Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Chellis me escribe desde el Hotel Aranjuez. Recuerdo ese hotel. Veinte pesos pagué por el taxi y llegué con una maleta llena que se vació en la noche. Dos días de tina y lujo, de vellos brillosos como finos alambres de cobre oscuro. Escribe mi amiga Chellis sobre libros y traducciones y la promesa de nunca volver (a USA, nunca…)
La familia Carabajal entera chacarera la tarde. Los brazos se mueven, molinetes de viento, aspas. Cantan los últimos quechuistas de América en Santiago del Estero, porque los de Bolivia se hundieron ya en el globalismo asesino de la coca, entraron al mercado y con ello murió el tejido, la quena y cualquier ancestro. Los amos del capital se disfrazaron de indio y eureka. De los pobres siempre mamaron los ricos, y los pobres hechos ricos mamaron también. Y teta no quieren soltar.
Dejemos a los perros ladrar que hasta Caruso pierde voz. No hay colmillos de acero ni punzantes eternos. Solo el mistol. Mejor recordar, porque me han dicho que ya no está, a mi amigo Simón Vides, chaqueño de risa fácil. En el aire zapatean hombres y giran mujeres. Con Simón caminamos hacia el comedor universitario, saice con arroz blanco; trago después; mareo de calles, de hembras mecidas, de ensoñación.
Pez frito del Pilcomayo, gran pez frito del río seco, habitantes de aguas muertas. Violín y piano, chakaimanta, de allí soy de allí vengo regreso y muero. Creo que era Hernán Figueroa Reyes que hablaba del cielo de los quechuistas, de la coca de la vega vandioleña servida en porcelana china en banquetes de Salta. Tal vez en Manogasta, o en Atamisqui. Si es que tienes otro dueño quédate con él, reza la canción en bombo y violín. Arbolito deshojado, ave que vuela sin rumbo, mi vida, soy yo. Quejumbrosos, los machos, llorosos como el assum preto o el guajojó. Trauma de Adán violado por la serpiente mientras dormía debajo del manzano. No era tiempo de Newton todavía sino de lágrimas primigenias. No cuenta la Biblia si Eva lloró, porque eso no importa. Corresponde al que da la costilla por el otro, y por ese costado donde hay una costilla falsa que cuelga, la que se entregó a la historia, el macho solloza por la eternidad. Más le valdría haber perdido los huevos.
Mandinga y Salamanca, debajo de la tierra santiagueña. Aloja, quirquinchos carnavaleros, dios peludo Quirquincho, que viene y va con la creciente. Agua turbia, antiguas quimeras, polvo, rancho en la banda, donde se espanta a la muerte bailando chacarera. Mandinga y quebracho. Corteza roja para recordar la sangre, frutos de algarrobo hacia miel y trago embriagador. Machete que corta la avenida del río, que carga piedras y suena. La guerrilla se insume en el monte, de bala se vuelve sombra. Los muertos danzan porque otra cosa no queda. Por sobre los esqueletos se enriquecen los curacas. Ay, vida, ay fiesta, las chinas agarran el borde de las polleras y las botas de los bailarines chocan con puntas de facón.
Donde estés, Simón Vides, y a mis ánimas que poblaron Santiago, en aquella tierra seca y hostil, van saludos, copas entrechocadas, y bailemos entre hombres al compás de los cuchillos. Ciego maestro Borges, eso te gustaría ver.
Imagen: Abipones del Chaco, ya extintos. Del grupo de los guacurúes, integrado por las etnias toba, pilagá, aquilot, mocovíes (de Wikipedia).