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21 de marzo: Día Mundial de la Poesía


¿De qué sirve la poesía en un mundo que le resta importancia?

Harold Kurt

El 21 de marzo, el mundo siguió su curso—ese mundo de individuos atrapados en el tráfico, absortos en sus dispositivos, debatidos entre un almuerzo insípido y otra actividad trivial—, mientras un puñado de idealistas conmemoraba algo que a casi nadie le importa: el Día Mundial de la Poesía. Sí, tal vez muchos se enteraron por las redes sociales, como quien tropieza con una efeméride olvidada y sin relevancia. Ayer era un día en el que deberíamos haber honrado los versos que alguna vez conmovieron corazones, inspiraron revueltas y reflejaron la esencia misma de la condición humana. Pero seamos sinceros: la poesía nunca ha sido una fuerza de masas; su impacto, aunque poderoso, ha sido siempre sutil, reservado para aquellos dispuestos a escuchar su llamado. Hoy, apenas sobrevive en tarjetas de felicitación, en captions de Instagram o en las paredes de algún mural urbano, donde la nostalgia intenta rescatar lo que el paso implacable del tiempo ha relegado al olvido.

La poesía es una de las formas más antiguas y profundas de la expresión humana, en la que el lenguaje se convierte en música, imagen y emoción. Más que un simple género literario, es un modo de comprender el mundo y de capturar lo inefable. A lo largo de la historia, ha sido testigo y protagonista de las transformaciones sociales, desde las epopeyas homéricas hasta los cantos de resistencia. Ha inspirado movimientos políticos, ha sido censurada por regímenes opresivos y ha encendido las llamas de la libertad en tiempos de crisis. Pero, ¿qué es la poesía? Me atrevería a decir, como Bolaño, que no sé qué es, pero sí podemos ver sus manifestaciones y reconocer cómo, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido tocados por ella. Para algunos poetas, es la vía hacia el éxtasis y la iluminación, un destello que revela verdades ocultas en la existencia. La poesía no se deja atrapar en una definición, pero su presencia es innegable: está en lo que nos sacude, en lo que nos transforma y en lo que, por un instante, nos permite vislumbrar lo absoluto.

Hoy, la humanidad se aleja cada vez más de ese contacto con lo divino o lo absoluto, y la poesía parece relegada a un rincón olvidado. Sin embargo, hubo un tiempo en que fue chispa en el polvorín, cuando los poetas no solo escribían, sino que vivían y morían por sus versos. Algunos fueron odiados, otros admirados y no pocos, temidos. Ningún otro período vio a los poetas tan cercanos al espíritu de su época como el Romanticismo, y quiero, en este artículo, centrarme en esta época.

Alemania, Francia, Inglaterra, América… en todas partes surgían almas poseídas por la fiebre de lo sublime, por la obsesión de una belleza que caminaba de la mano con lo espiritual y con la rebeldía contra los valores burgueses. La poesía no era entonces un mero ornamento ni un pasatiempo, sino un acto de fe, un desafío, un arrebato existencial que abrazaba el abismo sin miedo.

Este movimiento, que floreció a finales del siglo XVIII y durante el XIX, no solo iluminó Alemania y Francia, sino que dejó una huella indeleble en otras naciones del mundo. Sus principales exponentes alzaron un coro de voces que transformó para siempre el panorama literario. Fue una insurrección del pensamiento y de la sensibilidad, una llamarada de emociones que redujo a cenizas las viejas estructuras y dio paso a una nueva era, en la que la subjetividad, la pasión y la libertad se erigieron como los pilares de la creación.

El Romanticismo emergió como una vigorosa respuesta a los excesos de la Ilustración, cuyo afán por exaltar la razón y el orden terminó por sofocar la libertad de la imaginación. En rechazo a esas férreas convenciones, los poetas románticos abrazaron lo irracional, lo sublime y lo divino. Para ellos, la poesía no era solo un reflejo del mundo exterior, sino un umbral hacia los abismos más profundos del alma humana, así como un espacio donde lo eterno y lo inalcanzable adquirían formas tangibles. Este movimiento literario nos invitó a concebir un universo en el que las emociones, las pasiones y lo inexplicable ocupaban el primer plano, un mundo en el que la razón, por sí sola, resultaba insuficiente para desentrañar la complejidad de la existencia.

En Alemania, los románticos se centraron en la exaltación de lo emocional, lo irracional y lo sublime, buscando una ruptura con los límites impuestos por la razón. Sin embargo, Goethe ofreció una profunda reflexión sobre la naturaleza humana que abarcó tanto la razón como el misterio. Su obra influyó notablemente en muchos románticos, especialmente obras como Las desventuras del joven Werther y algunos poemas, que se alinean más estrechamente con las características del Romanticismo.

Los verdaderos pilares del Romanticismo alemán fueron autores como Friedrich Schiller, E.T.A. Hoffmann, Heinrich Heine, Friedrich Schlegel, Novalis, August Wilhelm Schlegel, Achim von Arnim y Friedrich Hölderlin, quienes exploraron la subjetividad, el misterio y lo sobrenatural. Hölderlin, con su poesía cargada de misticismo y exaltación de lo divino, encarnó la búsqueda de lo absoluto y la armonía entre el hombre y la naturaleza, influenciado por la tradición clásica, pero con una sensibilidad plenamente romántica. Schiller, por su parte, dejó una huella indeleble en la historia del Romanticismo con su Oda a la alegría, un himno a la libertad y la fraternidad que más tarde Beethoven inmortalizó en su Novena Sinfonía. Para él, la poesía no solo debía conmover, sino también unir a los seres humanos en la lucha por un mundo más justo, donde la razón y la emoción pudieran coexistir sin contradicciones. En su obra, la esperanza y la libertad resuenan como llamados urgentes que instan a no rendirse jamás ante la opresión ni la desesperanza.

El Romanticismo alemán no solo exaltó la emoción y la libertad, sino que también estuvo marcado por una fascinación de los símbolos, los cuales eran vistos como medios para acceder a significados más allá de lo visible. Un símbolo central dentro de esta tradición es la flor azul, emblema de la poesía y el pensamiento romántico. Esta flor, que simboliza el anhelo inalcanzable, la búsqueda de lo sublime y la conexión con lo divino, representa la esencia misma del espíritu romántico.

La flor azul tiene sus raíces en la obra de Novalis, quien la inmortalizó en su novela Heinrich von Ofterdingen. Para Novalis, la flor azul se erige como el emblema de la idealización de la vida, la belleza y el conocimiento. Su búsqueda simboliza tanto el camino hacia el amor perfecto y la realización espiritual como la muerte y lo trascendental, dos facetas inseparables de la existencia humana desde la visión romántica. Así, la flor azul se convierte en un símbolo de lo sublime, cuyo constante anhelo es, a su vez, el medio para alcanzar lo más elevado del ser.

Este símbolo se extiende también en las obras de otros escritores románticos, como Friedrich Schlegel y E.T.A. Hoffmann, quienes compartieron la idea de interpretar la naturaleza de manera simbólica. Para ellos, la flor no solo representa lo eterno y lo sublime, sino que también encarna una aspiración espiritual, un objeto de deseo que, al permanecer fuera de nuestro alcance, nos otorga una satisfacción profunda en su incansable búsqueda: un viaje hacia lo más elevado del alma humana.

“Así como el núcleo de la tierra se fue cubriendo por sí mismo con criaturas y vegetales, así como la vida surgió desde las profundidades y se llenó de seres que se reproducían alegremente, del mismo modo la poesía florece por sí misma a partir de la invisible fuerza originaria de la humanidad, cuando el cálido rayo del sol divino la alcanza y la fecunda.” (Schlegel, F., Conversación sobre la poesía, Bs. As.: Biblos, 2005, p. 34)

Con esta visión, el Romanticismo alemán no solo se convierte en un movimiento literario, sino en una búsqueda continua por alcanzar lo sublime, lo inalcanzable, un deseo profundo de trascendencia que, a través de sus símbolos y metáforas, conecta a los individuos con lo divino y lo eterno.

En Italia, el Romanticismo se reflejó en poetas como Giacomo Leopardi y Ugo Foscolo. Leopardi, con su visión pesimista de la vida, exploró la fugacidad de la existencia y la belleza trascendental en obras como El infinito. Por su parte, Foscolo, en Los sepulcros, fusionó temas clásicos con una fuerte carga emocional, reflexionando sobre la muerte, el recuerdo y la identidad nacional en un contexto de luchas por la unificación de Italia.

El Reino Unido vio nacer a poetas clave en la fundación del Romanticismo, como William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, quienes exaltaron la naturaleza y las emociones humanas. En Baladas líricas, Wordsworth descubrió belleza en lo cotidiano y lo humilde, mientras que Coleridge, con La balada del viejo marinero, exploró lo sobrenatural y lo misterioso, sumergiendo a los lectores en mundos alegóricos.

Lord Byron, figura central del Romanticismo, dejó una huella indeleble con su vida aventurera y su rebeldía. En El peregrinaje de Childe Harold y Don Juan, ofreció una crítica feroz a la sociedad, desafiando convenciones y exponiendo los vicios de la clase dominante. Como todo romántico, Byron murió defendiendo a Grecia, encarnando el ideal del héroe romántico, consumido por sus contradicciones.

John Keats, con Oda a un ruiseñor y Oda a la melancolía, llevó la poesía a nuevas alturas, explorando la belleza efímera y la tensión entre el deseo y la muerte, convirtiéndose en uno de los poetas más admirados. No podemos olvidar a W.B. Yeats, quien, aunque más cercano al final del Romanticismo, continuó explorando la condición humana, fusionando mitología, misticismo y política en obras como La rueda de los años y Las tierras de la juventud, manteniendo el espíritu romántico mientras lo adaptaba a sus inquietudes contemporáneas.

Por otro lado, Percy Bysshe Shelley, en su poesía, abrazó las causas de la libertad, la justicia social y la lucha contra la opresión. En Ozymandias, plasmó una reflexión sobre la transitoriedad del poder, recordándonos que incluso los imperios más grandiosos se desvanecen con el tiempo. En Prometeo desencadenado, su poesía se convierte en un himno a la resistencia frente a la tiranía, una celebración de la rebelión del espíritu humano ante las fuerzas opresivas que intentan someterlo. Shelley, con su fervor visionario, no solo escribió sobre la libertad; la vivió y luchó por ella, convirtiéndose en uno de los poetas más revolucionarios de su época.

En Francia, la poesía alcanzó su mayor intensidad con figuras como Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y Stéphane Mallarmé, entre otros, quienes transformaron el verso en un campo de batalla entre lo sublime y lo maldito. Baudelaire, con Las flores del mal, reveló la belleza en la decadencia y abrió las puertas al simbolismo. Rimbaud, por su parte, llevó la rebelión a su extremo con Una temporada en el infierno, desafiando los límites del lenguaje y la percepción. Verlaine y Mallarmé, en su búsqueda de perfección, refinaron la musicalidad del verso y la sugerencia simbólica, convirtiendo la poesía en un enigma cargado de significados ocultos. En su afán por capturar lo absoluto, estos poetas no solo rompieron con la tradición, sino que incendiaron el mundo con su palabra, anticipando la modernidad y demostrando que la poesía no es solo un arte, sino una forma de vivir y arder en las emociones.

En España, Gustavo Adolfo Bécquer se erige como el más grande exponente de la poesía romántica en lengua castellana, un autor cuya obra sigue conmoviéndome profundamente. Su lirismo único entrelaza la melancolía y el amor no correspondido con la sublime belleza de la naturaleza y la trascendencia. Rimas y Leyendas, sus dos grandes tesoros literarios, son un viaje hacia el misterio del alma humana, lo inalcanzable y el dolor de un amor imposible que A lo largo de la historia, la poesía romántica ha dejado una huella indeleble, y los autores mencionados no son excepción. Aleksandr Pushkin, considerado el pilar fundamental de la poesía romántica rusa, con su obra Eugene Onegin, ofrece una reflexión profunda sobre la vida, el amor y las complejidades del ser humano. Esta novela en verso se ha mantenido como la piedra angular de la literatura rusa moderna, y sus versos siguen siendo el alma de la poesía contemporánea en ese país. Junto a él, Mijaíl Lérmontov, con El demonio, profundiza en la angustia existencial y en la lucha interna entre lo divino y lo terrenal, acercándose a la esencia misma del sufrimiento humano.

En Estados Unidos, Edgar Allan Poe se destacó por su capacidad única para fusionar la poesía con lo sombrío, lo psicológico y lo misterioso. Su obra El cuervo, con su atmósfera gótica y profunda exploración de la locura, marcó un hito en la poesía romántica, llevando la oscuridad hacia una forma literaria sublime y creando una belleza única en medio de la desesperación.

Por su parte, Walt Whitman, con su monumental Hojas de hierba, trascendió los límites del Romanticismo al mantener su exaltación del individuo y la naturaleza. Whitman fue un poeta de la libertad, la democracia y la humanidad, cuyas palabras resuenan con fuerza aún hoy, recordándonos la importancia del individuo dentro de la vasta obra colectiva de la humanidad.

El Día Mundial de la Poesía nos recuerda que la poesía no es solo una forma de expresión, sino una manera de vivir. Es el medio a través del cual los poetas, a lo largo de los siglos, han intentado comprender aquello que escapa a la razón, lo que no puede explicarse con claridad, pero que, sin embargo, nos habita profundamente.

Hoy, más que nunca, necesitamos esa poesía: la que nos desafía a ver más allá, la que nos invita a sentir con intensidad, la que nos impulsa a cuestionar la realidad y nuestra propia existencia. Porque, como decía Goethe:

«La poesía es la verdad más elevada«.

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