En Las Vegas, Nevada. Asesinados desde el piso 32 del Hotel Mandalay Bay por un tipo de raza blanca, rico, cazador y, de acuerdo a la estulticia norteamericana “sin aparente ligazón con organismos terroristas extranjeros”. En los Estados Unidos no se quiere ver que el problema no es ISIS o Al Qeda sino las armas en manos de civiles sin casi restricción. Tal vez, y ojalá, el día que maten a familiares de Trump o algún otro jerarca, dejen de hablar del tonto “derecho” de portar armas de guerra para disimular su miedo. País asustado, aterrorizado, demente.
Primeros informes oficiales de la policía en casa del individuo responsable de la matanza decían que no había nada fuera de lo ordinario. Nada fuera de lo ordinario por supuesto incluye armas. Me pregunto, algo que todavía no se ha respondido en la prensa, cómo es posible que un individuo tenga 10 armas largas en la habitación del hotel. Pero si vemos algunos estados, y lo he visto en Colorado, que quieren autorizarlas dentro de las guarderías y cargarlas como si fuesen carteras en la cintura por las calles, entonces para qué preguntar. Que el tipo murió, suicidado aseguran, me tiene sin cuidado. La muerte de un cazador me afecta tanto como una llovizna. Creo que respecto a personajes de tal índole hay que evadir la piedad y congratularse de su fin cuanto antes. A eso estamos llegando en la era Trump, a una completa y peligrosa insensibilidad ante la muerte. A decir que si los cincuenta muertos son de la grey que votó por The Donald, entonces no importa.
El presidente, y me trae reminiscencias de Maduro y Evo, discurseó acerca del amor. Los autócratas tienen un prurito especial con este vocablo, les produce un escozor tan dulce como el dinero. Perorata insensata, de pastor protestante, y nada, ni una palabra del drama que está royendo las bases de la nación: el uso y abuso de armas de fuego protegidas y avaladas por la ley. Si se asesina se debe a conductas patológicas individuales; es casi un burdo razonamiento lombrosiano pasado de moda, cuando la tragedia está en la presencia de la segunda enmienda que permite armarse al civil como para una guerra. Y guerra hay, cada año, con veinte mil muertos a través de este medio. Lo dicho, que los vientos promuevan las siguientes víctimas dentro del círculo familiar de Trump. Si tan bueno es, que venga.
Hace poco apareció el representante del Congreso, Scalise, que fuera baleado hace unos meses mientras los diputados jugaban beísbol. Scalise, y no tengo rastro de pena, se presentó en los salones con muletas de brazo para ayudarse a caminar. Gran defensor de las armas, recibió un poco de su medicina. Debió haber sido más. Llegamos a un punto en que la discusión lógica y respetuosa ya no cuenta. La era de la ira, con Trump y los neonazis en busca de su milenio racial, y nosotros, el resto, contemplando que en la fobia se arrastran a sí mismos en la caída. Que los trague la tierra; nadie los extrañará, ni a sus hijos, ni a sus perros…
Horas en que los periodistas visten luto, comentan, preguntan, escuchan testimonio. Lo de siempre, la rimbombancia de los “héroes”, los santos, los buenos, los solidarios. La unidad, el amor, Dios proteja a América y “cuán buenos somos”. No, no lo son, son malos y quizá no per se sino porque tienen miedo. Ratas asustadas y con pistolas. No aconsejables.
La Casa Blanca amenaza con destruir Corea del Norte. Siempre escuché que bombardearían a uno y al otro por el mundo hasta enviarlos de nuevo a la prehistoria: Vietnam, Iraq, Afganistán… En la prehistoria viven los Estados Unidos, enfrascados en lucha cavernaria, suspicaz, miedosa, cruel, cuidándose que los salvajes de la otra cueva no devoren a los de la nuestra. Caníbales.