Estos números hacen referencia al ataque a las torres gemelas. “El nueve-once”, basta decir, y sabemos acá a qué se refieren. Además que de frente, costado o por detrás nos costó a todos. A partir de allí cambió la economía, se intensificó la seguridad (con los males asociados a ella en países de diversidad étnica), subieron las casas, se estacionaron los sueldos, viajar dejó de ser un placer. Gracias a unos árabes locos.
Pero no, no es tan simple, fuera de no compartir fanaticadas con nadie ni acerca de fútbol y menos de deidades, los “árabes locos” tenían sus razones y, en crudo análisis, válidas, en contra de los Estados Unidos. No fue solo Iraq, o no solamente, ni lo que vino después, sino la larga y triste historia del expolio norteamericano, de la intervención y el abuso. Caen en esa bolsa también ingleses, y rusos, y turcos, y vámonos yendo en la historia hasta bizantinos y normandos. Ese el legado de los imperios: monumentos y dolor.
Asurbanipal, Timur, Gengis Khan, pieles desolladas cubriendo fortalezas de piedra. Ante semejante miseria tal vez la religión aglutinante trajo sosiego. Y al sosiego, con la venia y complicidad –siempre- de las castas dominantes, vinieron los imperios modernos. Si se ha perdido todo, supongo, queda Alá y su profeta, o sus, porque también entre musulmanes no se la dan tibia, por decirlo con sorna.
Aparte de árabes: iranios, filipinos, indonesios. Mahoma ha expandido su desconocida –para mí- fe y ha calado hondo, tanto como la violencia y la muerte. No difiere en mucho del martirologio de las demás religiones; cada una machaca al opositor, al otro, al infiel. Cada una se piensa verdadera y los dioses de barro o de papel adquieren características que exceden su (i)realidad.
En el caso de Irán y el visceral odio de los iranios hacia Estados Unidos, que los jerarcas gringos desean presentar como enfermo, hay un mar de sangre. Quizá ya no se escucha hablar de Mosaddeq, pero hay que buscar en su biografía el drama persa que resultó en el arbitrio insensato de los ayatollas. Si existe un cómplice de la teocracia de Teherán son los Estados Unidos. Fue mejor para sus planes, así no salieran exactamente como los pensaron, que los barbados quedaran arriba. Hubo la posibilidad de un Irán moderno, acorde con la época, de uno revolucionario que acabó con la monarquía y se enfrentó a la religión. Ese Irán, el liberal y hasta cierto punto de izquierda no era posible para la Casa Blanca. Al menos, y a pesar de que se les fue de las manos, es más fácil lidiar con fanáticos que con librepensadores.
Manejaba yo por la avenida Alameda, en Aurora, ese amanecer del NueveOnce. En la radio algún clásico del rock se interrumpió con la noticia: un avión se ha estrellado en una de las Torres Gemelas, Nueva York. En cinco minutos llegué a casa y encendí el televisor despertando a esposa e hijas. La historia no aguarda por dormilones. Chocó el segundo avión y dije tenebrosamente: bien tirado. No se sabía nada pero era obvio. Así lo comprendí, era un ataque a lo que los Estados Unidos representaban en el mundo. Y en el centro de su poder. En momentos similares uno no se pregunta por víctimas e inocencias. Cuesta decirlo, pero esos hechos están por encima de vidas. Ya las horas, los años, van humanizando el acontecimiento.
Sobrevino un torbellino. He escuchado cosas entonces (no escuché, sino he escuchado) que nunca más se dijeron. Luego escribió Chomsky y otras miradas a la tragedia se sumaron al sinfín de opiniones. Bailaban en Ramallah los palestinos y creo que tenían razón de bailar. Miren que esto me costó, y a la mayoría inmigrante alrededor, un mundo. Nos costó la bonanza, la calma. Nos abrazó la ira también, y cómo no, pero esta historia de árabes locos y malévolos tuvo su razón de ser. Aún la tiene aunque no nos guste.