Estamos ante una fórmula paradójica, sí, y, por ello mismo, no contradictoria. En 1956, las primeras tropas de Naciones Unidas, conformadas principalmente por soldados canadienses, arribaron a la zona del canal de Suez, la vía marítima entre Egipto e Israel, recientemente bloqueada durante seis días por un barco carguero. Los cascos azules sentaban presencia en uno de los tantos lugares conflictivos de la Tierra. ¿Acaso puede lucharse por la paz haciendo uso de soldados munidos de armamento letal?
Como vemos, de entrada, los cascos azules son un proyecto polémico y, sin embargo, recurrente. Cuando en 1957, Lester Bowles Pearson, el jefe de la diplomacia canadiense, se ganó el Premio Nobel de la Paz por enviar tropas a interponerse entre los ejércitos egipcio e israelí, más de un pensador de la época habrá experimentado un ligero cosquilleo mental. El galardón de la Academia sueca se abría a los generales.
Todo comenzó con la necesidad de separar por la fuerza a quienes amenazaban con aniquilarse a tiros. En su primera definición, los cascos azules llegan a un sitio cuando las tropas beligerantes aceptan su desembarco, son percibidas como imparciales y siempre y cuando sólo disparen en defensa propia. Es la trilogía de Ralph Bunche, el internacionalista afroamericano que concibió de forma pionera la filosofía de las misiones de mantenimiento de la paz y que en 1950 se anticipó a Pearson recibiendo el mismo Premio Nobel.
Hasta ahí estamos ante un acontecimiento de orden técnico. Naciones Unidas entrega cascos a los soldados de los países que acepten cooperar en la puesta en ejecución de un acuerdo de cese al fuego. Se trata de una arriesgada faena, facilitada por los mismos que amenazan la paz en una zona. La fórmula resultó un avance celebrado por todos. En 1988, el Premio Nobel de la Paz ya fue directamente a manos de los soldados de Naciones Unidas. El planeta aceptaba los blindados blancos como bálsamo motorizado para un contexto violento.
Todo se embrolló más cuando ocurrieron las masacres en Ruanda (1994) y Bosnia (1995). A lo señalado por Bunche, se agregaron ingredientes que descompusieron la receta. ¿Qué hacer cuando en vez de dos o más fuerzas armadas en fricción, emerge el fantasma del genocidio? Naciones Unidas pagó muy cara su pasividad en los años 90. Los choques entre bosnios y serbios o entre tutsis y hutus ya no exigían el arribo de cascos azules con el beneplácito de los dos bandos, implicaban que los recién llegados actuaran de manera parcializada a favor de los más débiles, es decir, que se convirtieran en algo más que un escudo.
Estamos hablando ya de una acción comprometedora, del involucramiento en una guerra civil. Surgió entonces una nueva manera de entender las operaciones. En 2005, esta teoría recibió un nombre enigmático: R2P. En español significa “responsabilidad de proteger”. Se aplica cuando un gobierno ha abandonado ostensiblemente su deber de salvaguardar la vida y la propiedad de sus habitantes. Puede ser omiso, es decir, contemplar de brazos cruzados, la comisión de violaciones a los derechos humanos, o puede alentar directa o indirectamente las atrocidades.
Como se podrá suponer, aplicar la R2P obliga a un diagnóstico previo nunca exento de desinformación interesada. De pronto, los deseos por ver derrocado a un gobierno enturbian la argumentación a favor de una intervención humanitaria. Por ejemplo, la llegada de la llamada Primavera árabe a Libia en 2011 fue acompañada por el bombardeo unilateral de la aviación de ese país bajo el argumento de que así se evitaban ataques aéreos contra la población indefensa. Al final, sólo presenciamos la caída y el ajusticiamiento de Gaddafi.
En América Latina, en octubre del año pasado, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, se ha atrevido a designar a un comisionado para imaginar la aplicación del principio R2P a Venezuela. ¿Supone el impulsivo rey chiquito de la OEA que algún día se dará el gusto personal de acompañar jubiloso al derrocamiento de Maduro bajo las banderas de la ONU?
Hasta ahora, los cascos azules han actuado 25 veces en África, 15, en Asia, nueve en América Latina y cinco en Europa. Lo han hecho como meros observadores o receptores de armamento o como tropa regular y masiva. Sólo el 3,6% de ellos fueron latinoamericanos, más de la mitad, uruguayos. En Haití se quedaron 13 años, calmaron los ánimos sociales, pero también provocaron un rebrote del cólera y variados abusos sexuales. A esa misión opacada por los escándalos no le espera premio alguno.
Rafael Archondo es periodista.