Oscar Coaquira Alí
Llega como siempre, como todos los días del año. Como si su vida hubiera sido, desde antes, una larga cadena de vacuidades y, a lo mejor, sus actos recientes —los viajes extenuantes, las borracheras típicas de fin de semana, los pleitos con la esposa con la que apenas convive un par de años— fueran la constante de una rutina que lo mantiene “supuestamente” alineado después de la medianoche.
Camina hasta la cocina con los zapatos embarrados, manchando el piso recién lustrado —el cual desdeña
porque le parece un hábito innecesario lustrar tanto, pues el polvo no altera en nada el orden de las cosas y sabe que su mujer, quien tantas veces le ha regañado por estos actos, no hace más que ahondar en un asunto de poderes con tal pulcritud—.
Él con sus cosas: el puesto de carnes y fiambres del mercado, los pagos mensuales de la hipoteca y su
desenfrenada devoción al fútbol —aquel “insensato deporte”, tal como lo llama la esposa, que le ha llevado a la dicha de sentirse parte de un grupo privilegiado que vive con la camiseta celeste, la del Bolívar, pegada al alma—. Ella se ocupa de algunas otras cosas, posiblemente insignificantes para él, que constantemente llega cansado y con un hambre de los mil demonios y no mira con detalle el orden de la casa: la ropa planchada, el piso lustrado, el baño decorosamente ordenado y perfumado, detalles que,
en buena manera, tratan de imitar la decencia y el confort de las casas que ha visto en la tele.
Sin embargo, lo que no muestran las telenovelas ni las revistas de sociales —y que a él le encanta reprocharle en la cara a su esposa— son las imágenes de ratones merodeando por todos los rincones de la casa, llenando de mierda los víveres de la semana. Por eso, todos los intentos que ella hace por mantener decente el hogar le parecen superfluos. Para acabar con los roedores, lo que hace falta en la casa, más que el orden y la limpieza, son unos gatos fornidos y grandotes. Pero resulta que a la esposa no le agradan debido a un incidente vivido durante su adolescencia en el que unos felinos arruinaron con orín sus únicas zapatillas deportivas antes de un examen de gimnasia. Los detesta y descarta cualquier tipo de intromisión felina en su hogar. Y que a él le parece una justificación excesiva y absurda. ¿Por
qué ensañarse con unos animalitos que podrían llenar un vacío familiar, que podrían reemplazar a los hijos que aún no han podido engendrar en su corta vida marital?
Entonces se pregunta si la tenencia y el cuidado de un hijo podría soslayar su falta de vitalidad que, por ahora, únicamente puede aplacar con la comida y la bebida. Por esa razón, le van y vienen los asuntos que se empeña en realizar la esposa, cuidando que nada ni nadie le estropee el “orden de la casa”, y no le importa entrar a todo galope a la cocina, como un animal hambriento, a ensuciar aquello que considera irrelevante, a revisar si en las ollas está lo que más le hace falta; aun sabiendo que después, luego del abotargamiento digestivo, deberá revisar, rincón tras rincón, si hay ratones muertos que barrer, producto del efectivo veneno para ratas que ha esparcido por toda la casa. No le queda de otra más que soportar los fétidos olores que se desprenden de los ratones muertos. Si al menos tuviera un gato, como ha querido desde un principio del matrimonio… Lo llamaría ron Damón. Sí, su gato se llamaría ron Damón y, quizás, con su felina presencia, ya no sentiría tanto la soledad en los huesos al momento de recoger los roedores inertes que a diario irrumpen en su intimidad.
Disfruta tanto como puede del sexo con su esposa, tanto que se ha acostumbrado a tener una mano pegada a su busto a la hora de dormir. Y es que encuentra en ello un placer infantil, un gusto que lo distrae de su falta de “tranquilidad”; pues, a diferencia de ella, que tiene un sueño pesado y no tiene problemas para dormir, él posee un tipo de sueño irregular. Duerme muy poco, muy por debajo de las ocho horas que los médicos recomiendan.
A veces consigue dormir limitadamente bien, pero le da pánico soñar con la imagen de siempre: esa donde aparece en la secundaria, ya viejo, ya gordo y calvo, buscando la Secretaría para matricularse porque resulta que tiene una materia reprobada. En ese sueño frecuente, tan claro y cercano, él se ve triste y a la vez espantado por tener que volver a cursar la secundaria.
Sabe que no es una pesadilla; de hecho, asume que las pesadillas son imágenes de choque, imágenes donde uno aparece asediado por figuras fantasmales, donde uno se da cuenta de que está despierto dentro del mismo sueño, pero no puede despertar. Para él las pesadillas son sensaciones corporales, mientras que aquel sueño, que trata de evitar a toda costa, es otra cosa. No le extrañaría que sea un mensaje oculto, codificado, que intenta revelarse de su inconsciente; no obstante, prefiere eludirlo manteniéndose en vigilia, durmiendo poco, casi nada, aferrado a las tetas de su mujer.
Está continuamente en vigilia, como si fuera un guardia nocturno que al solo ruido de un sonido impropio despierta para ir a indagar —linterna en mano y ojos cansados de tanto escrutar la noche— si hay algo extraño fuera de su alcance. Se limita a encender la televisión para buscar algo en lo que concentrar su atención; mira con desgano las imágenes. No encuentra nada bueno, nada nuevo, todo se repite: el noticiero del medio día, la novela de la mañana, el programa de cocina de la tarde. No le queda más que coger el control del reproductor DVD y poner El Chavo. Se siente a gusto, casi en armonía, mirando de soslayo su programa favorito mientras las imágenes se diluyen dando paso a la modorra del sueño; todavía consigue percibir los diálogos de Kiko o don Ramón.
Entonces, ocurre aquello que siempre lo aterra: vuelve el sueño recurrente, la imagen funesta de la secundaria y despierta como si le hubieran clavado una tachuela en la conciencia, alterado y asustado…
Hay algo que detesta en las noches, y es que, tras despertar a causa de un sueño fallido, encuentre a su mujer completamente dormida, entregada en un tipo de sueño órfico. Odia hallarse en la más completa soledad, sin poder hablar, sin poder llorar, sin poder acercarse a ese cuerpo estático que sucumbe en la más insólita negación de su realidad.
Las cinco de la madrugada, sus ojos apenas se han cerrado. Pronto tendrá que levantarse y alistar la mochila de viaje para ir a la pampa. Pese al mal sueño, está contento porque la ciudad, mejor dicho, el pequeño pueblito que intenta parecerse a una ciudad, le provoca un escozor en las nalgas. Después de todo, no oculta su satisfacción de volver nuevamente al llano. Quiérase o no, este es una extensión de su alma y la ciudad tan solo un lugar intermedio donde se dedica a esperar. ¿Esperar qué? La pregunta flota en el aire, discurre en el tiempo y se detiene en un punto que hasta ahora desconoce, pero que a menudo aflora en su imaginación. Hay momentos en los que presiente que está a pocos pasos de llegar allí, y entonces ocurre —más por exigencia que por voluntad— algo que lo detiene, algo que le hace girar la cabeza y mirar el lecho donde duerme su mujer. Está allí, de espaldas, desnuda de pies a cabeza, esperando que su cuerpo se cubra de caricias, pues la única conexión que existe entre ellos es el sexo. Él acomoda su cadera cerca de ella, aprieta con tesón las tetas que han permanecido toda la noche descansando sobre una de sus manos y la penetra con fuerza, una y otra vez, hasta que finalmente consigue liberarse de todo lo que lleva dentro.
Los viajes, las idas y venidas a lo largo de su vida no han sido más que un pretexto para estar en un fuera de lugar, lejos y a la vez cerca de un mundo del cual solo quiere escapar y que, gracias al hecho de “esperar”, no logra abandonar por temor a perderse y no estar precisamente en el lugar donde se le revele aquello que “espera”. Se limita a recorrer los pueblos de siempre, las mismas coordenadas hasta el cansancio procurando no ir más allá de sus narices, porque si se lanzara a husmear lo desconocido y no
encontrara nada —salvo la angustia de quedarse disuelto en el margen—, se sentiría derrotado, entregado a una sarta de cuestionamientos salvajes que solamente habrían de desatarle culpas y vergüenzas.
Está lejos de casa, a tres horas de viaje y el llano bulle como nunca. De vuelta, mientras la tarde se mete por las ventanas del bus, permanece sumido en un trance somnífero debido al cansancio y la borrachera que padece. Por raro que parezca, el alcohol adormece sus miedos, los ablanda, los sancocha hasta convertirlos en una masa inerte y transparente; tanto así que le es posible dormir, salir por un minuto de su vigilia perpetua y soñar. Sí, soñar con una bella oscuridad que le permite oír cándidamente los
murmullos que laten en la profundidad de lo negro, del supuesto vacío, de la nada, de la ceguera colectiva. Asumir lo negro, guiarse todo el tiempo por el ruido de las cosas, más que por la vista, para no estar perdido ni alejado de sí mismo es una de sus convicciones. Los ciegos existen, caminan tropezando, chocando contra las cosas; los sordos están muertos, se pierden, deambulan por el mundo como
fantasmas y se alejan cada vez más de lo que él considera la realidad.
Duerme y no le importa que el sol de la tarde borre la humedad de sus mejillas; después de todo, más que sentir el calor y los olores que convierten al bus en una especie de olla doméstica, hirviendo como un caldo de menudencias a fuego intenso, se siente disuelto en un sueño oscuro, del cual no quisiera salir jamás. Y, de repente, pareciera como si la vida le recordara que no hay forma de cerrar los ojos eternamente mientras aún se continúe en pie, que si dejara todo —las responsabilidades, las culpas, los vicios, el fútbol y el sexo a merced del puro placer—, ella misma se encargaría de abrirle los ojos a punta de picotazos para devolverlo al lugar que le corresponde. De forma que no tiene más remedio que vivir para los otros, no tanto para él. Despierta medio atontado, sentado en el bus que lo lleva nuevamente al pueblo que trata de parecerse a una ciudad, mojado de los pies hasta el alma, meado por un gato gris que reposa sobre sus pantorrillas.
Recuerda poco, casi nada. Trata de ordenar sus pensamientos; recuento de daños, piensa: el gato gris, la
borrachera, la compra de las reses, el pueblito escondido en el llano, el viaje, el sexo con la esposa, el mal sueño y después, más de lo mismo. ¿Qué hay de nuevo? ¿La presencia del gato? No esperaba que este se meara en sus piernas; pero el gato no es nuevo, pues estaba en sus pensamientos (ya tenía un nombre y, al ser nombrado, quiérase o no, existía como una estampita perdida en la ausencia). Mira al gato, gatilla el flash de los ojos, lo acaricia y él responde amablemente con un miau quejumbroso, como si le dijera
secretamente: “¿dónde carajos estabas?”, “¿qué hacías mientras te esperaba?” Vuelve a sentir el chorro pestilente de orina en los pantalones; está marcado, piensa. Él no es el amo. Lo sabe o, mejor dicho, lo supone. Ron Damón es su dueño, al menos cree en esa posibilidad y lo mima con tal fuerza que el color gris de sus pelos se torna en negro.
Llega a la ciudad con el gato, cruza la puerta que separa lo público de lo privado, entra temerosamente en la estática privacidad de su hogar, pulcro y ordenado, y ve cómo la nieve se apodera de las calles y los techos cubriendo todo de blanco, dejando nada más que impolutas marcas en el suelo, haciendo del paisaje un lugar mustio y desolado. A diferencia de muchos, que ven la nieve como algo bello y encantador o, en el peor de los casos, como un problema, él no se decanta ni por lo uno ni por lo otro; de ser así, formaría parte de ese grupo de personas que hunden las manos en la nieve para hacer bolitas o muñecos de nieve o de aquellas que se encierran en sus casas u oficinas por miedo a enfermar o sufrir un accidente. Él toma el asunto como un medio para hurgar en la memoria, centrar la cabeza –que de por sí la tiene mareada–, para pensar en que nada perdura para siempre: la nieve acabará, el día perecerá
y todo volverá a seguir su curso; de modo que, una vez más, sus pasos le guían al portón para entrar nuevamente al lugar de la “espera”.
Tan pronto cae la noche, cae el anuncio, la noticia de que va a ser padre, que tienen que dormir en camas
separadas, que debe deshacerse del mugriento gato y también olvidarse de sus costumbres suicidas: beber hasta perder el sentido, salir a ver el fútbol y vivir únicamente para el hijo que siempre desearon tener. Tras la sentencia de la esposa —sentencia es la palabra, por más que quiera buscar otra quizá más dulce como “fortuna”, “gracia” o “dicha”—, se niega a aceptar sus condiciones. Habrá cambios, dice, malos o buenos, pero las cosas se harán a su manera.
Sin embargo, los cambios que él prevé realizar, con voz entronizada y severa, no ocurrirán así como así. Al
contrario, su comportamiento irá adquiriendo una directriz que muy pocos considerarán acertada; pues, desde ya dejará crecerse la barba y, sin ninguna explicación posible, beberá casi todos los días hasta quedar borracho… Estará libre de toda voluptuosidad disonante, muy a gusto con su nueva transformación, aunque a veces extrañará tener sexo con su esposa, quien se negará a recibirlo en su lecho. Se conformará con mirar sus viejas revistas pornográficas, las cuales aún conservarán ese toque sensual que le permitirá imaginar e ir más allá de toda penetración posible, deleitándose con esos cuerpos desnudos, con esos pubis repletos de vellos, que son como bosques tupidos que le incitan a perderse, a borrarse por unos minutos del mapa que lo muestran como un tipo frágil y solitario.
Y entonces, una de esas noches, se percatará de estar condenado a no poder dormir. Se dará cuenta de que, a partir de ese momento, sus ojos nunca dejarán de escrutar la noche y que la vida, de ahora en adelante, se manifestará como un ruido constante, fruto de su vigilia permanente, de sus noches en vela, observando a trasluz hasta el final de sus días.
No hay ninguna diferencia entre borrachera e insomnio, en ambos casos el resultado es el mismo. A simple vista, uno podría confundir lo uno con lo otro y viceversa, pero el caso es que cuando dos estados, de por sí opuestos, confluyen en un mismo lugar, las cosas se convierten en algo intermedio, en algo vago donde no se está en ningún lado. Por tanto, él presumirá vivir en ese espacio que está fuera del espacio, invisible e incomprensible para los demás, inmerso y disuelto en una especie de esquina donde
ve pasar el tiempo como un caudal de ruidos herrumbrosos.
Se preocupa menos por el orden de la casa y concentra toda su atención al espacio que habita, a su pequeño cuarto que cada vez más se parece a un hueco sombrío, a un tajo que subsiste dentro la linealidad del tiempo, el cual, de forma inexpugnable, comulga con el desorden de sus pensamientos. Aun sabiendo que ha hecho de su pieza un bastión seguro, se siente inofensivo ante el delicado aspecto que muestra su esposa que, de un instante a otro, se ha puesto más propensa a gimotear cuando necesita algo de ayuda. La ve gorda y vulnerable, presa de sus propios lamentos, a punto de reventar en trocitos impregnados de nociva delación; como si el pecado de su ignorancia fuera un pretexto o artimaña, una mancha indisoluble, por la cual será castigado después.
Tal vez porque entiende poco o nada de lo que sucede o acontecerá, debido a su limitado y torpe accionar, sin duda, le han obligado a renunciar, de forma onerosa, a la compañía de su esposa. Ella, sin recato ni donaire alguno, también lo ha empujado a convivir en el destierro absoluto, negándole los mimos y el derecho a acercársele. Vive arrinconado en su remota pieza que se alza en medio de la
oscuridad, donde los maullidos de ron Damón espantan la soledad de sus noches.
No obstante, las cosas están por empeorar y todo porque le será imposible soportar el llanto del niño que, en pocos meses, pasará de ser un bulto en la barriga a ser una máquina de ruidos y pañales.
La casa está llena. La madre de su esposa, quien ha llegado de improvisto a encargarse del niño y, ¿por qué no?, del aseo diario, romperá la frágil armonía que existía hasta ese momento. Aumentarán los reclamos que, al igual que la hija, la suegra se encargará de señalar a rajatabla, siendo más severa que la esposa, agarrando a escobazos al pobre ron Damón cada vez que lo sorprenda cerca o, peor aún, cada vez que lo vea merodeando por el patio. De a poco el silencio y el sonido natural de las cosas le resultarán angustiosas, los gritos y las arbitrarias reglas harán hueco en su ya deteriorada convivencia conyugal, quitándole lo único que él considera cercano y familiar: ron Damón.
Su indolencia irá en picada, cayendo a niveles inexorables, de modo que preferirá pasar más tiempo fuera, dejando que el niño —al cual creyó su salvación, su punto de inflexión para revertir su incomprensiva realidad— pase a segundo plano, a un mero recuerdo fantasmal. Ambos, ron Damón y él, irán ausentándose cada vez del lugar. Aparecerán de días, incluso de semanas; vagarán como dos parias buscando un lugar donde pasar su tiempo, cada uno a su manera, arropados por la soledad de la vida.
Sin embargo, uno de esos días en que los dos confluirán dentro la casa, él medio borracho y ron Damón medio asustado, pasarán su última noche juntos porque a la mañana siguiente, cuando él salga a orinar y vea la ventana del comedor abierta de par en par, por fin comprenderá lo que tanto le hace falta. Entonces, la mañana se hará noche y la noche se hará oscura y se abrirá como una flor urgida de rocío. Ron Damón estará lejos, abriendo el sendero que deberá seguir. Amanecerá y el día será frío, una densa nieve caerá y cubrirá la ciudad; la esposa, que durante las últimas semanas habrá estado convaleciente y al cuidado de su madre, se levantará y se dirigirá al baño y, mientras cruce el comedor, se dará cuenta de que una de las ventanas estará abierta. Se acercará para cerrarla, pero una ráfaga helada le golpeará el rostro haciendo que recuerde un calor que ya nunca volverá.