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Vicisitudes / Cuento de Silvia Rózsa F.

Fernando, con su tazón de café en mano miraba como la lluvia se había llevado la tarde antes de lo previsto. Las gotas, adheridas al cristal de la ventana, eran pequeños fulgores suscitados por las tempranas luces de la calle, ya cubierta de noche.

Mientras las aceras quedaban en solitud, una y otra vez se hacía las mismas preguntas. No sabía con certeza que le había cautivado de Sarah. ¿Serían las pecas sobre su rostro que sonreían al unísono con sus labios? ¿Quizás la alegría perenne que esparcía por doquier? ¿El abandono y la desolación del otoño sin retorno que se aproximaba a su vida?

Había pasado tres años del divorcio con Alicia, su mujer, a quién le juró fidelidad eterna, pero no sentía remordimiento alguno. Ella lo había abandonado antes por esas cartas que le nublaron la razón y por esa severa adicción a las compras que irrumpía cada vez que perdía en el juego, lo que era frecuente. Alicia era doblemente adicta y había llevado a Fernando a hipotecar la casa para salvar la economía del hogar.

Si bien Alicia y Fernando estaban casados cada quien hacia su vida por separado. Él acudía solo a las recepciones y cenas de parejas mientras ella, repartía naipes y descubría nuevos centros comerciales. Tras años de matrimonio, estaba tan segura de la vida que llevaba que casi enloquece cuando su esposo le pidió el divorcio. Estuvo a punto de perder los estribos, amenazó con suicidarse, con regar por ahí que tenía una amante, con armarle escándalos públicos de manera descontrolada y salvaje, pero él no dio un paso atrás. Ganó el proceso, dejó que ella se quedé con la casa y con su apellido.

Los hechos paralelos fueron sucediendo sin planificación alguna. Sarah, tras terminar la universidad, ingresó a trabajar al estudio de abogados que dirigía Fernando y su simpatía cautivó tanto a hombres como a mujeres. Era esbelta, de una piel jamás expuesta a los rayos solares y de un cabello más rojizo que castaño. No era una beldad, pero poseía cierta gracia y un atractivo que llamaba la atención de cualquiera.

Pronto congeniaron con Fernando y empezaron a salir; primero a un almuerzo de trabajo, luego a otro y, posteriormente, a una cena que terminó en un departamento que un amigo les había prestado. A partir de ese amanecer y del café de la mañana que se tomaron en Starbucks no volvieron a separarse.

Sarah, mientras cursaba la carrera de derecho había trabajado en una galería de arte que tenía una clientela exquisita. El gusto por el arte que ella tenía apasionó a Fernando quién también era asiduo visitante de exposiciones y adquiría obras, eventualmente.

Un día, la joven abogada le propuso ir a la inauguración de la exposición de grabados de un artista emergente, pero que prometía ser una gran revelación, según los entendidos en la materia.

La primera impresión de Fernando al conocer a Julián, el expositor, fue de simpatía. Proyectaba energía positiva a través de su sonrisa y amabilidad. Ni bien se saludaron, pudo percibir la conexión que surgió entre él y Sarah, tomó una copa de vino de la bandeja y los dejó conversando. Recorrió la muestra sin dejarse sorprender por las obras, vio dos o tres grabados sin ningún valor, pero uno de ellos lo hizo detenerse. Lo cautivó de sobremanera; estaba representado el taller de un artista (posiblemente el que había creado la obra), tenía diversos planos, perspectiva, sombras y tonos grisáceos en diferentes intensidades. El artista (probablemente) se había retratado pintando un lienzo sobre un caballete y plasmaba un cuerpo; observó los detalles minuciosos y miró también hacia el sofá que había frente al caballete, pero estaba vacío. Era como si estuviera pintando a una modelo imaginaria. Le gustó, no sabía si era por el vacío representado, pero le gustó.

─Sarah, ¿el artista que conocimos anoche trabaja en otras técnicas fuera del grabado? ─preguntó mientras desayunaban.

─Sí, Julián está trabajando en obras al óleo para una próxima exposición. ¿Te gustó alguno? ¿Podemos comprarle? ─ preguntó con una sonrisa y mirada suplicante.

─ Me llamó la atención uno de los grabados y si nos hace precio podríamos comprárselo, pues mira que para ser emergente están altos.

─ Sí, la galería puso esos precios para que la gente empiece a valorar sus obras desde su primera exposición ya que marca la diferencia. Los críticos creen que muy pronto su obra va a ser muy apetecida. Pero hablaré con él.

La relación entre ellos era armoniosa, se llevaban bien a pesar de la diferencia de edad entre ambos; Fernando había sido un fanático de los Beatles en su juventud y Sarah se inclinaba más por Ed Sheeran. Por lo general, llegaban y salían juntos del bufete, asistían a funciones culturales y almorzaban cerca del trabajo.

No obstante, a la cotidianeidad de las actividades en común, Sarah empezó a ausentarse a la hora del almuerzo argumentando que se reuniría con Julián en el taller porque le había pedido que sea su marchante de arte.
Fernando volvió a la rutina de almuerzos en soledad, pero no quería decirle nada a Sarah, no deseaba coartar su libertad en actividades fuera del bufete. Aunque tenía instantes de confusión, confiaba en ella. Pero una noche ya no pudo dejar de expresarle su preocupación.

─ ¿Me amas todavía? —le preguntó una noche, mientras acariciaba su cabellera frondosa, luego de hacer el amor.

─ Claro que te amo, Fernando. ¿A qué viene la pregunta?

─ Te extraño a la hora del almuerzo.

─ Sabes que Julián me necesita, es nuevo en esto, no sabe moverse en el mercado y yo puedo conseguirle buena clientela y también conseguir un dinero extra para mí.

Sarah no había dejado de expresarle su amor, era cariñosa, atenta, alegre, diligente; todo lo que a Fernando le apasionaba de ella.

Ante el malestar que le había provocado, ella le propuso volver a almorzar juntos, acotando que una que otra noche iría al taller de Julián para desarrollar estrategias de ventas. Pero la ausencia de una noche por semana se volvió sistemática, luego se convirtió en dos, luego en tres y finalmente, no llegó a dormir.

Cuando Fernando se empezó a inquietar ya era media noche; la llamó al teléfono móvil sin resultado. La espera se hizo interminable. Reiteró las llamadas hasta que dieron las cinco de la mañana. Se duchó y salió al taller de Julián a buscarla. No pensaba, no quería pensar en que fuera a encontrarlos en la cama. Sí, tuvo esa visión por un instante. Sus celos ahora sí, estaban fundamentados con la ausencia nocturna de Sarah. Pero también barajó posibilidades extremas que se enmarcaban en la tragedia.

Iba muy de prisa y al llegar al edificio de Julián, descendió corriendo los cuatro peldaños hasta el subsuelo donde estaba el taller. Tocó el timbre, pero de pronto vio que la puerta estaba semi abierta. La empujó y se adentró hacia el vacío de la penumbra deshabitada de caballetes, planchas de grabado, de obras y de Sarah. Se quedó petrificado en medio de la nada con las manos sosteniendo su cabeza sin poder cuantificar el dolor que se había apoderado de sus entrañas.

Regresó a su departamento y a las 10 de la mañana fue a la galería para que ubiquen a Julián y a ella, claro, pero no tuvieron éxito.

Se comunicó con el bufete, se disculpó con la excusa de un fuerte dolor de cabeza y se tomó el día libre. No tenía sueño, no tenía hambre, solo interminables preguntas.

Había empezado a llover desde las primeras horas de la tarde y con su tazón de café en mano se apartó de la ventana sin obtener respuestas.

En la sala, se detuvo frente al grabado que había comprado y empezó a mirarlo con ojos profundos de melancolía. Recorrió los detalles de la obra de derecha a izquierda. Llego hasta el pintor, miró su lienzo en él se veía el contorno del cuerpo de una mujer, dirigió su mirada hacia el sofá y vio a una mujer desnuda recostada en él con un velo que cubría el rostro. Se aproximó más, quería escrudiñar debajo del velo, pero no vio más allá. Bajó su mirada por el cuello de la mujer y llegó hasta los senos. Allí se detuvo y, por unos segundos, también su respiración. El seno izquierdo de la mujer tenía un lunar. El mismo lunar que había besado noche tras noche desde que Sarah se mudo a vivir con él.

─ Es Sarah, sin duda. Pero…, pero cuando lo compramos, ¡no había ninguna mujer en ese sofá! ─ exclamó.

─ ¿Qué sucede? ¿Qué me sucede? ─ se preguntó sintiendo que todo le daba vueltas. Buscó el sillón más cercano y con el tazón de café en mano se dejó caer como quien tira una bolsa de desperdicios desde lo alto de un edificio.

Sorbo a sorbo fue calmándose y quiso pensar que la soledad era tan invasiva que se había ocupado de florecer su fantasía.

Biografía

Silvia Rózsa Flores, nació en Santa Cruz, Bolivia. Es periodista de profesión, con diplomado en Mercadotecnia Estratégico y Pos título en Escritura Creativa; realizó cursos varios en museología, crítica de arte; talleres de poesía y técnicas narrativas para libros infantiles. Trabajó en radio como productora y conductora de programas; fue jefe de información y dirigió dos revistas impresas. Coordinó el programa de televisión Dialogarte; fungió como encargada del Museo de Arte Contemporáneo de Santa Cruz; editó libros de arte y otros como: El teatro de Jorge Rózsa; Mi Primera Enciclopedia, enciclopedia infantil cruceña, Pincel y condimento. Tiene publicados los poemarios: Destello, Ritual de Tempestades (en coautoría con Elías Serrano), Tocarte con el otoño y Texturas de amor y lluvia. Ha publicado los cuentos infantiles: Anita en el Museo, Anita y la ciudad de los anillos y Los chicos de la calle Patujú.
Algunos poemas, microcuentos y cuentos se han publicado en antologías de cada género.

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