Irma Verolín
Máquina de coser negra.
Negra como la vida de mi abuela,
negra pero lustrosa.
La máquina y yo hemos sobrevivido
a mi pobre abuela
que persistió
en su propio cuerpo
encumbrando los cien años.
Y aquí estamos
en la sorda lucha
de enhebrar y ser enhebradas.
Mi espalda traza una curva
bajo la lamparita
de luz amarillenta
que no me deja ver con claridad
el orificio de la aguja.
El color negro tampoco ayuda demasiado
a mejorar el entuerto
de que el hilo atraviese
de una buena vez
esa nada de aire y miedo.
Me gustaría ver
como un hecho de magia
los dos trozos de tela unidos
bajo mis ojos
en el hueco enorme que se abre
sobre mi pecho.
Pedaleo con vigor
como si corriese una carrera
hacia el infinito
y por desgracia
el hilo se tensa
se corta
nada queda unido, vuelvo a mirar
y repito los gestos de mi abuela
uno por uno:
el linaje de los genes me auxilia
con una perfección
capaz de aterrar a cualquiera, repito
los gestos que pueden asegurarme
el mismo resultado
al mover palancas
al girar tuercas, pero no.
Tal vez la máquina está de duelo
y se resiste.
Mi abuela me vistió desde niña
con ropa surgida de esta máquina
y ahora, nada. Miro las telas sueltas
sobre las sillas,
rectangulares
chatas
y ese color negro
lustroso y negro
que refleja mi sombra
cuando me doblo para enhebrar la aguja
una vez más.