𝐴𝑟𝑡𝑢𝑟𝑜 𝐷𝑎𝑛𝑖𝑒𝑙 𝐴𝑟𝑖𝑎𝑠 𝐷𝑒𝑙𝑔𝑎𝑑𝑜
14 de junio de 1935: Chaco Boreal.
Temor ante los últimos estertores de la misma muerte. Labios mordidos y partidos, ojos hinchados por el polvo y la arena fina que se anida en la garganta. Almas arrancadas de su hogar para vivir la guerra con descarnada realidad, se aferraban a la vida en estos últimos momentos en el campo de Marte mientras traqueteaban las metrallas, fusiles y artillería en busca de carne fresca.
La orden era mostrar al enemigo todo el poderío de las armas antes del mediodía, cuando un avión volara encima de las trincheras. Entonces comenzaba el cese de fuegos.
La misión fue cumplida: ¡No pasarán! ¡Y no pasaron!
Ese 14 de junio no solamente Villamontes seguía en manos bolivianas sino que se recuperó territorio perdido hasta 1934. Sonaron las trompetas de la victoria boliviana en Cuevo, Huirapitindi, Charagua, Cambeití, Carandaití, Taiguati, Boyuibe, Picada Tunari, Ñancoraiza, Abra de Ururigua-Camatindi, Contraofensiva del Parapetí y otras batallas desde principios de año.
La soberbia paraguaya escondió su cabeza en el Aguaragüe y se sumergió en las aguas del Parapetí, de donde emergió la altivez boliviana a punta de bayoneta calada.
Villamontes, ahora una de las ciudades más pintorescas de Bolivia, fue donde Bernardino Bilbao Rioja derrotó a José Félix Estigarribia y todo el mando militar paraguayo-argentino, que días antes emitía con fanfarria mediante prensa y radio la victoria final en favor de sus armas tras la toma de la población de Charagua.
Sin embargo, no tomaron en cuenta que Bolivia recién entraba en calor para una guerra total. Los “pilas” estaban al “borde de un abismo sin fondo”, tal como lo dijera el teniente coronel paraguayo Antonio E. Gonzales en su obra “La Guerra del Chaco”.
Ante tal situación, los paraguayos se aferraban y prendían velas a “san” Carlos Saavedra Lamas y a la diplomacia argentina para que frene al eufórico ejército boliviano que estaba dispuesto a arrollarlos.
Y el milagrito se les hizo aquel 14 de junio. Se paró la guerra.
Soldados de ambos bandos salieron de sus trincheras, angustiados y temerosos primero, luego, al ver que no había disparo alguno, se miraron, acercaron, dieron la mano y se abrazaron. Tocaron las bandas de música. Se bailó, lloró y contaron las peripecias entre los hasta hace poco enemigos a muerte.
América entera estaba en paz, solo se escuchaban los gritos silenciosos de aquellos casi 33.000 bolivianos que murieron en el Chaco defendiendo a la patria amada.
Esos jovencitos de entonces merecen toda nuestra admiración y el recuerdo perecedero por su esfuerzo final para alcanzar una victoria que permitió contar ahora con el Chaco que se encuentra en los departamentos de Chuquisaca, Tarija y Santa Cruz, y con los recursos naturales de los que hoy disfrutamos.
Olvidemos de una vez esa historia que nos contaron los pseudonacionalistas de mediados del siglo pasado que por adjudicarse el título de “salvadores” de la patria se inventaron una “triste historia” plagada de derrotas, y que influyeron en la psique social de las futuras generaciones.
¡Honor y gloria a nuestros excombatientes!