El Pepino
Pare, pare —gritaron algunos chiquillos, pero el camión, que se había detenido brevemente, reanudó su marcha llevando sobre el cargamento de sacos de papas y cereales, un haz bamboleante de pasajeros indígenas.
El Pepino, que había bajado a realizar sus gracias de payaso, corrió, logró asirse del borde de la carrocería, tratando de encaramarse sobre la plataforma, pero no pudo hacerlo. Se dejó caer, finalmente, en forma espectacular, levantando las piernas en alto, y permaneció luego inmóvil, tendido de espaldas en el suelo.
Se oyeron gritos de mujeres. Se hizo un remolino en la corriente humana que llenaba la calle y que formó un círculo en torno al cuerpo yacente.
—Ambulancia, ambulancia… denle agua… levántenlo, pues —gritaban las cholas.
La careta del Pepino miraba al cielo con su pintoresca expresión, mezcla de bufonería y de tristeza inmóvil. La enorme narizota respingada, burlona e insolente, parecía un ser autónomo, independiente de la boca de largas comisuras caídas.
—Levántenlo, denle agua…
Alguien se aproximó al cuerpo y empezó a sacudirlo. Las cabezas de los espectadores se adelantaron, curiosas, y se hizo una isla de silencio en medio del tumulto callejero.
Con un salto tremendo levantó el Pepino su cuerpo de muñeco bicolor, rojo y amarillo, y distribuyó certeros golpes de «chorizo» entre los circunstantes.
Daba grandes gritos, con voz aflautada, y reía de su broma. Los otros trataban de pegarle en las espaldas, vengándose así de haber sido víctimas de la burla.
El grupo se disolvió nuevamente en la marejada de gente. El Pepino incorporado ya a esta parte de la fiesta, se mezcló entre la muchedumbre, seguido de su inevitable cortejo de niños que iban gritando detrás de él:
—El Pepino, el Pepino… el «chorizo»…
Miércoles de Ceniza en La Paz. La masa indígena y mestiza que vive en la ciudad, se vuelca hacia la zona del Cementerio. Las calles empinadas y repletas de gente disfrazada o vestida de día de fiesta, semejan rutas de hormigas revolucionadas, una vez al año, contra su destino mudo y laborioso, y desatadas en un frenesí bullanguero y multicolor.
Disfraces y polleras de gala entremezclan su policromía llenando las calles que ascienden desde el corazón de la ciudad, hasta las manchas verdes y frescas que disputan, en retirada, los últimos privilegios del campo frente a la sórdida invasión urbana con adoquines grises, simétricos y fríos: con casuchas que semejan el primer avance de espuma sucia y de desperdicios que arrastra una riada.
Los grupos formados en torno a los «ajtapis» ponen ramilletes de color sobre los sembradíos. Ecos de guitarras y cantos rebotan contra los muros del Cementerio, y despertando la polvorienta curiosidad de los muertos que, seguramente, quisieran unirse a la fiesta castañeteando sus huesos en cuecas macabras. Pero nadie bailaría con un esqueleto, y no les queda otra cosa que sacudirse dentro de sus estrechas tumbas alineadas como casilleros, llamándose, quizás, de una a otra, con golpes convenidos, para comunicarse su regocijo.
El Pepino, héroe anónimo de la alegría carnavalesca, saltaba atacando a los transeúntes e incitando al coro de chiquillos:
—El Pepino… el Pepino…
Corría infatigable, persiguiendo a los muchachos que huían, desbandándose momentáneamente, para reunirse otra vez en círculo.
En una de sus corridas amenazadoras, el único que no escapó fue el más pequeño de todos, que, en vez de asustarse, reía a carcajadas mostrando una fila de dientes menudos y apretados como granos de maíz blanco y tierno.
El Pepino se detuvo frente a él. Dos tres o cuatro de sus más impresionantes saltos, y blandió su «chorizo» sobre la cabeza del niño, pero éste, sin amedrentarse, reía cada vez con más ganas, apuntando su pequeño dedo negruzco a la careta del Pepino que quedó inmóvil, desconcertado y abatido. Se sentó en el suelo, y, poniendo la cara entre las manos, se echó a llorar con grandes sollozos que sacudían sus espaldas.
Sin levantar la cabeza extendió una mano, y entregó el «chorizo», símbolo de su fuerza y autoridad, al niño que lo tomó y golpeó con él la cabeza del Pepino. Cayó éste de espaldas, defendiéndose torpemente con los brazos.
El nuevo corro formado en torno a esta escena aplaudía al chiquillo:
—Más fuerte… más fuerte… muera el Pepino.
Este saltó de pronto, arrebató el «chorizo», y con golpes a diestra y siniestra desbandó a los espectadores.
Llamó su atención un alboroto producido en una estrecha callejuela lateral que ascendía tortuosamente hacia el cerro. Los curiosos se aglomeraban empujándose unos a otros. Abriéndose paso con el «chorizo» y con gritos destemplados, fue adelantándose hasta llegar al centro del tumulto. Un borracho con imponentes zapatos amarillos pegaba a su mujer, una india tan recargada de polleras que, a cada golpe que recibía en las orejas o en las espaldas, no hacía sino caer sentada sobre el aro casi sólido que aquéllas formaban en torno a sus piernas.
Se oían algunas voces de protesta:
—Déjela, déjela, abusivo… cobarde… pegando a una mujer…
Las cholas comenzaban ya a gritar pidiendo «auxilio» y «policía».
El Pepino dio algunas vueltas en torno al borracho y su víctima, quejándose lastimosamente y tornándose la cabeza entre las manos a cada nuevo golpe, igual que si lo recibiera él.
De pronto, como si considerase que la mujer había sido ya suficientemente castigada, se interpuso y, tomando al hombre por los brazos, trató de alejarlo. Empero, sin tiempo para defenderse, recibió tan tremenda bofetada, que cayó de espaldas, mientras reventaba un coro de carcajadas entre los espectadores. La narizota había quedado completamente aplastada.
Permaneció en el suelo por unos instantes. Con extraordinaria gravedad se puso de pie. Palpó la nariz apabullada, y luego entregó su «chorizo» a uno de los muchachos que le contemplaban riéndose. Dio unos saltos descomunales, y se lanzó contra el borracho. Fue un remolino de colores, de brazos y piernas, hasta que ambos rodaron por el suelo. Se levantó ágilmente el Pepino, y puso un pie sobre el pecho de su contendor.
—El Pepino, bravo Pepino… viva el Pepino…
La mujer, que había contemplado silenciosamente la escena, reaccionó inesperadamente, y, lanzándose sobre el vencedor, que estrechaba las manos de sus admiradores, le propinó un gran golpe en la cabeza, con una jarra de hierro enlozado. El Pepino abrió los brazos en cruz y cayó sobre su víctima. La gente reía a gritos. Unos segundos más tarde recobró el sentido, y, después de mirar en torno suyo con desconsuelo, palpó el cuerpo de su contendor que aún dormía pacíficamente; deslizó un brazo en torno a su cuello, y, colocando el «chorizo» como almohada, se echó a dormir acurrucado junto al otro.
Los chicos bailaban en torno o saltando sobre los cuerpos. La gente se arremolinaba para contemplar esta insólita escena de los dos hombres dormidos en tierno abrazo.
Al fin llegó un policía atraído por el bullicio. Andaba tambaleándose. Con su uniforme, parecía un disfrazado más en medio de la fiesta.
—A ver, retirarse… ¿qué está pasando aquí?…
El Pepino se dirigió a él, abrazándole estrechamente, mientras con las manos hacía señas burlescas a sus espaldas. El policía se esforzaba por desasirse, pero al cabo el Pepino se lo llevó consigo, casi a rastra. Entraron en un tenducho en que se vendía pisco y cerveza, y del cual salían borrachos en busca de rincones propicios para sus desahogos.
Los chiquillos esperaron un buen rato. Intentaron ver lo que pasaba adentro, pero el mostrador lleno de botellas y de latas de salmón y de sardinas, constituía una barrera infranqueable para su curiosidad, de modo que fueron dispersándose después de haber gritado unas cuantas veces:
—Pepino, Pepino… que salga el Pepino…
Una hora más tarde, ya al anochecer, y mientras la fiesta declinada en un confuso rumor de cantos, guitarras, gramófonos chillones y bocinas de automóviles que se abrían paso entre la masa compacta, salieron el Pepino y el policía tomados del brazo. Caminaron un corto trecho, y aquél, que apenas podía tenerse en pie, puso la cabeza sobre un hombro de su amigo, mientras entre hipo e hipo decía:
—Si usted cree que quiero llevarlo a la policía, se equivoca. Yo odio la policía… Yo también puedo ser… hip… un Pepino… ¿o usted cree que yo no… hip…puedo ser un Pepino?
Después de una larga polémica, a medias agresiva y sentimental, al fin se dejó llevar hasta el umbral de una puerta cerrada, donde el Pepino lo sentó con cuidado maternal. Le puso la gorra sobre los ojos, le extendió las piernas, para que pudiese conservar mejor el equilibrio, y empezó a cantar arrullándole para que se duerma. El policía intentó levantarse dos o tres veces, haciendo acopio de sus últimas energías, pero certeros golpes de «chorizo» seguidos de tiernas caricias, volvieron a tranquilizarlo hasta que al fin quedó profundamente dormido.
La gente reía, mientras el Pepino, tomando un pedazo de yeso del suelo, dibujó una cruz en la puerta, sobre la cabeza abatida del policía.
Dispersando a los curiosos, se abrió paso y se dirigió calle arriba, hacia un punto desde el cual, de detrás de un pequeño muro de barro, llegaba la música de «sicus» y bombos de alguna comparsa de danzantes.
Se encaramó sobre el muro. La comparsa de «tundíquis» bailaba en una especie de corralón abierto por detrás hacia el campo, dando vueltas interminables en torno a los músicos.
Mujeres con niños cargados a la espalda distribuían licor, vertiéndolo de garrafas de hojalata, en pequeños jarros. Los danzarines, con los rostros cubiertos por máscaras diabólicas, se detenían tan solo el tiempo preciso para libar, y reanudaban luego el baile al ritmo monótono e infatigable de los bombos.
El Pepino saltó desde lo alto del muro sobre la tierra blanda, y se mezcló en la fiesta sembrando, por un momento, el desconcierto entre los danzantes que se movían con gravedad litúrgica.
Le echaron varios puñados de ceniza en la cara. Aquella ceniza con la que, por la mañana y en el templo, el cura había marcado las frentes de los fíeles poniendo sobre ellas la gris señal del arrepentimiento del comienzo de la Cuaresma.
Por la tarde, y, como símbolo del mestizaje entre la fe católica importada y el paganismo autóctono, la ceniza se convertía en instrumento de juego.
Sombras azulosas, cada vez más densas, cubrían los cerros, avanzando cautelosamente entre los sembradíos y, más allá, por sobre la tierra áspera y pedregosa. Hacia abajo, se habían encendido ya las luces de la ciudad, semejando señales minúsculas y misteriosas venidas desde otro mundo remoto y ajeno.
La danza continuaba. Vueltas y más vueltas y más alcohol escanciado por las indias cuyas polleras policromas reflejaban fugazmente sus colores a la luz de faroles colgados contra una pared. Algunos danzantes extenuados por la fatiga y el alcohol dormían tendidos en el suelo, con sus mujeres sentadas al lado, cuidándoles, inmóviles y silenciosas, mientras daban de mamar a sus niños.
El Pepino bailaba gravemente, junto con los otros, ya casi completamente olvidado ya de su rol de bufón. Solo de tarde en tarde, y como si la careta apabullada recobrase por un momento su influencia, daba algunos saltos tambaleantes o perseguía a las mujeres jóvenes que servían licor. Su alma de payaso parecía haberse disuelto en el ritmo giratorio y lúgubre con que los indios expresan su propio destino, bailando interminablemente sobre la desolada infinitud geométrica del círculo.
Cada vez que cierta «imilla» de alargados ojos obscuros y senos turgentes bajo el jubón pasaba junto a él, sirviendo licor, el Pepino intentaba tomarla entre sus brazos o pellizcarla. Ella saltaba con agilidad de cabra, o, cuando tenía tiempo para ello, se defendía con golpes del jarro en que servía la bebida.
Sus labios apretados iban diseñando el gesto del odio, en este juego que fue haciéndose torvo y enconado al correr de las horas.
Al fin el Pepino logró apoderarse del cuerpo de la india, duro y apretado como si fuera de arcilla, que en un esfuerzo supremo consiguió desasirse de las manos hambrientas. Él quiso recobrarla violentamente, pero la «imilla» echó a correr fuera del límite de las luces rojizas, cuesta arriba, hacia el cerro. El Pepino salió detrás dando saltos.
Las dos figuras se perdieron en las sombras, y solo se oyó, por un instante, el rumor de las piedrecillas que rodaban bajo las pisadas.
Dos minutos más tarde, un grito tajante rasgó el aire levantándose, como una cresta afilada, sobre el oleaje turbio de los sones de bombos y «sicus» y los lejanos cantos de los borrachos.
La música se detuvo casi en seco. Un bombo aislado continuó resonando, hasta apagarse también con golpes indecisos. Las caretas de los danzantes, con sus estereotipados gestos grotescos, se volvieron en dirección al lugar por donde habían desaparecido la india y su perseguidor.
Algunos de los bailarines echaron a andar hacia allí, dando traspiés. Fueron dispersándose gradualmente en la búsqueda, hasta que uno de ellos llamó a los otros a voces:
—Aquí… aquí…
Un corro de disfraces y de máscaras fue formándose en torno al lugar en que, a la difusa claridad de las estrellas, podía verse el cuerpo bicolor del Pepino tendido de bruces. Agachándose percibieron un chorro de sangre que corría perezosamente del cuello, donde un enorme desgarrón mostraba sus labios rojizos por debajo del borde de la careta.
Una india llegó con un farol. El resplandor movible daba caracteres aún más siniestros a las bocas inmensas, las narices retorcidas y los colmillos entrecruzados de las caretas.
—La policía, hay que llamar a la policía…
Algunas miradas escrutaron la sombra como buscando a la mujer, pero nadie hizo un movimiento para salir en su persecución.
—Si llamamos a la policía —respondió otra voz en aimara— nos van a llevar a todos a la cárcel.
—Él ha venido a provocar. Nosotros no lo hemos llamado.
—Hay que enterrarlo. Nadie ha de saber. Nadie lo conoce.
—Hay que enterrarlo.
—Que traigan un pico y una pala.
Después de un momento de vacilación, dos de los danzantes se alejaron en dirección a la casa. Los demás quedaron en rueda junto al cadáver que continuaba desangrándose sobre la tierra seca y sedienta.
Alguien hizo circular una botella de la que todos bebieron levantando el borde inferior de las máscaras.
Cuando llegaron los hombres con las herramientas, empezaron a cavar por turno junto al cuerpo mismo.
Tomaron el cuerpo del Pepino por los brazos y las piernas, levantándolo sobre el borde de la fosa, y lo dejaron caer al fondo con un ruido sordo. El que tenía el farol lo aproximó, y los danzantes se asomaron, formando un círculo macabro de demonios curiosos.
La máscara del Pepino miraba hacia arriba, defendiendo, aún allí, el incógnito que solo descubrirían los gusanos —guardianes de secretos eternos— escondido detrás de la nariz aplastada y de la boca caída en un gesto de tristeza definitiva.
Cayó la primera paletada de tierra, con rumor tamborileante contra el cartón de la careta. Cuando se hubo formado un promontorio sobre la tumba, los danzantes lo pisotearon, como si todavía bailaran, para nivelarlos; y esparcieron encima pedruscos y ramas arrancadas de los matorrales vecinos.
Luego se marcharon mudos y siniestros.
(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)
Walter Montenegro (Cochabamba 1912—1991) Escritor y periodista, fue miembro del Consejo Consultivo de la famosa revista norteamericana LIFE, jefe de redacción de periódico La Razón. También estuvo presente en la carrera diplomática como consejero. El fuerte de su carrera literaria fueron los cuentos y relatos donde se explayaba encandilando a los lectores con la galanura y el Humorismo de sus relatos. Así se revela en sus Once cuentos y los últimos. El pepino forma parte de este libro. En ensayo: Oportunidades perdidas: Bolivia y el mar