Miguel Sánchez-Ostiz
Hacía meses que no andaba por esas trochas, más allá de la casa de Ursua. En el aire, la danza no sé si muy pacífica del milano negro y el milano real.
Hace un año, una tormenta de viento de otoño tumbó cantidad de árboles de ese lugar, algo tremendo. Hoy quedan pocos rastros de aquello, la motosierra, la maleza y los renuevos han dado buena cuenta de las huellas de los destrozos.
—¿Cruzaste la regata?
—La crucé… si te mojas casi todo se puede cruzar, y me interné por un camino y luego por una senda hasta que la encontré cerrada por uno de esos árboles derribados por el viento del último año. Ha sido una andada de verdad feliz. A ratos no se oía nada, ni el correr del agua en la hondonada. He disfrutado de la caminata y del silencio sin reflexiones líricas o de recio y apretado discurrir que me descomponen.
Camino y ya lo dije, el poco o mucho de sesera que me quede, va a su aire. El caminar me enseña o me invita a admitir que he envejecido y que puedo hacer lo que puedo, no más, porque si no, lo pago. A veces se oía el ruido bronco de alguna ráfaga de viento fuerte en las copas que dejaban en el aire, dando volatines, las hojas de castaños, robles americanos y las sutiles de los alerces (que ya siempre me van a recordar a los pequeños astilleros de Chiloé)… el otoño avanza más rápido de lo que tu crees, y los matice de luz y color que viste ayer, ya han desaparecido, oscurecido, cambiado…