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Vigo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

No cierro bien la pila de la cocina. La dejo gotear sobre una copa llena. Así, cuando despierte con el sonido, sé que la muerte es pero no ahora y no está ya yo para ella.

Negro como beata el lienzo alrededor.

Un pulpito recién sacado del muelle se arrastra hacia el borde para luego tirarse a las aguas. Flema cabezona, inteligente, minúsculo, hasta asqueroso, pero salta como las bellas culonas de la garrocha en deportivos europeos. Quien lo sacó se apiada, o habrá una ley que regula el tamaño de lo que se ha de pescar. Papá traía a casa latas de pulpo gallego que compraba en la tienda de don Romeu en la Plaza Principal de Cochabamba. Y aquí estoy ahora, contemplando los deslices de la Creación, la inmensa imaginación del Dios, supongo, o su infinita perversidad. Esta extraña figura puede que sea el hombre o su reemplazo en un millón de años, si no le ganan los cangrejos que marchan de retro y miran adelante en magnífica estrategia. La flema cuando se relaja en el agua se torna en objeto vivo de claros contornos.

Observo los botes amarrados. Me siento en las faldas de Julio Verne, cuya estatua sobre un pulpo enriquece a Vigo. Maestro, le digo al metal verde barbado, le pregunto, susurro a su frío oído, las pautas de la escritura, de si hay necesidad de moverse igual al cefalópodo y viajar para ver lo que no vemos. Me responde Karl May rodeado de apaches que nunca vio. Show me the way to the next whisky bar. Kurt Weill por Jim Morrison. Me vendría bien un bourbon, pero miro a Adrián y su familia con quienes vine en auto desde Braga, Portugal, y pospongo el trago para el mañana de en unos días cuando me siente en una silla de fórmica en el quinto piso de Kiev y sea testigo de la primera nevada. Hoy hay que permitir a los niños sonreír.

Unas horas de viaje. No hubo frontera entre Portugal y España. Documentos, documentos, mierda de América del Sur. Elegimos equivocadamente comer empanadas argentinas y no mariscos. Una vez que estoy en Vigo y nunca más, una vez sola en faldas de Verne y nunca más, y se me ocurre ordenar empanadas criollas y hablar de tango con la dueña. El tritón de la ciudad me observa con despecho y no se mete en el agua; se lanza a volar.

Take me, Spanish caravan, take me to Spain. Olor a pescado con sal. Santos, Arica, San Diego, Tijuana. I have to see you, again and again. En el mercado del pescado de Washington DC toneladas de camarones. Carmesíes, parecen flores con ojos, mosquitos sin alas. Lo deambulamos borrachos, compramos una bolsa para alternar con la cerveza. Cuando se acabe la música, apaga la luz. The Doors.

Las ciudades que trashumo en este viaje, Vigo también, de colinas. ¿Qué contar? Que recorremos las calles, fotografiamos, admiramos un paseo en medio de la ciudad que recuerda el Prado cochabambino. No nos quedamos una noche, todo es tan cerca. Quería conocer a Paz Martínez, irreverente prosista vigana, pero no está, busca narvales en Groenlandia para comérselos. Tengo un dejo de tristeza, ese de cuando la borrachera no te mata, la del suicidio fallido. Me ha alegrado ver a Jules Verne, del agua del gran Orinoco al mar frío de Galicia. Leí de él El Chancellor, historia de naufragio. El mar al que no soy muy afecto; sí a sus historias. Fridtjof Nansen. La semana anterior fue cuando leí que habían encontrado al Endurance, el navío de Shackleton. He pensado muchas veces en Scott, escribiendo un diario mientras el hielo va tomando su cuerpo. Yo no lo podría hacer. Hombre de acomodarse debajo del pacay a jugar sapo, de matizar la chicha kulli con sol. Mares a mí solo en páginas. Marino no soy aunque buen nadador. Ya bastante tengo de oleaje en mi cabeza. Tengo a Moby Dick.

Fotografío el tritón de la ciudad. Lo dije, me da la espalda en desencanto.

Me ha entrado nostalgia pero sonrío. Agarro de la mano al hijo de Adrián y paseamos por el muelle. Cuatro años han pasado y habrá crecido árbol joven. Creo que me pregunta quién es, mirando a Verne. Le explico. Le hablo del mundo de los sueños, del viaje sin escalas entre la bahía de Hudson y las Indias, de las tribulaciones de un chino en China y los quinientos millones de la Begún. Recuerdo ser pequeño, creer que el mundo de afuera vería antes de dejar de serlo. Sentado en el pasillo de casa lo imaginaba, y Verne ayudó. El libro favorito de mi hermana Elena era Los hijos del capitán Grant; yo leí Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral mientras mi hermano, tirado de barriga en cama, escuchaba Eight Days a Week, de los Beatles. Mi madre me regaló un ejemplar de Miguel Strogoff; desde entonces permanecí como correo del zar en la estepa. Nunca pude retornar.

En Vigo llevo la misma camisa roja que llevaba en Porto, así lo denuncian las fotos. Sigue en mi armario aquí, aún quepo en ella. Por el momento, lo burgués no se ha adecuado a mi condición de jubilado. Antagónica Furry me dice que los de mi generación ya llevan manta sobre las rodillas, que estoy bien. Todavía no soy un collage de mí mismo. Con la tijera solo me igualo la barba, no me corto pies ni pongo un ojo polifémico en mi nuca.

¿Viaje a Vigo? ¿Pretexto de meterme en mí mismo culpando al autor francés, a Adrián y al chico? No me sale de la cabeza esa imagen de Kharkiv anteayer, en una parada de bus, en la que el padre de un niño de 12 años no suelta la mano del hijo muerto, asesinado por el maldito pez globo del Kremlin. Los fascistas quieren destrozar la ficción, la calidad de inventar el sueño; fascistas de embaucadores hoz y martillo incluidos, hez pérfida y multiplicada en coito infame.

Vigo… mar y barcos. Página del libro de horas. Me vendría bien Rilke ahora que acaricio una botella de ron que no he de abrir. Como el pulpito del inicio de la historia me arrojo al vacío. Si he de nadar, navegar, hundirme, encallar, naufragar no lo sé ni me interesa. Jinetes de la tormenta anuncia el órgano eléctrico de Ray Manzarek. Una nube de lluvia ha cubierto el cielo. Una sombra de duda se ha posado delante de mis ojos, casi una pesadilla de Poe.

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