Jorge Muzam
De niño, mi única ambición era conocerlo todo, saberlo todo. Llegar a ser un doctor en filosofía, en robótica, en historia, en lingüística. Nada se me podía escapar. Mis sentidos vivían en máxima alerta. Tal como Arcadio Buendía, intenté calcular los aleteos del colibrí, diferenciar sus ritmos entre días soleados y nubosos, entre primaveras y otoños. Llegué a pensar en una fórmula para convertir el oropel de las acequias en oro verdadero. La antropología, la música, la vida de los animales, el pasado, presente y futuro, la geología, la botánica, la física, la mecánica, eran temas prioritarios en mi investigación.
Mi afán era espontáneo, no competía con nadie y no me movía por influencias de mayores. Más bien me guiaba por un sentido primario, tosco, pues quería conocerlo todo para luego crear desde mí un conocimiento nuevo, aglutinador, una teoría absoluta o del todo (algo que también obsesionó a Einstein y a Stephen Hawking), y luego, imponérsela al resto. Es decir, crecía en mí una especie de dios autoritario. Pero era cosa de conocer otro poco para convertirme en un dios anarquista y generoso.
Sin embargo, para saciar mi ambición tenía que leer todos los libros del mundo, asistir a todas las conferencias, estar al día en las revistas de ciencia, y recorrer el planeta, y tomar nota, y observar cada estrella, cada composición, aprender por qué Paganini alternaba sutilezas y monstruosidades, por qué relinchan los caballos en los días de niebla o por qué no caían grandes meteoritos en nuestro jardín.
No era fácil aspirar a convertirme en Todólogo, pues la autodemanda era implacable, no existían vacaciones, ni tardes ni noches para descansar, y andaba por la vida como el conejo relojero de Lewis Carroll, pero con muchos libros bajo el brazo. Ya entonces cortejaba ideas existencialistas, el sinsentido de vivir, el vacío, la nada, y me enemistaba con dios, con todos los dioses, salvo con Anubis, pues tenía carita de perro y por tanto no podía ser un villano.
Hoy, a mis 40 años, sigo ambicionando lo mismo, aunque aún no consigo entender el sentido de mi propia ambición. Sé que hay que mirar hacia adentro, hacia las serranías donde se esconden las emociones, los caprichos, los rencores, los recuerdos tímidos. Hay que crear puentes entre esas serranías, para que mis multitudes de yoes dialoguen, se amisten y firmen tratados de paz. Luego, necesito vivir al menos diez mil años para cumplir mi propósito.