Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La rosa y el clavel, cueca chilena. Silvia Infantas y los cóndores. Cosa hermosa. Fermosa. Bailar en cama de pétalos, por encima de la muerte, de la guerra y de la sangre. Lo único rojo han de ser flores.
Viene una terrible canción de Violeta, la Parra, vals tal vez: Qué pena siente el alma. Esa y La jardinera, la mujer frente al olvido. ¿Refugiarse en la naturaleza? Si nada hay más solo que ese concierto interminable de lo salvaje. Nunca más solitario Horacio Quiroga que entre silbidos de yararás. Gritan chajás en la pampa, guajojó en la floresta. Assum preto, lamento del río del que no hay retorno. Mienten los que dicen que todo volverá, que los ciclos retornan. La línea recta no carga ambigüedad, el nordeste seguirá pobre y los santones morirán en la hoguera como ha sido. Cuando cortan la cabeza del sabio Lavoisier, aquel que afirmaba que en la naturaleza nada se crea ni se destruye, solo se transforma, no creería él que luego de que su despojo cayera sobre la paja al fondo de la canasta se transformaría en querubín y seguiría como si nada, en otro estado.
El cultivo no es natura, o sí, modificando el entorno para comer; en el caso de Violeta Parra para no recordar, hundir la memoria del ausente en la papa, la del traidor en perejil, la del cobarde en aroma de eneldo picado. ¿Era todo aquello el gringo Favre? Es común entre masculinos, por ello necesitan disfrazarse con cananas, mentirse a sí mismos, llorar como magdalenos y disparar a amantes supuestos y a malas mujeres. Cuando Europa del Este se enfrentó a los mongoles, los hombres fueron a morir, y murieron, quedó en las caderas femeninas que el pasado no pereciera, en ellas se forman los túmulos, se levantan muros y crean refugios. Morir era tenebrosa y dolorosa costumbre en el medioevo; peor sobrevivir el constante vejamen; más difícil aún conservar en medio del saqueo físico la herencia de los ancestros. Lo hicieron ellas, de callado llanto.
Llora el cabello indio de la maestra artista. Se pintan canas, lacera el sufrimiento. Líricas a modo de machetes, cortando una a una las extremidades, arrastrando el cuerpo marchito hasta que no dé más, con la imperecedera belleza del dolor, esa que fundamenta la supervivencia de las sociedades, que esconde a los hijos de los asesinos debajo de las faldas, que utiliza las piernas para defender lo de su vientre, que seduce con asco, aguanta con repulsa, única forma de no morir un futuro.
Viajaba de ciudad Panamá hacia Denver. Una mínima muchacha argentina, en mano tres pasaportes alemanes, cargaba dos niñas pequeñas en brazos, un carrito de bebé y una maleta. Lidiaba con comida, asientos, hambre infantil, pañales y demás minucias que en realidad son inmensas empresas. Sola, sonriente, desesperada a ratos. Ella contra el mundo, yendo al país en donde vive el esposo, trabajando, con documentos que tuvo que sacar gracias a sus antepasados de algún país que prometiera algo, ya que el hermoso suyo yacía fracasado, inmundo bajo la férula izquierdosa, maldita, que reemplazó a la otra, maldita a su vez, militar y homicida. Cucaracha devora a liendre, pulga a piojo, resaca de revoluciones patrióticas y proletarias que al fin perseguían lo mismo. El resto, bien gracias. Carga, mujer, tus hijos, llévatelos de aquí, escóndelos en las marmitas de granos, que no los encuentren, sálvalos del mal, amén; de mongoles, capitanes, compañeros…
Bajo, con el crepúsculo, las gradas del sótano de la calle Ocho. Siendo verano corre un aire helado. Mientras enjabono mis manos, la gitana Sonia Timofeeva hace giros con los dedos y canta tristes canciones sobre un fondo blanquinegro estilo Béla Tarr.
Comencé este texto hace unos días, con luz de lámpara halógena, en cierta Cochabamba de la que partiría pronto. Violeta, sí, la Parra, en sentidas canciones de Chile. Luego aviones, Santa Cruz de la Sierra, Panamá, Denver, con el sustento del escrito hecho pedazos. Intento recuperarlo, colarlo con goma transparente más dura que cemento. Si lo logro, no importa. Fluya el verbo. El día ha pasado con sopa toscana de chorizo, papa y col. Sangría de sandía y bayas negras. En la noche me recuesto encima de un colchón de aire con factura extraterrestre. Ni diré que floto, pendulo entre un lado y otro, guardo el centro del lecho para no caer. Con tal infraestructura, mis sueños se tornan más extraños aún, ni para contarlos. Siempre la guerra, no cesan las explosiones en las retinas de mi cerebro. Más que veo, la escucho; la muerte ha venido conmigo sin pagar pasaje, subida al maletín sucio y viejo donde llevo mi antiguo ordenador.
Algunos amigos han escrito; otros telefoneado. Quedamos en vernos. Inspecciono rutas y precios de pasajes. Casi reservo, por dinero irrisorio, entre febrero y abril del año próximo, un viaje en ambos sentidos entre Denver y Belgrado. Me encantaría hacerlo. Justo hoy que mi amiga Paula me da números para vivir en la capital serbia mes por mes, o en Novi Sad. Sé que está el Asia Central en mis prioridades pero no tengo premuras ni compromisos y puedo elegir entre Pierre Loti e Ivo Andrić cuando así lo quiera, uno no excluye el siguiente y el tiempo es la gran ramera.
¿Dónde quedó la Violeta? Se supone que era un texto trágico asociado a sus hirsutos cabellos. Con la tecnología puedo recuperarla, aquí y ahora, de inmediato, pero cambió el panorama. No veo desde lo alto las orillas cementadas de la torrentera detrás de mi colegio. Ni el feo edificio en donde alojan, no dudo que torturen, niños pobres o especiales. Ando calles limpias, siguiendo filas de un orden quizá ficticio pero confortable. A pesar de que observo miríadas de mendigos (veinte años atrás no existían) y de que ya por donde vayamos nos rodea miseria, he perdido el hilo de la narración. No caeré en Volver a los 17 ni en agradecer a la vida, quiero quedarme con el retumbo del vals tiniebla, del callejón sin salida. Sobrevolaron revólveres cargados alrededor por décadas. La voz era más valiente que la acción y la curiosidad acerca del porvenir impidieron que cayesen sobre mí como lluvia ácida. Y tus blancas piernas, claro, con el pasadizo penumbra del Nirvana. Y tú, Violeta, insalvable, indispensable, sola, la vida hecha polvo sin lluvia ni descanso. No bastó regar el jardín, ni que al marimacho que excavaba le siguieran plantas que darían frutos color escarlata. Toma un momento terminarlo, puede que sea la mejor manera de extirpar el inmortal recuerdo, la pena de solidez infinita, ojos de sauce llorón.
Qué me depara la noche, no sé. Puedo augurar bombas y siseos de metralla, lanzagranadas como esputos rítmicos. “Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos”. Angustia de Georges Perec.