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En el ocaso de la vida

Silvia Rózsa F.

Las cortinas blancas levitaban con la brisa fresca de la mañana que se deslizaba cada vez que la blancura de los tules se lo permitían.  Sobre las baldosas frías, que apaciguaban el bochorno de la tarde y del crepúsculo, se desparramaban los versos que él le había escrito.

Margarita había llegado, como de costumbre, a prepararle el desayuno a su madre y tenía todo dispuesto bajo la sombra del mango donde Amelia lo disfrutaba sin protestar por el calor que a las ocho de la mañana empezaba a penetrar la piel sin clemencia y más aún la de ella que rondaba los noventa y seis años.

La llamó varias veces desde la cocina avisándole que el desayuno estaba servido. No iba a buscarla porque, a pesar de los años, Amelia se aferraba a su otrora fortaleza e independencia y no quería que nadie la tome del brazo: “¡Puedo sola, puedo sola!”— exclamaba cuando alguien osaba tomarla del antebrazo.

Margarita empezó a perder la paciencia, pues le preocupaba que las arepas y el café batido se enfríen, y, al no tener siquiera la respuesta de: “Ya voy”, decidió ingresar en su habitación.

Al abrir la puerta las hojas dispersas por el suelo cobraron vida deslizándose por las baldosas y los tules blancos danzaron cuáles cisnes encantados con el cruce de aire que se formó con la ventana entreabierta.

Sorprendida al ver esas hojas regadas por el suelo, se sentó junto a ellas y una a una las fue tomando al azar. Su corazón empezó a latir cada vez más de prisa al descubrir los versos de amor que Lorenzo Gutiérrez había dedicado a su madre en el ocaso de sus vidas. Las lágrimas fueron poblando el rostro de Margarita que con asombro leía uno y otro verso de cientos de páginas que clamaban ser descubiertas.

No había un orden en esos folios blancos que albergaban encendidos poemas del amor que Amelia y Lorenzo se tuvieron por más de una década y que nadie conoció entre un horcón y otro de Santa Fe, ciudad que iba dejando las calles polvorientas por el pavimento arrollador.

Desde las baldosas, divisó a Amelia que dormía con rostro sereno y pensó que se había tomado algún sedante que la tenía sumida en un sueño profundo. Aun así, se incorporó para despertarla, pues tenía que alimentarla.

Amelia no respondió al llamado amoroso de su hija quien, ya en desespero y con el pulso agitado, se recostó sobre el pecho de su madre. Al sentir que el frío cuerpo de su madre se mimetizaba con el del piso, exhaló un grito desgarrador que devino de lo más interno de su ser. Margarita, al abrazar a su madre, soltó los poemas que volaron por el aire cayendo lentamente sobre la pasión y el dolor de ese amor entrecano y no consumado que se guardó en una caja.

Al parecer, Amelia presintió que era su última noche en la tierra y antes de levitar hacia otra dimensión buscó la caja que escondía debajo de su cama para leer aquellos versos que Lorenzo le había escrito veinte años atrás.

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