Tengo en mis manos un libro extraordinario, gracias a mi hijo, pues son ahora las nuevas generaciones las que nos abren los ojos. Es la historia de los libros, sobre todo de las bibliotecas, escrito por la filóloga española Irene Vallejo. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019) ha asombrado al mundo editorial por su éxito. A pesar de tratar un tema erudito en más de 400 páginas llenas de datos, alcanzó la edición 28 en dos años; vendió más de cien mil ejemplares; tiene contratos para 26 traducciones en los principales idiomas del mundo y recibió todos los premios en ese ámbito.
La idea, relata Irene, nació mientras estudiaba en Florencia, Italia, y pudo acariciar un pergamino en la biblioteca Medici Ricardi. El manuscrito la transportó a ese mundo clásico, donde siempre uno encuentra esperanzas para la humanidad. Al poco tiempo, la compleja enfermedad de su hijo Pedro, la obligaba a estar casi todo el día en el hospital o en el centro de rehabilitación. Solo tenía la noche para escribir, como el refugio de madre y de profesional.
Aunque creía estar en el fondo del fondo, su respeto por sus propias ideas, su propuesta y las muchas fuentes consultadas la mantuvieron firme en el propósito de escribir, “así sea para uno mismo”. El apoyo de su compañero y la irrupción en su escritorio de Alejandro Magno, de la Biblioteca de Alejandría, de antiguos papiros y suaves pergaminos iluminaban el camino.
Cuenta cómo Ptolomeo enviaba espías para conocer todos los libros publicados en el mundo conocido de su época; cómo los monjes rescataban las copias de las copias para salvar los documentos más antiguos de la humanidad; cómo se organizaron las primeras bibliotecas; cómo actuaron los primeros mecenas para crear los primeros museos.
Leer este ensayo es poder encontrar un balcón para mirar otra humanidad posible, otro rastro de lo mejor de la historia y conocer que hubo guerreros y políticos que defendieron el conocimiento, el arte y la cultura.
Inevitablemente, al amanecer, con las primeras noticias en la radio, vuelvo a la realidad. ¿Podría tener un libro en Bolivia una difusión similar? ¿Cuántos bolivianos leen un libro al año, un libro al mes, un libro a la semana, el periódico, alguna revista científica? ¿Por qué no leen los bolivianos? ¿A qué poderes no les interesa fomentar la lectura en la población boliviana, en el área rural, entre los jóvenes?
En mis viajes por las provincias contemplo con tristeza la no existencia o el cierre de las precarias bibliotecas municipales; por ejemplo, en los campamentos mineros. También los antiguos teatros están clausurados y faltan programas radiales de cultura. El Chapare goza de bonanza económica pero no de altos índices de Desarrollo Humano; una vez reclamé a líderes cocaleros por qué fomentan bailes y farras y no sitios de lectura.
En esta última semana, mientras leía las historias narradas por Vallejos sobre las obras de los clásicos griegos y romanos, recordaba las patéticas declaraciones del presidente Luis Arce. Niega ser un todólogo para explicar por qué no leyó la Constitución Política del Estado. Con esa misma facilidad, niega el derecho de toda persona a la salud. Quizás si se empeñara en imitar a los mejores gobernantes del mundo antiguo y de la actualidad, ¡si dedicara unos minutos a la buena lectura!, otra sería su huella en la historia.