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Navidad en el norte

Me acostumbré, en mi niñez, a ver árboles blancos como adorno en época navideña, e incluso a ver que se vendía nieve artificial en aerosol, para así decorar los pesebres que se armaban en las casas, tiendas, iglesias e incluso en espacios públicos. Esta costumbre estaba (está) tan arraigada que tuvieron que pasar muchos años para que me cuestione acerca de su validez en un país en el que rara vez nieva, y nunca en diciembre.

La respuesta, claro, es que esa costumbre vino desde Europa, con la conquista española. De hecho, no solo la nieve navideña, sino la Navidad misma, junto con el cristianismo, que siempre tan práctico, el año 354 d.C., decidió –a través de una decisión del Papa Liberio– que se oficialice la fecha del nacimiento de Jesús el 25 de diciembre, para que así los romanos pudiesen convertirse al cristianismo con mayor facilidad, dado que en diciembre festejaban las Saturnalias (fiestas en honor a Saturno) cuya fecha principal era justamente el 25 de ese mes.

Y la Navidad europea llegó al hemisferio sur con todo su bagaje culinario norteño, ocasionando que todo el menú navideño latinoamericano sea de comida para clima frío, propia del invierno del hemisferio norte, pese a que en el hemisferio sur la Navidad se celebra en verano.

Estas reflexiones surgieron en mi mente al darme cuenta de que por primera vez pasaré una Navidad en el hemisferio norte, aunque la posibilidad de nieve sea remota, al encontrarme bastante al sur del hemisferio norte.

Y la verdad que será una Navidad especial. De muchos años pasaré esta fiesta con toda mi familia (padres, hermano, hija, cuñada, sobrinos y sobrino-nieto). Y es inevitable pensar en anteriores Navidades. Pasé algunas con parte de la familia, otras solo. La mayoría con una felicidad sobria (la alegre felicidad navideña quedó ya muy atrás, junto a la niñez), también alguna triste, pues es sabido que en ciertas fechas la alegría ajena parece mofarse de los solitarios.

Seguramente extrañaré algunos abrazos esta Nochebuena, incluidos (y, sobre todo) aquellos que nunca di/recibí… y este año tampoco. Recordaré abrazos recibidos por tantos años, hoy ausentes –y ceo que para siempre–, me arrepentiré de los abrazos no dados, de las palabras no dichas, de los besos postergados, que ahora la distancia imposibilita aún más. La distancia y esta malhadada pandemia, que nos quitó no solo abrazos, besos y manos estrechadas, sino incluso las sonrisas. Qué difícil se hace conocer nuevas personas cuando no sabes si un cruce de miradas provoca una sonrisa espontánea o no, y más aún si esas miradas reflejan ante todo miedo.

La Navidad tiene varios rostros, y no hablo de la siempre presente diferencia entre quienes tienen y quienes no; entre quienes pueden regalar, comer y beber, y quienes solo deben resignarse a ver la celebración ajena. Hablo de las diferencias originadas en razones religiosas y culturales. Por estos lares se ven menos pesebres, pero más Santa Claus (¿existe un plural para este personaje?), menos cruces, pero más renos y estrellas. El ajetreo comercial parece ser el mismo en ambos hemisferios, con evidentes diferencias en los presupuestos, pero no en las intenciones. Las casas de las zonas residenciales parecen competir en cuanto a arreglos, y no aquellos de puertas para adentro. Las casas mismas –no todas, pero sí muchas– se adornan tal como en Bolivia se adorna un árbol navideño. Y la gente se aproxima a los vecinos, invita un pastel o cosas así, sencillas. Y alguien normalmente huraño como el suscrito aprecia esos detalles, aunque no puede evitar sentir cierta incomodidad. Quizás los años de brindis solitarios, con buenos deseos a flor de piel, pero sin la posibilidad de ser expresados hayan dejado marcas más profundas de lo que se pueda pensar.

Hay algo, sin embargo, que hermana a ambos hemisferios en estas ex–saturnalias festividades. Parece que la gente se vistiera con su mejor ánimo, su mejor humor e intentaran ser mejores personas, mejores seres humanos. Motivos religiosos, estacionales o los que fueran, acaso solo por unos pocos días, quizá no de manera permanente, pero este cambio está en el aire. Personas extrañas te saludan, te sonríen debajo de sus antipáticas mascarillas (la sonrisa se adivina en sus ojos y en su tono de voz), por momentos parece que el prójimo no es solo un portador potencial del virus, sino alguien tan cabreado de todo este miedo como uno mismo. El prójimo te desea mucha felicidad y parece estar dispuesto a ayudarte a conseguirla.

No importa cuándo haya nacido Jesús. No importa el hurto que sufrió Saturno de su fiesta. No importa que Papá Noel o Santa Claus sea un burdo invento comercial. No importa que los regalos deban pasar por el tamiz no de nuestros deseos, sino de nuestros bolsillos, siempre. La Navidad no es una temporada, es un sentimiento, decía Edna Ferber, y creo que tenía razón. Hay un acuerdo tácito para creer que podemos ser mejores, al menos por unos días.

No es poco. Y nos hace falta. Mucha falta. Intentémoslo.

Feliz Navidad para todos.

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