Todo proceso de cambio es traumático y por eso los estrategas de la guerra saben reconocer o se inventan enemigos para azuzar los ánimos de sus seguidores.
El proceso iniciado por Evo Morales en Bolivia ha generado algunos cambios necesarios en el país que, incluso, estaban pendientes desde la República.
Algunas claves del trauma: el enfrentamiento en Cochabamba, el año 2007; la Masacre de Porvenir, Cobija, el 2008; la masacre del Hotel Las Américas, el 2009 y la brutal represión a mujeres y niños indígenas en Chaparina, Beni, 2011.
En lo que se refiere a Santa Cruz, el MAS derrotó a la oligarquía cruceña, para luego pactar con ella dejando a un lado el discurso socialista y permitiendo el más salvaje capitalismo extractivista y depredador; pactó por conveniencia económica y se olvidó del pacto más importante: con un sector del pueblo que no estaba de acuerdo con ellos.
A partir de entonces los enfrentamientos disminuyeron, pero no desaparecieron. Una revolución para que sea efectiva tiene que reconciliarse con todo el pueblo. Las alarmas se volvieron a activar con el referendo para modificar el artículo 168 de la Constitución Política del Estado, sin duda alguna un mecanismo constitucional.
El 21 de febrero de 2016 el pueblo le dijo que no y ahí empezó la debacle del proceso de cambio, hasta ese momento nada lo había afectado tanto: ni los escándalos de corrupción ni el avasallamiento de los territorios indígenas.
Este año el pacto con la oligarquía se hizo evidente en el incendio de la Chiquitania y encendió el coraje de los jóvenes, algo que ninguno de nuestros destacados cientistas políticos quiso ver, enfrascados como están en teorías se negaron a ver la realidad y no dieron ninguna pista de lo que se venía.
El desmarque que ya se gestaba en muchos sectores sociales y pueblos indígenas se hizo efectivo en las elecciones nacionales porque lo avanzado en los primeros años se fue desfigurando por la angurria de permanecer en el poder.
El MAS prefirió la confrontación antes que la reconciliación, acusando a los líderes políticos, sindicales, indígenas, empresariales e intelectuales de cualquier cosa, olvidando que la violencia lo único que engendra es violencia y ahora lo siguen haciendo con un presidente que olvida su papel de primer mandatario de Bolivia (de todos los bolivianos) y cree que solamente es candidato de un partido.
“Muerte a los fascistas”, amenazó el ministro de Gobierno, algo inaudito en un sistema democrático y de respeto a los derechos humanos.
En las dictaduras gritábamos: “Muera el fascismo”, nos referíamos a la ideología, no a las personas. Lo que estamos viviendo es patético y puede cumplirse lo ofrecido por Romero.
Creo que antes del 21-F todo le salía bien al MAS, incluso lo que hacía mal, ahora todo le sale mal, incluso lo que hace bien; parece que desobedecer la voluntad popular les atrajo la mala suerte, el “k’encherío”.
La gran tarea del próximo Gobierno y la de todos será reconciliar al país, no será fácil porque son 14 años de exacerbar los ánimos con discursos racistas y de odio.