrar”, y tenían razón. El dibujo de Abecor, que muestra una colección de siete maltrechos micrófonos, parece decir lo mismo. No podemos celebrar un oficio que, en las circunstancias actuales de Bolivia, no nos permite regocijarnos.
¿Hubo tiempos peores? Quienes hemos sufrido la represión de las dictaduras militares, diremos impulsivamente que sí, pero habría que pensarlo un poco más y hacer comparaciones.
Tengo en mi haber dos exilios por mi condición de periodista o escritor en la prensa (nunca fui reportero, siempre columnista). El primer exilio en 1971 a raíz del golpe del coronel Hugo Banzer Suarez, por mi trabajo en el diario El Nacional, que dirigía Ted Córdova Claure, a quien acribillaron con una ráfaga de metralla, pero sobrevivió. Fue una etapa de denuncia y de lucha contra los militares más retrógrados, en apoyo de los pocos que eran progresistas (para no usar términos tan devaluados como “derecha” e “izquierda”). Era mi primera experiencia como periodista de planta y la disfruté durante los pocos meses que duró. Fue una etapa de aprendizaje del oficio, mucho más estimulante que una universidad.
En el exilio hubo que empezar de cero, como suele ser. Mis intentos de encontrar trabajo en Madrid como periodista en Cambio 16 fueron inútiles. Un año más tarde, en septiembre de 1972 llegué a París y allí entendí que para sobrevivir tenía que convertirme en pintor… de brocha gorda. Mi colega y amiga Amalia Barrón, que vivía en la capital francesa, me consiguió varios trabajos, uno de ellos en casa del periodista español Ramón Chao, donde conocí a su hijo, un niño de diez años que luego se convertiría en famoso cantante: Manu Chao.
El segundo exilio fue con el golpe del general García Meza, en 1980, por mi trabajo en el semanario Aquí que dirigía Luis Espinal, secuestrado y salvajemente asesinado cuatro meses antes del golpe. A todos “los del Aquí” nos corretearon, algunos estuvimos clandestinos un tiempo y luego optamos por asilarnos. En mi caso, tuve que huir por la frontera peruana cuando el cerco represivo se achicó. Otra vez el exilio, pero esta vez en México, donde mi amigo Juan Carlos “Gato” Salazar me consiguió trabajo de periodista en Excelsior. Los meses que estuve en ese empleo, antes de irme a la Nicaragua sandinista, fueron también de enorme aprendizaje y muy estimulantes a pesar de que la paga era baja y las condiciones de vida difíciles.
Las persecuciones y los exilios no solamente significaban un riesgo personal, sino que afectaron a mi familia, a mis padres, a mis hijos, a los amigos que me cobijaron en la clandestinidad, y a los espacios donde trabajaba. No solo acallaron al semanario Aquí (donde casi todos éramos voluntarios) sino también CIPCA, donde yo estaba a cargo del área de comunicación.
Partir, dejar todo en el aire, asumir que uno tiene que comenzar desde cero una vez más, es el costo que se paga por decir lo que uno piensa. A pesar de ello, esas experiencias que algunos encuentran aventureras o heroicas, tenían la compensación de contribuir a la toma de conciencia sobre los problemas de Bolivia y parecían servir para algo.
Vivimos ahora una etapa parecida a la de las dictaduras militares, quizás peor porque estamos en una suerte de exilio interno sin horizonte ni oportunidades. Nunca como ahora estuvo todo el aparato del Estado bajo el control absoluto de un partido político, sin independencia de poderes y con movimientos sociales y sindicatos corrompidos por el prebendalismo.
En cuanto a nuestro ingrato oficio, los medios de información independientes de Bolivia son los únicos de la región que no pagan a sus columnistas regulares, ni siquiera simbólicamente. Por añadidura, tampoco podemos encontrar otras fuentes de trabajo ya sea porque lo que escribimos torna incómodos y miedosos a los potenciales empleadores, o porque nos negamos a tragar sapos en trabajos que denigran nuestra condición de libre-pensantes.
A nuestro alrededor el oficio está devaluado, aunque no faltan quienes nos felicitan y “aconsejan” lo que deberíamos escribir (algo que no se atreven a expresar en público). Por otro lado, da lástima ver a jóvenes periodistas que se someten dócilmente para mentir o para ser cómplices de mentiras, que es lo mismo. Se ha vaciado de valores la práctica cotidiana de este oficio que alguna vez fue noble. Nunca fue tan grande el abismo entre las palabras y los hechos. La normalización de la falsedad y de la impostura dañan a largo plazo el imaginario colectivo.
Luego de varias décadas de perseverancia, no ha servido de mucho luchar enarbolando las banderas de la ética que caracterizan al periodismo independiente, y aun así seguimos, sin saber exactamente por qué ni para qué.