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47 millones de espermatozoides

De: Pablo Cerezal / Inmediaciones

Los haluros de plata son la química que ha preservado buena parte de la memoria de esto que hoy llamamos humanidad. Los haluros de plata son esos compuestos químicos sensibles a la luz que, al recibirla, la atrapan. Así, logran que nuestro rostro aparente sonrisa adolescente aunque hayan pasado ya demasiados años desde el instante en que captaron esa luminosidad que ya jamás recompondrá la comisura de nuestros labios; también, que una niña carcomida por el napalm aún corra, en Trang Bang, aullando auxilio… o que a un niño sirio aún se le atragante el puré de algas que le ofrecieron en una playa de Turquía.

Los haluros de plata de mi memoria, igual, mantienen vivas experiencias que difícilmente podrán sucumbir al paso del tiempo. Se oscurecerán, como mucho, descubriendo claroscuros que no estaban en el original y que, tal vez, sólo sean reflejo del propio deterioro cognitivo. Por lo demás, seguirán transmitiendo la agridulce sensación del tiempo vivido. Hoy, alguna extraña conexión neuronal, me ha retornado a Gwalior, en la India, al cuchitril de barro y bosta en que hacinaban su vida los siete miembros de una familia campesina que tuvo a bien invitarnos a compartir con ellos sus escasas viandas. Los padres me parecieron demasiado jóvenes. Sus cinco hijos remendaban con sonrisas los harapos que malvestían sus cuerpos. Apenas podíamos comunicarnos, más allá de ensayar muecas frente al espejo de jolgorio que portaban, por rostro, aquellos niños; más allá de perpetrar balbuceos contra la fluidez fluvial con que los progenitores nos hablaban, como si pudiésemos entenderlos. El caso es que, ahora, recuerdo mi perplejidad ante la fabulosa promiscuidad de la vida, que proporciona a la sociedad nuevos humanos como quien aumenta sus rebaños con nuevas cabezas de ganado, sin ningún orden establecido… en apariencia. Insisto: eso es lo que aparenta. Pero sabemos que el ganadero que decide invertir en nuevas reses, por ejemplo, lo hace guiado por su necesidad de subsistencia.

Igual que en la India, en Bolivia, Perú, Marruecos, Argelia, Senegal, en Tailandia o Vietnam… y en el mayor porcentaje de tierra habitada, ese mismo que ignoramos el ínfimo porcentaje humano que representamos los «occidentales»: tú, yo, nosotros, ellos (tal vez más ellos, esos ellos que, según estadísticas, acumulan entre 100 lo mismo que poseen 3.500 millones, sí, sí, investiguen, es fácil encontrar datos, para eso existe internet, no sólo para lanzar a la nada majaderías como esta que yo ahora mismo perpetro). Quiero decir que en la India, los pobres se reproducen a velocidad superior a la de los automóviles que nos venden con la excusa, justamente, de la velocidad a que nunca podremos ponerlos.

Perdido en tales recuerdos, y con el ánimo de perderlos, doy con un sesudo estudio de la Escuela de Salud Pública Hebrea de Jerusalén, que alerta de la vertiginosa pérdida de calidad del esperma en los hombres occidentales. El tema, en principio, no daría para más. Pero resulta que, según dicho estudio, debería ser tenido en cuenta como grave asunto de salud pública. Y es que la citada pérdida de calidad en ese líquido elemento más elemental (por lo básico de los instintos que lo derraman) que el agua, puede abocar, sin remisión, a la extinción de la raza occidental. Teniendo en cuenta que el estudio viene de Israel, y que no ha tenido en cuenta la promiscuidad natal del otro lado de sus muros, comprendo que pueda asustar a los científicos implicados y a los contribuyentes que los mantienen.

Me entrego a una frenética búsqueda en internet, de la que acabo deduciendo que estudios similares, de países más cercanos (occidentales también), vienen alertando de lo mismo desde hace años. Por resumir: la concentración de espermatozoides ha pasado de 99 millones por mililitro en 1972 (¡qué suerte!, nací en la cosecha buena) a 47 millones por mililitro en 2011 (sí, los estudios son de 2017, pero la ciencia tiene sus tiempos, y yo soy de letras: no apto para cuestionar a sus hacedores). Esto implica una evidente caída en desgracia de la salud reproductiva de Occidente. O sea, que caminamos hacia la extinción: tú, yo, nosotros, y también ellos (los 100 esos de que hablabamos).

Igual que mi memoria semeja, en ocasiones, una fotografía, pienso que los estudios científicos no son más que eso: una fotografía: el esfuerzo sobrehumano por atrapar una instantánea del ser humano. A veces, dicho ser humano, sale bien, sonriente y feliz. Otras, las más, sale movido, como en esta última instantánea que ha inmortalizado el declive de la procreación occidental. Y, posiblemente, sea esta fotografía, esta alarma científica, el motivo por el que los 100 esos de las estadísticas, se entreguen a la endogamia como modo de subsistencia. Al fin y al cabo, no lo olviden, aquí, en España, tenemos un claro ejemplo: somos un Reino, con reyes, reinas, princesas y principitos que ya quisiera Exupéry -dada la facilidad con que saben inventarle excesos, más excesivos que un elefante tragado por una serpiente, a un pedazo de papel moneda-, y prolongan tal reinado a base de endogamia. Ya, lo sé, que si nacen los niños subnormales y tal, pero ahí están, con su rostro retraído despilfarrando carcajadas dirigidas al contribuyente a costa del que viven su despilfarro de discursos huecos y fiestas opacas. Pero si logran que el de la foto parezca idiota sin salir borroso, logran que permanezca.

Mientras tanto, en la India, los espermatozoides deben andar festejando su imparable crecida, y la población se multiplica sin visos de perder empuje. Por supuesto, luego están las otras cifras, las de las tasas de mortalidad infantil y la esperanza de vida y tal, pero… a más nacidos (matemática obliga), más posibilidades de subsistencia racial. Llaménme demagógico pero a mí, esto, me resulta esperanzador. Si alguna de las dos razas de este mundo ha de extinguirse, sea la occidental (entendiendo como tal la que vive a todo trapo). La otra, con el tiempo, lo mismo lo hace igual de mal, pero considero legítimo que al menos tengan la oportunidad de llevarnos la contraria.

Creo que, al fin, lo que los estudios científicos pronostican es que la llamada civilización occidental pasará a ser una instantánea que, al contrario de las que uno guarda en su memoria, perderá nitidez con demasiado prontitud. Tal vez los haluros de plata de esa fotografía sean los espermatozoides que vamos extraviando sin control. Y sin haluros de plata, sencillamente, no hay fotografía.


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