Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cruza el negro búho la tiniebla colina de Quince Street. Se detiene en uno de los apagados faroles de una iglesia evangélica que fue. La cruz blanca que manifestaba el señorío de Dios es orinada ahora por zorros y zorrinos. En la cima está el árbol, inmenso. Una rama construye un ángulo de noventa grados. Dicen que tiznaban africanos colgados. Lugar ideal, solo la noche alrededor para ocultar el espeso ramaje y las densas raíces del vicio de la muerte. Cada noche que pasamos por allí, el silencio y yo, grita aguda la lechuza y profundo el búho. Desde las ruinas oigo su canto estremecedor. Me apuro que son las tres de la mañana y a las cuatro quiero estar en la seguridad de casa. Me acompaña un disco de Federico Aubele, Gran Hotel Buenos Aires, luego que Sixto Rodríguez interpretara con vieja voz: “Nunca dudes lo que sentí por ti”.
Cuando doblo, con luces altas para matar la tenebra, levanta vuelo la coruja y me espanta. Como voy con las dos ventanas abiertas escucho el rítmico siseo de los crótalos. No hay luna hoy, pendía ayer un retazo de la musulmana pero se fue. Se arrastran los cascabeles; en la noche el imperio humano ha descendido al olvido. Caminito que el tiempo ha borrado. Pronto el polvo que baja desde la avenida Leetsdale cubrirá mis huellas. Dudo que otro se incline por ascender hacia la pérfida colina para acortar distancias. Así, en instante, se habrán borrado los 33 años que en Cristo fueron de caminar descalzo y de martirio y en mí de trabajo. En casa me esperaban hacendosas piernas y en el orgasmo morían incluso las estelas de un cometa. Hierve el agua y el café de Brasil hincha la nariz como de boxeador. En su vapor aromático hay algo de charla, de erizos y zorras, Dostoievski y Tolstoi. Luego desmayo, perezco de cansancio. Marco, el perro compañero, se mete en cama y asoma ojos tristes para contemplar nosotros, qué solos estamos y la lluvia cae incesante, tap tap, cri cri, huh huh, sonidos que retornan en sueño, aves que danzan como hetairas antiguas, mapaches que me parece son el judío Fagin de Oliver Twist. En el llano húngaro carromatos de tinte marrón se mimetizan con la pena, largas narices del hampa de Londres en los ositos lavadores escondiéndose en las cloacas. Si entro allí, casi agarrando la cola del macho líder, no encuentro los maravillosos colores de Alicia, ni la gloriosa reina de corazones, solo la pesada penumbra de Piranesi y la cárcel.
Me arropo en la cumbia sonidera para protegerme. Daniel Santos llora perdón, vida de mi vida. Si lloré el agua se ha secado. Francine se arrodilla desnuda en una acequia de Colcapirhua, la corriente es clara pero la lama tiene color de chicha. Nos amamos debajo de los espinos. Te hieren la espalda, sangras, eres la virgen de las espinas, madre dolorosa y cachonda, despiertas hasta al muerto santo Severino. Más tarde, en tu cuarto de la calle Ecuador, te lavaré con alcohol blanco. Beberé algo y escupo el resto sobre tus omoplatos. Uso una toallita alba que pronto se convierte en bandera comunista, roja tu sangre y creí que no la tenías, eras tan pálida por su ausencia. En contraste tu sexo carmesí, se diría herida mortal. Al otro lado de la calle, afanoso, el pintor Martínez retrata tu desnudez, la que logra captar mientras caminas. Pienso y creo que te hiciste árbol, Francine macilenta e inglesa, ceibo con una gran flor a la que devoro la cabeza y prosigo, caribe, disfrutando el desahogo de la antropofagia. Comedor de mujeres, comedor de mujeres, sabor, sabor de cumbia, ij, ij, ij.
Desfallecida tú abandono la casa. Dos botellas de champagne Valdivieso vacías. Hemos conversado, en los intervalos de la lucha, de Yorkshire, cómo te gusta el verde pero también el hórrido gris de Leeds. Hay un café en Denver en medio del barrio industrial. Me gusta visitarlo y beber mocha hirviente sin añadir azúcar. Leeds, me dices, si te animas podemos vivir allí pero tengo menos de treinta respondo y la belleza de tu cuerpo no cubrirá mis ansias de geografía, de hembras de arcoíris. Triste estaría con jeans ajustados sabiendo que los barcos zarpan sin mí. Te obligo, entonces, a huir, porque nunca mancharé mi alma de orfandad dada por mí. Tú subes a un avión mientras yo trashumo entre molles gritando tu nombre en las torrenteras del valle trepando hacia las faldas. Pienso en ti cuando subida sobre mis caderas una mujer tan oscura toda ojos mueve con ritmo beniano la pelvis. Pálida te recuerdo y esta muchacha de chonta es tu opuesto, el yin y el yang, bandera coreana al caer la noche en Villa Moderna, Quillacollo. Años después, una amiga me dirá que desde la ventana de su oficina me vio andando de manos con ella. Íbamos al sacrificio le digo, al cuchillo hender la vida buscando elixir de frutas. M. tomó un colectivo hacia Cochabamba y fue la última vez. Pedí pan con locoto, comí. Trastabillando subí a un micro y dormí. Estábamos en Harrods y comprabas lingerie, garter belts para poner sal al festín de tu cópula.
Búhos, serpientes cascabeles y yo derramo el verbo en pieles. Debajo del cuerpo de los ahorcados, barnizados de alquitrán, desvisto tu camisa rosa y hallo tus ojos. Me hacen olvidar la muerte, son el llantén que las brujas llevan en la frente. Recuéstate, acuéstate aunque haya olvidado tu nombre y no sepa discernir tu tinte de piel para bautizarte.
Es domingo, día de fervor. Abro una página al azar y Julio César habla de feroces helvecios, lo peor de las Galias. Dijimos, mencionando Zürich, que reescribiríamos versos de Tzara (“quiero enterrarme en tu carne cuando me muera”). Viajamos conversando, pero el tiempo que dicen no existe hábil es en borrar rastros y palabras. Quiero enterrar tu carne conmigo pero no ahora, deja que los días se apilen sin apego. Sollozo… todo fruto requiere agua. Una víbora con juguete de niño en la cola me ofrece una manzana. Te equivocaste, le digo, ya tengo ya mucho el pecado. Cuando quiera más te aviso.