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Verdad y libertad, valores supremos de la democracia

“Cuida de la libertad y la verdad cuidará de sí misma” (John Dewey). Consiguientemente, el combate contra la mentira y el engaño no va dirigido a la afirmación de determinadas verdades, sino a la preservación de ese delicado espacio de la discusión política libre.

Leí a San Agustín y también al papa Benedicto XVI, el teólogo más notable de todos los tiempos después de aquel, y puesto que la verdad y la libertad son valores íntimamente emparentados con la fe, el emérito jefe de la Iglesia, en su libro Introducción al cristianismo sostiene que la verdad nos hace más semejantes a Dios, dándonos una libertad que es más propia de la condición divina. Entonces, si la verdad no está entre nosotros, no solo nos está permitido todo, sino que un mundo carente de verdad es un suelo fértil para edificar en él cuanto nos venga en gana.

Pero cuando nos trasladamos al terreno de la política o, más propiamente, de la democracia, nos remitimos a lo que Hannah Arendt sostiene: “La verdad solo puede existir allí donde es humanizada por el discurso, solo donde cada hombre no dice lo que se le ocurre en el momento, sino lo que considera verdadero”. De ahí que quien se considere auténticamente demócrata (y, como lo sostuve en anterior artículo: ¿Celebramos el día de la democracia?, estos 40 años no fueron de una auténtica democracia) debe rechazar a toda costa la mentira en el ejercicio de la política, por lo que las expresiones populares de que en política todo vale, no tienen sustento cuando las extralimitaciones tienen que ver con la mentira o, dicho de otra manera, que el compromiso con la verdad tenga que ser, sin lugar a disenso, un comportamiento antipolítico.

Y ante esto, volvemos a la indisoluble unidad entre verdad y libertad, de manera que en muchas ocasiones la verdad factual puede ser combatida no con mentiras sino con opiniones que son parte sustancial de la libertad de expresión.

Vemos en muchas democracias —pero particularmente en la nuestra, que no alcanzó nunca la plenitud que el concepto encierra— que si no hay verdad (y pocas veces la hay) es que no hay diálogo significativo, ni sincero, ni confiable, ya que siendo la democracia un invento del hombre en sociedad, la convivencia humana no puede ser una mera yuxtaposición de personas, sino de proyectos y de políticas comunes y, ante todo, de conversaciones compartidas respecto a eso.

En nuestro contexto, el discurso de nuestros gobernantes (de los últimos 40 años) está signado por las medias verdades (non veritas sed auctoritas facit legem) que acaban siendo grandes mentiras. No tenemos que remontarnos a la historia lejana, ni siquiera a la inmediata: cada día comprobamos, en ellos, el expediente de la mentira.

Ahora bien, la relación entre libertad y democracia no puede distanciarse, como algunas tendencias las sostienen, obstinándose en ver ambos conceptos como antagónicos y, más por el contrario, la libertad se constituye en el principio sustantivo de la convivencia, en tanto la democracia es un factor adjetivo en el desarrollo de la misma y, sin embargo, la historia ha sido testigo en muchas ocasiones de la supresión de la libertad en regímenes aparentemente democráticos de tinte comunista o fascista, lo que condujo a la cancelación de la propia democracia. Por eso no se puede sostener como verdad absoluta que los gobiernos salidos de las urnas sean necesariamente democráticos.

Nos hemos acostumbrado, influenciados por una retórica, a creer que emitiendo nuestro voto elegimos a nuestros gobernantes y por solo ese hecho garantizamos mandatos democráticos. Las cifras con que anualmente en tediosos mensajes presidenciales se engaña a un pueblo ingenuo podrían hacer pensar que vivimos en Singapur o en Qatar, o que los encomios a una libertad (que es muy relativa) nos hacen soñar con que vivimos en Noruega o en Finlandia.

La realidad es que en muchas democracias, y en la nuestra especialmente, apenas gozamos de resquicios de verdad y libertad, lo que compromete decisoriamente el corte democrático de nuestros gobiernos, sobre todo porque la primera, por definición, debe ser absoluta y estar encauzada mediante principios rectores que se cumplan en el caso de la segunda. No ocurre ni una ni otra cosa.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor

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