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La maldición del oro

Una leyenda canadiense cuenta que el indio Slumach encontró cerca del lago Pitt un paraje que contenía una fortuna en oro, conocido como The Lost Creek Mine, pero se llevó el secreto a la tumba y maldijo a cualquiera que se atreviera a buscar “su tesoro”. Desde entonces, decenas de buscadores de tesoros han perdido la vida en el lago Pitt buscándolo. A pesar de ello, seis intrépidos exploradores decidieron unir sus fuerzas para descubrir la leyenda y encontrar el tesoro.

La sinergia de aquellos osados es la que el país necesita de los órganos del Estado, pero para controlar la criminal explotación del nuevo “metal del diablo” con que Augusto Céspedes llamó al estaño en su celebrada novela homónima.

La muerte de algunos “barranquilleros” producida recientemente en Mapiri, que con un solo gramo del amarillo metal bien pudieron haber salvado algunos días de subsistencia, no es más que la señal de un sistema colonial de extracción y de una muestra republicana de la ausencia del Estado en determinados ámbitos de la actividad económica, principalmente por el rédito político que el gobierno obtiene, haciéndole un guiño a las corporaciones extranjeras —últimamente chinas— y a los indolentes empresarios que, armados de dragas, penetran lo que debieran ser templos intangibles de la naturaleza.

Cierto. En realidad, la maldición del oro no llega únicamente a cegar vidas humanas, de las que los tres infortunados de Mapiri son sólo la punta del iceberg, hablando de una tradición de muerte que por siglos se produce en socavones, vetas o sedimentos de los ríos. Sin menospreciar ninguna vida humana, cuya pérdida es de caro valor social, el daño ecológico que se le inflige al medio ambiente, al paisaje y, en definitiva, a la salud principalmente de los niños, es asunto que tiene que ver con una total negligencia del Estado y un certero martillazo a la vida. ¿O es que la desertización, la deforestación, la erosión, la pérdida de suelo fértil, la modificación del relieve y el impacto visual, que son algunas de las consecuencias irreparables que deja esta variedad de homicidio disfrazada de labor económica, no son una afrenta a la vida misma en todas sus formas?

A través de los tiempos, desde antes de la fundación de la república, la explotación del oro ha influido en el progreso de las diferentes culturas, que con el interés de poseerlo han llevado al hombre a explotar y colonizar nuevos territorios para la fabricación de ornamentos y alhajas, utilizados como símbolo de poder y unidad de medida para el intercambio de mercadería, pasando por la ambición de los conquistadores atraídos por la leyenda de El Dorado. En los últimos años, la explotación ilegal principalmente —aunque no únicamente— ha ocasionado altos costos ambientales, cuya responsabilidad recae en la mediana empresa, incluidas las cooperativas auríferas que, si bien técnica y jurídicamente son de existencia formal, a tiempo de la explotación minera no tienen reparo alguno en la embestida inclemente a la naturaleza.

La codicia por el oro, ante la grave crisis económica del país y su consecuente falta de fuentes de empleo, han agravado las migraciones temporales de gente proveniente de toda la república a lugares como Tipuani, Mapiri, Guanay, Parque Nacional Madidi y otros sitios sagrados que ninguna riqueza justifica su profanación.

Actualmente contamos con muchas normas reguladoras de la explotación de minerales, ejercicio legal de la actividad minera y varios organismos que tienen compromiso normativo de control de sus actividades; pero, claro, hoy también es inocultable que esto de conseguir oro a como dé lugar ha derivado en la aparición de organizaciones criminales cuyos nexos con el narcotráfico dificultan su combate. Y mucho más: ante la negligencia de un aparato burocrático que ha perdido todo control sobre esta infame forma de depredar los suelos de Bolivia y el envenenamiento de sus ríos.

Si constitucionalmente es imperativo el cuidado del medioambiente y los recursos naturales, no se entiende cómo se permite una explotación minera tan agresiva y en condiciones laborales tan precarias como ocurre, en unos casos por afinidades ideológicas con los chinos y por ventajas electorales con las incontables cooperativas dedicadas a la degradación de los suelos y la contaminación del aire.

La obtención de pingües ganancias para los concesionarios de yacimientos auríferos que cuentan con una mecanización poco amigable con la ecología y la exposición de la vida por parte de humildes bateadores, está aligerando también el cambio climático y la pobre calidad de vida de la gente.

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