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Volando voy, volando vengo. Por el camino, me entretengo.

De: Paz Martinez / Para Inmediaciones

Dicen por ahí, las gentes que saben, que hay lugares de mierda con gente de mierda. Dicen, los humanos con ojos, que lo único que merece la pena es la mierda.

1.-Nace

Nada más bajar del avión, encontramos un animal defecando en pleno aeropuerto. «¡Mira, qué bien. No todo va a ser Polinesia!» comenta Juan Juan, mientras un operario se afana en espantar al bicho y esconder el regalito en alguna esquina. Lugares no le faltan, todo sea dicho. Es lo que ocurre cuando llegas a un aeródromo sin el marchamo «internacional». Aunque, aparentemente, todo aparezca impoluto y estemos en un páramo de tierra rojiza, apesta a orines y descomposición. «Es el olor de las especias», dice Erik. En la puerta nos espera el chófer y traductor, un adán con sandalias y pies negros (natural) cuya piel es del mismo color de la tierra. Ojos rasgados, pelo azabache, extiende el brazo derecho con la mano repleta comida. Dudamos entre si nos da la bienvenida, invita a comer o es una alegoría ideológica. Erik, avezado en mil batallas, sujeta su codo y lo abraza. Hammed esboza una sonrisa más negra que sus pies y nos lleva al 4×4. No tarda en aparecer la tan cacareada magia de la India, tan sólo debemos cargar el maletamen para que se convierta en un 0x4, sin más espacio que para conductor y acompañante. ¡Menos mal que aprobamos funambulismo y aquel curso de 4 horas de supervivencia! Ahora sabremos qué hacer cuando el Zippo, con el que el conductor enciende sus múltiples cigarros, contacte con el combustible. En cualquier momento, si en el hedor a gasolina nos basamos. Juan Juan me muestra el aire acondicionado, menos mal, pero debo dar media vuelta a mi cuerpo y ver al techo o lo que de él queda. Ahora es cuando entiendo el apartado «cierra la boca» del curso de supervivencia. En el hotel, todo es amplio: habitaciones, cama, armario, olores, bichos… y hasta el agua caliente. Llaman repetidamente a la puerta. «Espabila, el chófer se ha fumado todo lo fumable. Sólo le queda el coche» y, sin atar las botas, apuro escaleras abajo para ver otra preciosa vaca pastando en el pequeño basurero cercano. Me pregunto si tendrán nombre. «¡Malditas especias. Añoro el ajo!» y comenzamos la aventura. Si algo une al mundo no son el amor ni la mierda, son las carreteras de montaña: polvo en espiral. Torbellinos de tierra que generas al entrar y te vas encontrando continuamente hasta la cima. Estoy convencida de que Led Zeppelin compuso su famosa canción en una de estas. Tengo el culo cuadrado, sudo todo lo fumable por Hammed y el pelo, empapado hace unos minutos, se ha mimetizado con el paisaje.

Mastico el polvo, huelo gasoil, me duele el tuétano y observo… Dios, es una cordillera.

2.- Crece

Podría zambullirme en este cielo para nadar entre montañas y pueblos. Convertirme en foca, nutria o ballena jugueteando en la calma azul. Un bicho marino en el Himalaya saltando de pico en pico, de templo en templo, de olor en olor, de traje en traje, de suciedad en suciedad. Si alguien creó la belleza, lo hizo aquí. Si los idiomas, aquí también. Si el culto, emana de las piedras. Todo empieza y termina en este hormiguero inmundo de niños desarrapados, hombres desdentados y mujeres muertas. Es el hogar de la pobreza, del olvido, del hambre, pero también de la vida que, tozuda, se abre camino de espaldas a cualquier gobierno, de forma idéntica a como él se muestra. Es una guerra sorda, ciega y muda que todos saben y nadie reconoce. La guerra de las guerras, la universal.

Salimos de la prosperidad para llegar a este basurero militarizado. Apenas se ven pero se escuchan, aunque a nadie parece importarle. Ocurre con todos los territorios, demasiadas fronteras que terminan convirtiéndose en engendros mayores que sus habitantes. ¡Qué más da! Mil millones y naciendo. Más de los necesarios.

Me he acostumbrado al olor de las “especias”, a los colgajos de carne picoteados por las moscas, a la gente en cuclillas, a ver más vacas que perros, al pan fresco. Paseo por pasajes imposibles, puertas para enanos que semejan túneles. Calles de dos casas. Casas sin gente, gente sin casa. Pasajes intransitables con sumideros impolutos. El centro es turístico, urbano, antiguo, adoquinado hasta el linde, donde la tierra se lo come todo. Y la cordillera. Parece un espejismo. Son dos mundos, tres, cuatro caras imposibles, inconexas si no fuese por la gente. Caras con surcos, risas de bocas peladas y templos, templos y más templos. Religiones que conviven o malviven o desviven. Azules, rojos, dorados y millones de hormigas de colores. Lujo y miseria. Pequeñez y grandiosidad. Muchedumbre y soledad. Dios santo ¡qué mierda de lugar! y, sin embargo…

3.- Se desarrolla.

Nos acercamos a la región de Changthang, cerca de la antes frontera tibetana y ahora China, para contemplar uno de los mayores lagos de altura del mundo: Pongong Tso (4.200m). Sorteamos bloqueos de carreteras, bloqueos militares, bloqueos de bloqueos y mucho santuario para un solo buda. Por el camino, recogemos al lama Tathagata, un rolex sujeto a voto de pobreza, por eso camina. Habla un inglés perfecto, de Cambrige, dice, como sus modales. No hay sufrimiento en su abierta sonrisa, todo lo contrario. A pesar de la túnica y la calva, es un muchacho lustroso y saludable del que esperas aroma a Loewe y manicura. «Este viene de arriba», masculla Erik, «pero estoy con los de abajo», replica él y, aclaradas las procedencias, nos viene al pelo porque vamos en la misma dirección. Esperamos que nos dejen ir más allá de Merak, último bastión para turistas, ya que el maldito lago tuvo la mala idea de compartir fronteras. No entiendo esta manía que les ha entrado a los lagos, últimamente. Nos habla de los Changpa, pastores nómadas originarios del Tíbet  que gracias a la meseta que lo une con Cachemira, han llegado aquí desde el siglo VIII. Pastorean yaks, cabras normales y el tesoro: una cabra de finísimo y suave pelo llamada pashmina. Y, de golpe, me encuentro en Siberia con los Nenets. Han cambiado las latitudes, los animales… nada más.

Tener un lama con labia es uno de esos lujos asiáticos. Es mejor que un sereno, que un pasaporte, que un salvoconducto, que google maps, que un libro de salmos. Nos habla de la migración que, desde 1960 se ha ido produciendo en el Tíbet, de los cambios “democráticos” que ha instaurado Tenzin Ghyatso (actual Dalai Lama) desde su destierro. Ahora, por fín, puede ser visto a los ojos, hablable o tocable sin castigo. Me resulta curioso el concepto “voto de pobreza” de los lamas y no hablo de la chocita de 1000 m del Dalai, sino del lama de a pie. ¡Se parecen tanto al d. Benito de mi barrio…! Ay, perdón, que los lamas son guays, son budistas.

Finalmente, tras hablar con policías fronterizos, revisarnos hasta los zapatos, guardar lo valioso en nuestras zonas más pecaminosas, firmar un permiso de 4 días y 100 k a mayores, vemos los primeros rebos (tiendas de lana de yak). Nos presentan a Karma Kinchen, el goba o anciano de la comunidad Changpan (5 familias), que se desbaba besando la mano de nuestro “lipstick” o lama particular. Cuento 5 rebos para 5 familias y me llaman la atención 6 más pequeñitos. “Para la impureza femenina”, me contesta Hammed.  La circunferencia terráquea, no es baladí.

Anochece pronto en la montaña. El silencio desaparece entre balidos y el chisporroteo del fuego. En el centro de la roba, Tenzin, el pequeñajo de la familia, lo aviva para la cena. Su madre sonríe, su padre le enseña y los dos mayores no nos quitan ojo. El lago, que pronto se helará, se inunda ahora de aromas y preguntas.  Comeremos, dormiremos, ayudaremos  a Thokmay y su familia a empaquetar el género para el trueque de pasado mañana: leche, queso y mantas.

4.- Muere.

Hoy es fiesta, no porque mañana volvamos a casa. Toca. De todas partes acuden a la llamada del templo. Una fiesta esperada, señalada en el mental calendario de la gente. La tradición, la única riqueza del que nada tiene. Las ropas mejores, las caras limpias, los pelos mojados como escupidos y repeinados. Sí, también los dos y medio de este padre al que su chiquillería alcanza, entre carreras y risas, que vuelven a la madre, más retrasada, mientras lame al benjamín envuelto en un colorido pañuelo. Abren los puestos callejeros, por decenas, y todo son olores y humos. Carne, pescado, pan, bebidas… algo que podría ser cerveza pero en nada se parece, como les ocurre a los amigos de Hammed: lavaditos y contentos. Nos invitan pero esperamos. Buscamos a Thokmay, que ha quedado para vender el lujoso hilo a la asociación de Leh. «Se hace tarde», dice Hammed, «la transacción puede tardar horas» y, con la esperanza de verlos más tarde, nos vamos involucrando en la algarabía.

La diferencia la marca el suelo empedrado, doscientos metros más adelante. Camino terroso= normalidad, adoquín= jolgorio. Entramos en el teatro. Los desarrapados, los desdentados, los enfermos están saludandos y saludables.Se acabaron los problemas. En la plaza han construido gradas para el acomodo popular, insuficiente. Hasta aquí se hacen notar las categorías. Los próceres bajo palio, como es menester. Intentamos pasar inadvertidos, mezclarnos entre el gentío pero nuestro blanco nuclear es más ostentoso que las armas de los policías que circundan el lugar. Hombres y niños, delante. Mujeres y niñas, detrás y a un lado. Fanfarrias y baile, voces de asombro, música, colorido, máscaras. Aparece Tenzin por la izquierda y se sienta delante. En las manos lleva un atado de algo comestible mientras sus padres se nos acercan. “No ha sido un buen año, la pashmina china está acabando con el mercado. Quizás, en primavera, encuentre trabajo aquí. No merece la pena esta vida y los niños se hacen mayores”

 

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