A veces me pregunto si en vez de escribir una columna debería dedicarme a publicar las últimas normas rectoras que la progresía -que se ha arrogado la moral de la época- fuera dictando conforme sus propias pulsiones le vayan ordenando. Algo así como la “Gaceta de la buena gente”. Pero luego pienso que más que edictos individuales, las expresiones de este multipolar movimiento terminarían siendo más parecidas a las noventa y cinco tesis de Martín Lutero. Y no, no me daría el tiempo.
Hace pocas semanas se dio a conocer la canción elegida para representar a España en el reconocido festival Eurovisión de 2024. La elección no habría sido noticia internacional, si el jurado ibérico se hubiese concentrado en el aspecto artístico (ritmo, melodía, armonía) y no solamente en el contenido provocador. La canción “Zorra” fue lanzada (¡ay!) como un cántico feminista, y ha sido aplaudida incluso por el presidente español, Pedro Sánchez, a quien le parece muy gracioso que nos llamen zorras por eso de que “el feminismo también es divertido”. Zorra, zorra, zorra/Ya sé que soy solo una zorra.
Como ya no me asombran estas inconsistencias, solo me fue posible tratar de comprender la pirueta filosófica de quienes pasaron años instruyéndonos desdeñar el término zorra, por ser parte del vocabulario de los criminales que ejercen violencia contra las mujeres; pero que hoy en día intentan la resignificación súbita de la palabra. No logré entender.
Interpretada por alguna mujer no feminista, la obra musical habría sido cancelada antes de concursar en festival alguno. En cambio, la afinidad al colectivo hizo de este, uno de los temas más escuchados en Spotify y se ha convertido en un himno en varias partes de Europa (ya ha sido traducida a otros idiomas). Pero he dudado de si en sus manifestaciones alternativas, ese feminismo celebraría el testimonio de víctimas de violencia machista que declaren que mientras son vejadas su agresor les grita ¡zorras! O si más bien el activismo, tan pendiente de los reflectores y el lobby, continuará utilizando el sufrimiento de aquellas mujeres sin averiguar qué tanto les afecta escuchar esta palabra que las devuelve al trauma.
No queda más que rebobinar nuestros valores, una vez más, e incorporar este vocablo antes peyorativo y sexista, al lenguaje de las reivindicaciones. Ahora sí queremos que nos llamen zorras (que no astutas, claro). A partir de aquí somos zorras potenciales orgullosas. Imagino que lo siguiente será comenzar a usar -como halago- el aberrante “maricas”, para llamar a los homosexuales.
Uno de los estados que más rápido pueden conducir a la neurosis es la incertidumbre. Los humanos necesitamos desplazarnos bajo derroteros que nos den certeza, o por lo menos, la mayor cantidad de seguridades posible. Quizás la guía que mejor nos conduce es la moral que, aunque entendida e interpretada de distintos modos según los gustos, nos encamina para lograr una buena convivencia en sociedad.
Eso supone que quienes lideran nuestra educación deberían mantener inalterables y universales ciertas normas de orientación, que nos sirvan en los distintos momentos y actos de nuestras vidas y nos permitan saber cómo tratar al resto.
De ahí que les pida encarecidamente a quienes dictan los lineamientos morales que traten de preservar las reglas de conducta para no neurotizarnos. Es que resulta algo agotador tanto cambio. Que si ya nos han entrenado para no aceptar que nos digan zorras, por ser un término asociado a la violencia sufrida por tantas mujeres, no pretendan que digiramos instantáneamente la idea de que ahora la palabra tiene una connotación de empoderamiento y libertad sexual.
La canción ha sido muy criticada por grupos de mujeres que, incrédulas, han repudiado las declaraciones de la ministra de Igualdad de España, quien considera que la pieza es divertida y “rompe con moldes y con el edadismo”. No entiendo de qué modo la canción podría disuadir la discriminación por razones de edad, pero quizás la ministra está diciendo que finalmente todas podemos ser zorras (jóvenes y ancianas). Y bueno.
Ahí parece residir el problema de buena parte de ese feminismo de nueva ola: en el afán por ser vanguardista, se aleja de su centro y de sus cimientos. Y relativiza sus principios, que llegan a ser tan versátiles como poco fiables. Y para evitar que sus códigos se vuelvan obsoletos, cambia sus eslóganes de cuando en cuando, según la ocasión y según qué zorras merezcan contar con él.
Si salgo sola soy la zorra/Si me divierto la más zorra/Si alargo y se me hace de día/Soy más zorra todavía/cuando consigo lo que quiero.