Los hechos delictivos que se suceden en Bolivia con creciente intensidad y frecuencia, desde enero de 2006, no pueden ser calificados simplemente como corrupción, tal como esta es definida por los expertos y en las convenciones internacionales contra la corrupción. Tampoco son excesos de uno o de varios funcionarios en provecho particular o en incumplimiento de sus deberes.
La interminable lista de fechorías responde a una política del Estado Plurinacional. Hace mucho que insistimos en mostrar al Movimiento al Socialismo (MAS) como un método de acumulación de riqueza, siguiendo la huella de Vladimir Putin, Hugo Chávez, los Kirchner, los Maduro, los Ortega Murillo; no son partidos políticos, son clanes.
Muchas de las noticias se originan en el despecho de bandas rivales que se denuncian entre ellas porque en los últimos años han cambiado algunas de las reglas del juego, han aumentado las ambiciones de los peces más chicos. Por otra parte, ha crecido la confianza en su impunidad.
El fracaso de la Contraloría General del Estado, de la Unidad de Investigaciones Financieras, del Ministerio Público (del primer al último eslabón) y de todo el sistema judicial (desde la comisaría pueblerina hasta el Tribunal Constitucional) es reflejo de la mediocridad de sus autoridades, de su incapacidad profesional y ¡sobre todo! de su politización. Son serviles a los dictámenes del MAS y ese poder solo quiere más poder y más capital, así sea ilegal.
Suelo citar la frase del no matemático Álvaro García Linera felicitando a los dueños de los autos chutos en los Yungas, “al menos tenían un instrumento de trabajo”, ya no tenían que caminar, que sudar.
¡Impostor! Cada chuto es un historial negro (ni siquiera gris), cualquiera sea su procedencia. Es un objeto que entra al país sin pagar impuestos y sin verificación sobre su potencial contaminante. Es un dinero que no llega jamás a un puesto de salud, a una escuela, a una universidad. Es una competencia desleal y perversa a las empresas legales que importan vehículos con papeles y garantías, que pagan placas, que tienen tanques de gasolina originales. Que crean empleos estables, algo que los masistas parecen aborrecer.
Detrás de cada camioneta sin placa hay un grupo, un clan, un cartel, una mafia, que no solo trafica automotores, sino que está metida en la trata de personas, en el circuito coca-cocaína, en contrabandear armas, municiones, granadas.
Cada “chuto” resta ingresos al Estado Plurinacional (ignora esa ecuación tan simple el presidente economista). En cambio, cancela coimas a una hilera de cómplices: militares y aduaneros hasta el Altiplano (¿ignoran el esquema la autoridad aduanera, el comandante del ejército?). Después se paga a policías, mínimo doscientos dólares por tranca hasta el lugar elegido, casi todos espacios plurinacionales donde la cocaína circula.
Los uniformados se cansaron de recibir solo la “coima”. ¿Por qué quedarse con la “mordidita” si está a su alcance el buffet completo? Fueron perdiendo su dignidad desde que el cocalero los obligaba a amarrar sus zapatones; a cuidar los portones donde escondía sus travesuras amorosas; a trasladar a la novia adolescente; a proteger a grupos de choque. A saltarse promociones, buenos alumnos, especialistas, para poner como jefes a sus adláteres.
La Policía tuvo un momento de lucidez cuando en noviembre de 2019 protegió a la ciudadanía y esos mismos jóvenes también salieron a cuidarla de las bandas azules.
Ahora no hay solución, ni posible reforma, ni anuncios. Jhonny Aguilera ha enterrado a la Verde Olivo que fundó el Mariscal Antonio José de Sucre.